lunes, 28 de marzo de 2011

Los aviones de papel no vuelan

Encontraba inútil seguir fingiendo. Al principio acogió los cambios con verdadero miedo. Sabía que todo su mundo se le volvería del revés cuando tendía la mirada hacia el futuro y preveía las consecuencias; en los momentos de flaqueza no encontraba dentro de sí la fuerza suficiente para afrontarlo; la idea del suicidio le rondaba por aquellos días. Pero a pesar de todo era hombre con algunas virtudes, una de las cuales era el coraje forjado después de un doloroso consumirse en un fuego frío y oscuro. Decidió arrostrar la situación, si es que esas cosas se deciden y no están marcadas por el destino de nuestras inclinaciones naturales.

Todo fue ocurriendo lenta pero imparable como el paso de los minutos en la esfera de su reloj, tal como él había previsto pese a lo cual no dejaba de ser lacerante.

En los primeros días fueron los ojos de los amigos que rehuían los suyos, la instintiva hostilidad del vigilante del edificio donde trabajaba cuando lo hacía pasar por el arco de seguridad, el mutismo de los vecinos en el ascensor. En casa, después de muchos años de matrimonio, su mujer empezó a sufrir de extraños olvidos como no poner su plato a la mesa durante el almuerzo familiar, o cuando el hijo mayor ocupaba el que hasta entonces había sido "el sillón de papá" desde donde durante años había visto las noticias por la televisión y echado la inevitable cabezada antes de volver al trabajo. Él les hacía ver esas faltas a las rutinas cotidianas sobre las que se cimenta todo hogar, pero se mostraba comprensivo, y hasta se enternecía, viéndolos dar titubeantes explicaciones.
Más tarde, cuando los cambios ya empezaron a ser evidentes y difíciles de ocultar, los descuidos dejaron de ser actos fallidos con sabor freudiano para pasar a una animadversión consciente y hasta alevosa podría decirse; de alguna manera se sentían justificados y en el derecho a ejercer su desprecio sobre él. Así hasta que cambiaron la cerradura de casa y ya no pudo entrar. Inútil apelar a la solidaridad de los vecinos, vecinos que preferían subir por las escaleras a compartir ascensor o que volvían a salir a la calle fingiendo haber olvidado los huevos sobre el mostrador o aquejados por la súbita certeza de que llegaban tarde a una cita. Le costó trabajo pero al final encontró una pensión donde la casera sufría de cataratas y era algo dura de oído.
Poco después, o poco antes, lo mismo da, perdió el trabajo: una mañana encontró en su mesa un sobre con la carta de despido y un dinero en concepto de indemnización. Quiso hablar con el director general en persona pese a la advertencia perentoria de que no lo hiciera escrita a modo de postdata en la nota; se encontró la puerta cerrada con pestillo y al vigilante acudiendo raudo para echarlo del edificio.

Ya en la calle el sol caía a plomo. Todo caía a plomo: sus piernas, sus brazos, su corazón, su cabeza. Se sentó en un banco mareado y cayó en la cuenta de que no tenía ningún sitio a donde ir; entonces sintió una soledad tan devastadora como nunca antes había sentido. A la puerta de una tienda de comestibles, mientras su madre compraba el pan y la leche, un niño intentaba hacer volar un avión de papel, pero apenas se elevaba unos palmos caía en barrena. Los aviones de papel en este mundo no vuelan, pensó. La madre salió y agarró al niño de la mano que seguía empeñado en hacer volar su avión ante las protestas de la mujer por las paradas a que la obligaban los intentos frustrados de su hijo. Él se levantó empeñado también en beber su copa hasta el final, y con ánimo de profundo desamparo, tomó el camino contrario al del niño: una avenida que se adentraba en el centro de la ciudad. Y fuera porque las últimas ataduras habían sido soltadas o por la aceptación fatal de su destino, el hecho es que el proceso de transformación parecía acelerarse con cada paso. La gente se apartaba de su trayectoria y el reflejo de los escaparates le devolvía una imagen que cada vez reconocía menos. Arriba, por encima de los edificios más altos, un avión de potentes motores rompía las nubes hacia un destino desconocido.

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