sábado, 9 de julio de 2011

La chica del primero derecha

La llave, a pesar de que colgaba quieta hacía ya un rato desde que se la dejara la chica del primero derecha en la escarpia con el numero 11, a él le parecía que aún se balanceaba en el clavo como si palpitara apenas levemente, o como si el latir ansioso de su corazón la hiciera agitarse; pero más que esto sería el vértigo ante lo que planeaba hacer lo que le producía esa sensación como de ser llevado en volandas por miles de hormigas bajo las plantas de los pies.

Aparte la atracción casi morbosa que sintió desde el primer día que la vio apenas sabía nada de ella: que se llamaba Silvia, que trabajaba en una de las entidades bancarias mas importantes del país, que vivía sola y que tenía un amigo de esos que pasan la noche de vez en cuando en casa de sus amigas. La noche anterior había sido una de esas, y mientras él, un tipo alto y atlético, moreno y de barba cuidadosamente descuidada, esperaba discretamente en la calle, ella le dejó la llave del piso con su habitual amabilidad y punto de coquetería con el encargo de acompañar al fontanero que llegaría a media mañana para arreglar una pequeña fuga en el baño, y aunque no le hiciera falta ya que colgaban copias en el tablero de la portería de todas y cada una de las llaves de los pisos del inmueble no se lo dijo, y le aseguró que se encargaría de ello. Después la había visto alejarse por el vestíbulo con paso seguro, su cabellera castaña rizada cayéndole por la espalda y sus caderas silueteadas en la estrecha falda de un traje de chaqueta gris perla; le dio la sensación de ser como un ferrari o un porsche o un yate, un artículo de lujo intocable y fue entonces cuando le sobrevino la idea como un chispazo, como una tentación, una mera locura que sin embargo le fue creciendo irresistible a lo largo del día como una hiedra trepando por su cerebro. Además sabía que ese fin de semana lo pasaría fuera; ella misma se lo había dicho cuando le pidió que emplazara al fontanero al lunes para pagarle por el trabajo.
El fontanero llegó efectivamente a media mañana cargado con una maleta grande rectangular forrada de cuero negro colgada del hombro. Era hombre corpulento, de frente despejada y bigote poblado como reliquia de otros tiempos en que llevar bigote, perilla o barba bien perfilada constituía un rasgo de elegancia masculina. Era hombre afable y discreto, y al franquearle la puerta de la vivienda, ordenada y limpia, apenas miró furtivamente la decoración del salón, la alineación monótona de libros de leyes en los estantes, una fotografía del puente de Brooklyn en blanco y negro enmarcada contra la pared ...La mirada del portero, sin embargo, se imantó del metal de dos pendientes en forma de aros grandes y plateados sobre un cenicero sin trazas de ceniza. Eran los mismos pendientes con que la viera hacía dos días cuando tocó en su puerta para entregarle el presupuesto de lo que costaría corregir el funcionamiento caprichoso del ascensor.
-¿Puede abrir el grifo, por favor?- pidió con resonancia sorda el fontanero tumbado en el suelo y con la cabeza metida en el mueble del lavabo -Ya, gracias. El tubo está picado por aquí , ¿lo ve? Acérquese...
Mientras el fontanero reparaba la avería requiriéndole cada dos por tres como testigo de su honradez profesional, él se entretenía en admirar sobre la encimera de mármol donde encajaba la pila del lavabo los botes de crema hidratante, los geles de diferentes extractos, el jabón de lavanda en su concha y algunos pintalabios, uno de ellos con la barra cremosa carmesí descubierta como un glande enrojecido después de follar. En la ducha aún eran visibles los signos de un baño quizá compartido con su amante: la bañera perlada de gotas adheridas como ronchas, la esponja rosácea en el centro, algunos pelos detenidos al borde del negro sumidero...
-Bien, esto ya está, ¿ve el tubo? estaba picado por aquí, ¿ve? no ha habido más remedio que cambiarlo.
Le mostró el tubo negro cuarteado libre de su recubrimiento de fibras de aspecto metálico. Con sus pulgares gruesos separó los bordes de una raja hasta hacerla oblicua como un ojo de Horus.
Mientras bajaban las escaleras dijo que ya sabía que hasta el lunes nada de cobrar, que no le gustaba ni un pelo eso de dejar fiado y que si no fuera porque la señorita le daba total confianza no habría aceptado, qué menudos estaban los tiempos...
El resto del día trascurrió ocupado en minucias varias aderezado con algunas charlas intrascendentes con algunos vecinos jubilados que quizá llevados por un prurito de solidaridad generacional alababan la labor de años del anterior portero, el señor Alfonso, al tiempo que lo miraban con cierta severidad como si dudaran de que él estuviera a la altura de tan exigente puesto. A él ciertamente le resbalaban las insinuaciones de esta o de otra naturaleza; él mismo admitía que quizá no durara mucho allí (como en los otros sitios) sobre todo desde que, con menudeo obsesivo, había decidido entrar en el primero derecha aquella misma noche...

Al filo de las dos de la madrugada, cuando cerró con todo el tiento que pudo la puerta con el corazón galopante, se sorprendió de lo fácil que había sido. Antes, frente a un café y unas magdalenas, sentado en la pequeña cocina de su estudio minúsculo y desordenado, se imaginó todo tipo de contratiempos: un vecino que salía o entraba desacostumbradamente, una puerta que abría apenas una rendija para espiarle, una luz que se encendía de repente mientras giraba la llave en la cerradura...pero no. Estaba dentro y nada anormal, como era de esperar, había ocurrido.
Lo primero que hizo fue beber un vaso de agua en la cocina; cuando se hubo serenado abrió la nevera y viendo algunas cervezas tomó una y la bebió en el sofá del salón frente a los tochos de leyes y diccionarios enciclopédicos que había visto aquella mañana. Delante, en una mesita con centro floral y una revista de divulgación científica, estaba el mando a distancia de la televisión en cuayo margen inferior izquierdo resplandecía el pequeño cuadrado azul que indicaba que el aparato se encontraba en espera. Accionó en el mando un numero cualquiera y al cabo de un momento el intercambio de tiros entre Pacino (policía) y DeNiro (ladrón de bancos) atronó en el silencio de la noche. Rápidamente buscó en el mando el silenciador pero para cuando lo encontró ya habían gastado los contendientes todo un cargador de balas. El corazón volvió a correrle en el pecho y esperó expectante como si algo tuviera que pasar. Afortunadamente no tenía vecinos compartiendo paredes y si los hubiera sería improbable que supieran que la chica estaría fuera el fin de semana; pero el solo hecho de estar allí subrepticiamente bastaba para alterarle los nervios. Fue pasando canales hasta que dio con una película pornográfica: en primer plano y de frente aparecía una pareja, ella a horcajadas sobre él dándole la espalda mientras se introducía el pene y se movía arriba y abajo a lo largo del mismo. Fue a la cocina y cogió otra cerveza. Después de correrse el tipo de la película, se levantó del sofá y buscó en el mueble-librería hasta hallar un compartimento con algunos licores; tomó el whisky escocés. Se escanció medio vaso mientras la protagonista, insaciable, ya se insinuaba a otro tipo con pinta de macarra de gimnasio. No hubiera sabido decir de habérselo preguntado alguien cuantos whiskys bebió mientras veía la habitual secuencia de acontecimientos en este tipo de películas (sexo oral, fornicio con limitado catálogo de posturas y corrida caballuna) antes de levantarse, hastiado, y dirigirse al dormitorio donde abrió cajones y sacó ropa íntima femenina, conjuntos, tangas, bragas y sujetadores de puntillas, blancos, rosas, violetas...además de faldas, camisetas, blusas...y hasta un consolador negro lustroso halló en el fondo del armario. Lo echó todo sobre la cama y se revolvió en ellos experimentando un placer intenso con el roce de aquellas prendas en su piel. Se desvistió y se puso un tanga y un sujetador. Se miró en el espejo grande y redondo sobre la cómoda y no pudo reprimir una carcajada amarga cuando se vio, peludo y con el vaso de whisky en la mano, vestido de aquella guisa. Inmediatamente empezó a excitarse. Comenzó a masturbarse frente al espejo y volvió a inquietarle (desde que era adolescente) su propia expresión de sufrimiento violento más que de éxtasis sosegado. Abandonándose a la sensación que llaman placer subiéndole por las piernas relajó la mano apenas lo suficiente para que cayera el vaso de whisky encharcándole los pies. Cuando empezó el orgasmo y la eyaculación abrió los ojos, se observó, y sintió un vacío enorme. Le entraron ganas de llorar. En vez de eso, maquinalmente y como si se limitara a observar los actos de un extraño, se agachó, cogió una esquirla de cristal y mientras miraba en el espejo su aspecto de mujer fálica se rasgó las muñecas. La sangre oscura brotó abrupta. Después de dejarse caer en la cama sobre el montón fragante de ropa íntima la sangre, el semen y el whisky se fundieron en algún momento y en algún lugar del suelo del dormitorio del primero derecha.