domingo, 18 de junio de 2006

El detective panóptico, el copazo de anís y el niño de tres años (¡uf, qué mezcla!)

A la mañana siguiente del ataque del volumen sexto de la británica, que me dejó de recuerdo un abultamiento redondo, lustroso, que crecía pegado al hueso del cráneo en la parte alta de la frente, decidí tomarme libre el día que empezaba. Así pues, cerrando con llave la puerta de mi despacho, me dirigí al bar de Juanito para tomarme mi consabido e inexcusable desayuno a base de copazo de dulce anisete acompañado de cinco churros de la mejor masa que Juanito era capaz de producir en su respetable garito. Los churros eran largos y gruesos- a la manera en que se hacen en esta ciudad sureña-, esponjosos, que absorvían el anís cuando los sumergía en el copazo inundando sus huecos internos mezclandose con él, fundiendo sus texturas en el paladar, dando como resultado ese sabor peculiar y único que tenían los churros anisados por mi descubiertos, y que se podía resumir en dos palabras: dulzor violento. El único problema de este energético desayuno eran las flatulencias que se amontonaban en la parte final del recto, o culo, impacientes por salir y que yo, si bien con la discreción requerida por las buenas costumbres y la educación, les abría la puerta con gentileza para que aspiraran los aires de la libertad. Al poco, cuando las cabezas comenzaban a volverse en mi dirección, hacia mutis por el foro no sin antes hacer un breve aspaviento con la mano derecha a Juanito a modo de despedida.
Salí a la calle ruidosa de tráfico espeso y máquinas neumáticas levantando las baldosas del suelo con su repiqueteo ensordecedor que hería los tímpanos. El obrero que la manejaba brillaba de sudor, asiéndola con fuerza con las piernas abiertas para controlar mejor los impulsos violentos del pesado martillo, cimbreándole los músculos de sus brazos morenos de tantas horas bajo el sol. Pero yo tenía un plan para aquella mañana de asueto que no era mirar como trabajan los obreros (esa fascinación irresistible a la que ceden los jubilados) sino entregarme a uno de los pasatiempos que me eran más queridos: la búsqueda y discernimiento de los puntos más panópticos de la ciudad, que por lo general, se solían ofrecer a la vista tras los recodos de las esquinas, en los nudos radiales, en las intersecciones en las que confluían varias calles o avenidas, anudándose entre ellas por hebras-personas que se confrontaban y esquivaban en zig-zag, entrecruzando sus estelas, dejando rastros invisibles que yo veía en mi imaginación, tejiendo así efímeras redes siempre renovadas en forma y color, como cabos de lana que unas manos expertas supieran entrelazar con agujas demiúrgicas: una malla enhebrada de destinos. ¿Serían éstas las imaginaciones de un loco? Quién lo sabe. Pero no solamente eran esquinas, avenidas o intersecciones, sino que también y muy especialmente las elevaciones, las calles de los barrios ubicados sobre antiguas colinas pedregosas e incultas de matorral, que me permitían disfrutar de la contemplación de toda su longitud hasta su terminación y más allá, dando una maravillosa visión de conjunto (en la que descollaba el campanario de la Catedral) y una generosa oportunidad de contemplar parte de la morfología de la ciudad.
Pues hacia una de estas elevaciones había encaminado mis pasos. Éste era uno de los puntos más queridos por mí en tanto que panóptico y también por hallarse en su cumbre un bar con terraza. Alli me senté y pedí el segundo anisete de la mañana, ¡qué coño! ¿acaso no estaba de relax? Pues eso. Me repantigué en el asiento de plástico bajo una sombrilla a juego con la silla y la mesa (con la propaganda de una conocida marca de refrescos), estirando las piernas y sorbiendo del copazo el dulce anís, que me abrazaba con su calor desde el interior, produciéndome el mismo efecto que las mujeres que sabían dislocarme, abrazándome, abrasándome las entrañas, dejándome un rastro de fuego y una muesca (una más) en este castigado cuerpo y en esta castigada alma. Antes me acompañaba de un cigarrillo, rubio o negro, depende de las épocas, pero desde que leí a Céline en su Viaje al Fondo de la Noche donde decía que fumar era poco menos que de idiotas, me dio por pensar tanto que la idea de dejarlo creció hasta convertirse en algo eternamente pendiente por hacer. Sin embargo no lo hice hasta mucho después en que aprovechando el parón forzoso por una amigdalitis decidí dar el salto y alargar la abstinencia más allá de la enfermedad. Tras algunas recaídas al final lo conseguí. Lo extraño del asunto es que ahora que el cuerpo no me reclama su dosis acaricio la idea de volver a fumar. ¿Será que, como una vez me dijo una novia, soy persona apegada a los placeres y a los vicios? No lo creo. En realidad soy bastante contemplativo y espiritualista...no sé. La cuestión es que estaba allí degustando mi copazo contemplando la ciudad en aquella mañana de gloria cuando noto que me tiran de la manga y al mirar me encuentro con un pequeñuelo de no más de 4 años, mirándome fijamente con ojos marrones en expresión de pena. La boca se le torcía hacia abajo y toda la cara era la máscara de lo que se conoce como un puchero a punto de explotar.
-Hola amiguito, ¿qué te pasa?
En lugar de contestar el niño acntúa el puchero de su cara, amenazando con romper a berrear. Decido reaccionar antes de que eso ocurra.
-Mira, ¿sabes lo que tengo aquí? Pues un caramelo que me han dado para ti.
-¿Y quién te lo ha dado?
-Pues tu papá.
-Mi papá no eztá.
-¿Y tu mamá?
-Mi mamá eztá en mi caza, con la "epaita".
El niño cuando habla lo hace de manera muy expresiva: con voz cantarina, simultaneando el movimiento de los brazos con el de la cabeza.
-¿La"epaita"?
-Zí, mi "epaita"....e mu ziquitita y toma teta.
-¡Ah, tu hermanita! Oye, ¿y como se llama tu "epaita"?
- Zara.
-¿Sara?¿Y tú como te llamas?
-Lamón.
-¿Ramón?¡Qué nombre más bonito! Yo siempre quise llamarme Ramón, pero como mi mamá no se acordó de ponerme Ramón pues yo me puse panóptico.
-¿Panóptrico? Qué nombre más laro.
-Sí hijo, ala vamos, ¿quieres que te ayude a encontrar a tu papá?
-Zí.
-Pues has tenido suerte. Porque precisamente yo me dedico a buscar gente. ¡Soy detective panóptico!
-Vale...po yo voy al colegio y jubo con mi amigo Álvaro y tamién con Manuel Olivera y con Marta y....
Después de apurar el copazo cogí al niño de la mano y mientras le dejaba enrrollarse sobre los amiguitos del colegio, comenzamos a descender para ser un actor más de la calle a nuestros pies, dejando mis contemplaciones panópticas para mejor ocasión.
La calle era estrecha, larga y bajaba en zig-zag como si siguiera el antiguo cauce de un riachuelo: cerré los ojos y me concentré por si sentía las fuerzas telúricas emanando del oculto manantial freático. Algo creí sentir, aunque no sabría decir si fue el fruto de auténticas capacidades de zahorí o si por el contrario del segundo copazo de anís que hacía reverberar mi mente. La manita del niño, sin embargo, me agarraba para que no ascendiera como un globo cuando mi naturaleza panóptica se mezclaba con los vapores del licor. Íbamos por la margen derecha dejando atrás coches aparcados de diferentes modelos y colores entrecruzando nuestros destinos con los otros viandantes, siendo hebras de los dioses, con el niño contándome historias que crecían en mi imaginación:
-Y a mí me gusta jubar al pilla-pilla en el colegio...uyyy...pero entonces vino un lobo malo...
-¿Un lobo malo? ¿Y como se llamaba?
-Se llamaba Zispa.
-¿Chispas?,- traduje yo que ya empezaba a quedarme con los mudanzas lingüísticas de su habla- Jajaaaa,qué nombre más feo- dije entusiasmado, metiéndome en el mundo del niño sin darme cuenta.
-Sí, jajaja...pero entonces el lobo se enfada...uuuyyy....y dice: "¿¡Feo!? Mi nombre no es feo, es mu bonito...agggghh, te voy a comer!"
-Pero nosotros le cogemos al lobo Chispas de la cola y lo mandamos a freír espárragos, jajaja...¿a que sí Ramón?
El niño se mostraba encantado de coger al lobo Chispas de la cola.
-Zí zí, jajaaa, es que el lobo es mu tonto.
Entonces se cruzó en nuestro camino un perro grande y negro (¿o era un lobo?) que nos enseñaba los dientes con rabia.
-¡Hostia puta! ¡El lobo Chispas Ramón! - exlamé aterrado, el pulso me galopaba con brío por las estrechas venas -corre que nos da un bocao!
Sin embargo el niño Ramón se quedó parado en actitud de duelo frente al lobo negro, que empezó a hablar enfadado:
-Con que me vais a coger de la cola ¿eh? Auggghh, os voy a comeeerrr tengo mucha haaambre.....
Pero cuando el lobo Chispas se abalanzó sobre Ramón éste, con un movimiento rápido de cintura y dando un salto y una cabriola en el aire se puso detrás de él, aprovechando la nueva situación para cogerlo de la cola y, con extraordinaria fuerza y pericia, como si fuese un lanzador de martillo olímpico, lanzarlo a la estratosfera de la que no descendió.
Yo estaba mudo de asombro:
-¡Bravo Ramón, bravo! Lo has mandado a la luna, jojojo....
-Zí, adió lobito feo, lobito tonto, nana-nana-naaana...-canturreó el niño cuya cara irradiaba una felicidad franca, sin espacio ni lugar para otro sentimiento emboscado -lo he cogío y le ponío una patá en el culo y-y-y lo he mandao a la luna...jajá....
-No Ramón, lo has cogido de la cola y lo has lanzado muuuy lejos...
-Zí pero despié le he ponío una patá en el culo...
-¿Sí? Bueno bueno, no me he dado cuenta pero si tú lo dices....
-Zí, como al etatereste Marcianete.
-¿Marcianete?
-Uuuuyyy...zí, un etatereste que vino un día al cole y nos quiría quitar la pelota, pero yo y Manuel Olivera le dimo doz puñetazoz- aquí estiró sus deditos índice y corazón de su mano derecha para dejar patente que fueron dos y no tres o cuatro-, y despié tinía una cabeza mu grande... Uuuyyy...porque era un zupacabra...
-¿Un chupacabra?...¡ah sí!, hace poco vi un documental sobre los chupacabras, ¡qué feos son, con esos ojos rojos y esos colmillos con los que chupaba la sangre de las cabras!...¡pero también de los perros o las vacas! ¿Tú también viste el documental Ra....?- no pude terminar la pregunta porque sentí como algo, un cuerpo cálido, se encaramaba sobre mis espaldas. Al mirar por encima del hombro, vi la cabeza espantosa del chupacabras sobresaliendo por encima, mirándome a través de dos esferas rojas enormes y con sus dos largos colmillos, finos como agujas, preparados para puntear mis arterias del cuello y saciar su sed con mi sangre.- ¡Aahh, mierda,quítamelo, quítamelo de encima Ramón, quítame al chupacabras, quítamelo....!- Estaba espantado, sintiendo un miedo como nunca antes en toda mi vida. Tener al chupacabras en la chepa, tan cerca, oliendo su aliento fétido y escuchando un bisbiseo salivoso pegado a mi oreja, como si se relamiera al olor de mi sangre o como si el paso alterado de ella por las arterias abultadas de fluido vital le excitara sobremanera, era algo imposible de soportar sin caer en el pánico. El chupacabras pugnaba conmigo intentando reducir mi agitación histérica para así poder atinar con la arteria. Pero el niño Ramón ya se había movilizado en mi ayuda:
-¡Zupacabra Marcianete! Deja a mi amigo.-Le conminó con autoridad.
Marcianete lo mira, paralizado, momento que aproveché para tirarle un codazo con violencia que dio sobre un cuerpo mullido y acuoso (¿lleno de sangre?), arrancándole un aullido agudo de dolor, relajando la presión de sus garras el tiempo justo para huir de su lado. Marcianete, al que pude ver por primera vez en toda su dimensión de metro y medio, levantado sobre dos patas articuladas en sentido contrario a las nuestras, asierradas de saltamontes, viéndose burlado por la que creía su segura presa, sacó una lengua ofídica, larga, al tiempo que emitía una queja chillona y aguda de su redonda cabeza. Pero el niño Ramón no se amilanó:
-Te voy a pegar Marcianete otro puñetazo y-y-y te voy a lompe los colmilloz...
El chupacabras, que ya debía conocer como se las gastaba el niño Ramón y sus amiguitos del colegio, dio un paso atrás con temor cuando el crío dio uno adelante. Gritó de nuevo, erizándome el vello como cuando la tiza araña con su canto la pizarra, antes de impulsarse sobre sus dos patas en un salto poderoso hasta el tejado de la fila continua de casas que bordeaba todo el lado derecho de la calle. Allí chilló, con la silueta terrorífica recortada contra el azul mañanero, antes de desaparecer tras otro brinco alto y combado sobre la ciudad.
-¡Joder Ramón qué susto! Me cago....¿has visto que ojos tenía y qué colmillos?...¡La madre que lo parió!
-Zí...¡una vez Marcianete le quiría zupa la zangre a mi epaita Zara, pero yo le pegué un puñetazo en la narizota! Jo-jó....
El niño me contaba las muchas peleas que ya había tenido con Marcianete, que era un chupacabras muy malo, mientras el sol seguía su carrera por el cielo y nosotros nuestro descenso por la calle canija y flexible buscando al papá de Ramón. A diez metros, unos hombres morenos, huesudos, sin afeitar, tomaban cervezas apoyados en el poyete del ventanal abierto de un bar, disfrutando de la sombra que a esa hora refrescaba aún la acera del margen derecho. La del izquierdo estaba aplastada por la blancura caliente que derretía el pavimento a un palmo como si fuese una lasaña al horno. Delante nuestra andaba un tipo con la camisa abierta y un bañador azul con una franja verde fluorescente. Se dirigía con andares chulescos al grupo cervecero que lo observaba acercarse. Cuando llegó a metro y medio del ventanal se separó de él un hombre bajo con camiseta interior de tirantas, largas patillas negras y una cicatriz en el cuello que encarándose con el recién llegado se sacó de la espalda, prendido de la cintura del pantalón, un enorme cuchillo carnicero al tiempo que le decía con voz amenazante aunque baja, sin gritos, con los labios apretados por la rabia:
-Te voy a matar chivato.- (Ramón se asustó al ver la hoja brillante, apretando su cuerpo contra mi pierna.)
El otro se paró en seco dando un respingo mientras el patillas adelantaba el cuchillo rasgando el aire buscando su vientre. El otro corrió hacia la carretera soleada al tiempo que gritaba lastimero:
- ¡Rafael, estás loco Rafael! ¡Te equivocas conmigo: yo no he dicho ná Rafael, por mis muertos que no, que se muera ahora mismo mi madre si miento, Rafael, te lo juro!
Rafael, con el cuchillo en la mano, no decía nada, sólamente me miraba a los ojos que al apartarse huyendo el chivato habían aparecido ante su vista. Después miró al niño. Yo apreté la manita con fuerza y apartando la vista de los ojos marrones de Rafael seguí camino abajo dando a entender que aquello no era de mi incumbencia.
Ya lejos de Rafael y su cuchillo le pregunto al crío:
-¿Qué, como vas Ramón? ¿Estás bien? Vaya cuchillo que llevaba ése, ¿eh?
-Zí...y quiría matar al oto homme.
-Sí, pero el otro corría mucho ¿eh?
-Colía muzo, zí.
Los efectos del anisete se me estaban pasando y la calle zigzagueante estaba llegando a su fin, al corte transversal de otra calle que llevaba, si cogías al sur, a la plaza donde según dicen está la casa natal de un famoso pintor.
-Bueno Ramón, ya que no hemos encontrado a tu padre, te llevaré a casa por lo menos, a ver, ¿dónde vives?
-Allí-, señaló a una puerta marrón desportillada en el lado soleado de la calle. Cruzamos y llamé con los nudillos en la áspera y basta madera sin barnizar. Adentro se escuchó los lloros de un bebé, la epaita, supuse, y la voz joven de una madre desesperada que ya no sabía que hacer para que dejara de llorar. Al fin la puerta se abrió. Una figura oscura apareció bajo el dintel, más allá del cual, en el interior, todo eran penumbras ante mis ojos acostumbrados a la salvaje luminosidad de la calle. La figura se acercó y se hizo mujer, mujer castaña clara y ojos como la mar, guapa, que me miró con extrañeza hasta que bajando la vista se percató del pequeñajo Ramón.
-Pero y tú ¿dónde estabas? ¿eh? Me tenías preocupada niño, he llamado a la policía y todo...pero como se te ocurre irte así, ¿eh? ¿Cómo se te ocurre? Ya te cogeré después ya...
El niño rompió a llorar:
-¡Pero pero, estaba buscando a papá....!-el niño lloraba achicando los ojos y abriendo mucho la boca enseñando sus blancos dientes de leche.
-No le regañe señora, es un niño muy bueno y listo.... y muy hablador.
-Sí, sí, uy, hablar habla por los codos, bueno gracias por traerlo, aviada estoy si espero a que lo encuentre la policía...¡claro, como no es el hijo del Alcalde! .... a los pobres, como siempre, que nos den morcilla...
-Tiene razón señora, y con la cantidad de peligros que hay en esta calle...¡uf! ¡Vaya calle, entre el lobo Chispas y el chupacabras Marcianete, está uno como para andar sólo por aquí!
-¿Qué?
-Si, sí, pregúntele a su hijo, por cierto es muy valiente, a mí me ha salvado por dos veces...
-Pero... sí, bueno, muchas gracias ¿eh?, muchas gracias, adios, adios, vamos nene, entra, corre...
Y cerró la puerta con premura.
Yo me dirigí a mi despacho para darme una ducha en el minúsculo cuarto de baño y cambiarme de camisa, ya que por la espalda la tenía desgarrada por las pezuñas del chupacabras.
Mientras atravesada la plaza en cuyo centro había un obelisco conmemorativo en honor a ciertos héroes liberales del XIX, iba pensando en como sin quererlo había vivido una de las más peligrosas aventuras de toda mi carrera detectivesca.

viernes, 9 de junio de 2006

La carta (amor adolescente con final tragiporno).

Cuando a eso de las nueve de la mañana de vuelta de la panaderia abrí el buzón lo hice con ánimo tranquilo y algo escéptico, sin esperar nada que no fuese el cajón metálico vacío al tacto de mi mano como había sido durante los últimos días de las últimas semanas. Sin embargo, no fue así. Mis dedos se posaron en la calidez rugosa del papel de sobre, el sobre, que ya al tacto reconocí ( o quiso reconocer), con el que ella solía escribirme sus cartas desde Italia. El corazón me pulsó con ahogo en el pecho nada más intuir mi cerebro lo que mis dedos tocaban, intuición acertada que provocó el olvido del pan y del hambre que solía acuciarme por las mañanas a poco de levantarme. Ya en el ascensor subiendo hasta la 5ª planta leía el pliego de papel pautado con ansiedad feliz: ¡qué sensación tan maravillosa ese pellizco en el estómago cuando se recibe una carta de la chica de nuestros desvelos, esa chica por la que perdemos el apetito y por la cual nos vemos abocados a la melancolía!
En casa me senté delante de un café humeante y entre sorbo y sorbo sorbía con fruición cada letra suya. En realidad, y visto desde la perspectiva del tiempo, la carta en sí era una fruslería desde la primera hasta la última palabra (o hasta la penúltima frase como se verá) pero que en aquellos días constituía de una importancia capital por la influencia en mi estado de ánimo y sentimentalidad.
En su conjunto comprendí bastante bien lo que me contaba. Todo excepto la última frase: la que intuía era la de más importancia y enjundia, en la que se cifraba el mensaje clave, el motivo nuclear del escrito siendo todo lo anterior pura farfolla de relleno para dar volumen y forma. Pero no podía llegar a su significado a causa de tres palabras contra las que choqué y que me eran completamente desconocidas. La solución era sencilla, buscarme un diccionario, pero no inmediata, ya que el diccionario en cuestión, el habitual en aquellas ocasiones, se encontraba en la biblioteca municipal junto a las ruinas del teatro romano, en el centro de la ciudad. Así pues, sin más dinero que el sobrante del pan, me lancé escaleras abajo saltando como un gamo los escalones de dos en dos y de tres en tres con el pliego en el bolsillo trasero de los vaqueros acuciado por una agitación nerviosa y maldiciendo el sistema espacio-temporal que regía este mundo y que me obligaba a tener paciencia para la satisfacción de mis deseos.
Ya en la calle me dirigí a la parada del autobús, a la espalda del bloque de pisos que tenía enfrente, mientras pensaba qué diablos quería decirme la niña italiana de ojos zarcos en aquella última frase. Doce o trece personas esperaban cuando llegué. Ocupé mi lugar en la cola, detrás de una señora de unos sesenta años enlutada, que dejaba ver de rodillas para abajo unas piernas venosas y túmidas y unos pies deformados de hinchazón....(Te equivocas, la última de la cola no era la señora de luto sino un hombre alto con abrigo azul oscuro de tweed largo hasta las corvas, que te miró de reojo cuando llegaste; pero tú mirabas al suelo ensimismado posándose tus ojos sobre los pies tumefactos de la señora que seguía al del abrigo en la cola. Fue allí cuando dirigiste la mirada al cielo por primera vez y te diste cuenta del tiempo nublado, húmedo y frío y de que tú apenas habías salido a la calle con una camisa de algodón a cuadros. Te rebuscaste en los bolsillos del pantalón y tras constatar que el dinero no daba más que para un viaje en autobús decidiste echar a andar hasta el centro pensando que así entrarías en calor y que mejor sería dejar la comodidad del asiento para el camino de vuelta, rumiando el significado de la frase ya desvelada).....Me eché a andar feliz por la decisión que había tomado (que a él le pareció de una sagacidad extraordinaria) y con las manos metidas en los bolsillos y los brazos pegados a las costillas para retener el máximo de calor posible, dirigí mis pasos dirección este, a la biblioteca en el centro histórico. Dejando atrás barrios y calles mi mente seguía fija en lo mismo sin llegar a ninguna conclusión ya que la frase podía significar una cosa como su contraria, añadiendo matices muy dispares según las tres palabras desconocidas tuvieran un significado u otro... (Mientras se devanaba los sesos en tales cábalas, empezaron a caer leves y frágiles gotas del cielo plomizo; pero él no se daría cuenta hasta minutos después en que recordó como ya en la radio aquella mañana habían avisado a los ciudadanos sobre la conveniencia de salir de casa pertrechado de paraguas, conveniencia que él pasaría por alto en sus prisas por llegar cuanto antes a la biblioteca. Incluso recordó el alborozo que sintió al oir el parte meteorológico ante la oportunidad de quedarse en casa leyendo la novela de Hesse, Bajo las Ruedas, junto a la ventana, con el repiqueteo de las gotas golpeando los tejados como sonido relajante de fondo). Cuando levanté la mirada del suelo me sorprendió ver a mi alrededor el baile de paraguas, negros la mayoría aunque también de flores estampadas otros, que inundaban la acera. La ciudad se había oscurecido hasta parecer sus calles y avenidas decorados de una película en blanco y negro con luz tamizada por la cortina de agua oblicua que rayaba todo el paisaje urbano a mi alrededor. La lluvia arreciaba ya. Me apretujé contra la mole de cemento a mi derecha para que sus altas cornisas o sus bajos balcones me resguardaran en lo posible. Pero era inútil. Por mucho que reptase encogido por la pared la lluvia empapaba mi camisa de algodón, que ya empezaba a filtrar la humedad rezumante hacia mi piel, al ser escupida por el viento hacia mí. Hice lo único que podía hacer que era seguir adelante sin muchas esperanzas hasta que divisé a cien metros de distancia la generosa marquesina del cine Avenida que se ofrecía a la vista como un oasis deseado de sequedad y descanso, siempre que no te importe sentarte en sus escalones. El oasis era un rectángulo de acera de siete metros de largo por tres de ancho, sin contar los escalones (tres, que corrían paralelos a la marquesina) que llevaban a la entrada del establecimiento.
Cuando llegué al refugio tenía el pelo pegado a la cabeza de la que bajaba regueros de agua que se despeñaban por la nariz, despertando la curiosidad de los otros naúfragos...(Cuando llegaste había cuatro personas más a cubierto de las procelosas aguas que formaban torvas en los desagües anegados: una chica pelirroja y atractiva de pelo largo ondulado y buena alzada de pechos; un pimpollo entrajetado, que miró divertido tu aspecto lamentable y que portaba un maletín de piel marrón en su mano derecha; otra chica bajita y algo regordeta y un cartero de unos cuarenta, cuarenta y cinco años de ojos exoftálmicos, perilla puntiaguda cuidadosamente recortada y que con mirada de desolación observaba los grandes charcos ametrallados por ráfagas de gotas mientras hacía descansar sus manos sobre el carrito amarillo de la correspondencia. La presencia del cartero te recordó a ella): acodada en el alto velador de la discoteca con la copa de vaso largo delante de tus pechos generosos. Era verano. Llevabas una camiseta de tirantas de color verde oliva, como después comprobé, y algo en tus ojos me dijo que me acercara, que intentara ligarte que sería bien recibido aunque en realidad el ligado fuese yo. Venciendo mi habitual timidez me acerqué y te hablé al oído. Tú me contestaste echándome tu aliento, ese aliento que más tarde me tragaría, haciéndome cosquillas en la oreja. Fue la primera vez que escuché tu voz cálida y rota -¡tan italiana!- como filtrada por la arena de la playa, esa voz que después de hacer el amor dos veces en el balcón del hotel -en la habitación se quedarían tu amiga y mi amigo- y ya con el alba despuntando me contabas retazos de tu vida en Italia.....fuiste tan dulce...me gustó tanto tener tu cuerpo en mis manos, despojarte del sujetador, comer de tus pezones la savia de la vida, lamer tu sudor salado, sentir tu cabeza en mi pecho mientras te retorcías en mi sexo buscando tu placer...
-Perdone, ¿tiene un cigarro?- quién así interrumpió mis recuerdos de ti era una chica rubia de larga melena, muy hermosa, que debía haber llegado al refugio de la marquesina después de mí.
-No, lo siento- le respondí al mismo tiempo que me sacudía los bolsillos en demostración ostentosa.
El requerimiento de la chica me despertó el deseo por fumar...¡ah, qué placer echarse un pitillo mientras la mirada se perdía en los recovecos de tus recuerdos!, pero el quiosco más cercano estaba como a cincuenta metros al otro lado de la calle, la cual ya era un lago inabordable de aguas amarillentas que subían preocupantemente por encima de la acera. Por eso me sorprendió ser el único que estaba en un plano inferior, con la rubia preguntándome desde arriba, respecto a los demás que ya estaban encaramados al primer escalón del cine. Y es que la lluvia no cesaba, muy al contrario aumentaba su fuerza provocando murmullos de inquietud entre los robinsones del cine Avenida. La pelirroja y el cartero charlaban animadamente sobre lo desusado de aquella lluvia furiosa, a la misma vez que el pimpollo y la rubia hacían lo propio mientras fumaban sus cálidos cigarrillos americanos surtidos por el primero. Sólo la chica regordeta y yo permanecíamos incomunicados. Entonces, por las aguas marrones, que ya habían engullido el mosaico del pavimento, pasó el cadáver de un gato flotando flexible al albur de la corriente abajo- la calle del cine Avenida estaba en ligera pendiente sur- mientras todos nosotros seguíamos con la mirada su terrorífico y dulce dejarse ir. Instintivamente subimos hasta el descansillo del cine en cuya puerta un empleado con pantalón negro, camisa azul y corbata hacía guardia como para evitar que tomáramos al asalto el local. Las conversaciones se desataron nerviosas, dejándose traslucir una sombra de temor en los timbres de las voces, que al cabo de media hora, ya con los tres escalones desaparecidos bajo las aguas, se deslizaban francamente por la pendiente del pánico. Acuciados por ese pánico pasamos al interior del cine desoyendo las quejas del empleado que sin embargo no insistió demasiado, consciente de las circunstancias extraordinarias de aquel día que quedaría como el día del diluvio en la memoria de la ciudad. Una vez dentro todos se dirigieron al bar, nada más entrar a la derecha, en donde un camarero de camisa blanca y pajarita negra esperaba circunspecto las comandas del grupo de náufragos. Por mi parte, en vista de mis escasísimos recursos financieros busqué y hallé a la izquierda, frente al bar, un sillón de cuero tan mullido que cuando me dejé caer en él cedió hasta darme la sensación de descender hasta el suelo....(Desde esa posicion baja observaste el paso de la corriente casi al nivel de tus ojos, recordaste de nuevo al gato inerte, como si fuese de trapo maleable, y pensaste en que quizá había habido más víctimas aquel día: gente atrapada en coches, viejos sin fuerzas para resistirse a la fuerza de la corriente, niños, jóvenes fuertes y sanos sencillamente con mala suerte... la mala suerte de no tener un buen refugio como era el cine Avenida...un buen refugio hasta hace bien poco ya que el agua empezó a entrar por las rendijas del suelo y empezaste a preocuparte en serio por la situación. Pero cuando volviste la mirada alarmado hacia tus compañeros de infortunio, el espectáculo que se ofreció a tus ojos te dejó atónito y petrificado en el sillón.....) En el bar, la fiesta y la alegría eran desbordantes, algo imposible de creer poco antes, en que los rostros manifestaban pánico y miedo por el diluvio. Pero ahora, todos brindaban y bebían como beodos. Levantaban sus copas llenas hasta los bordes, acompañando al movimiento con frases ingeniosas y divertidas que provocaban las carcajadas de todos para a continuación vaciarlas con fanfarronería, entonces entraba en acción el camarero (completamente borracho como todo el mundo) que botella en mano volvía a llenar las copas una y otra vez. El pimpollo, por su parte, estaba matando de la risa a la rubia que no podía contenerse. Parecía una poseída en estado febril. El pimpollo le rodeaba la cintura con una mano, la cual la hacía descender hasta el culo cuando lo encontraba pertinente. La rubia entregada a su delirio parecía no enterarse de nada, o puede que le dejara hacer complacida, lo más probable. A la misma vez, la pelirroja y la gordita eran agasajadas por el resto de los machos. El cartero tenía agarrada a la pelirroja por un brazo, reteniéndola con una mano mientras con la otra la sobaba el culo y la atraía hacia sí para frotarse contra sus tetas de pezones puntiagudos. La gordita y el portero del cine, excitados por sus vecinos, se tocaban mutuamente, abrazados, jugando a obligarse a seguir bebiendo entre risas las copas que el camarero, ya sin pajarita y descamisado, les ponía delante. Yo no sabía que hacer. El espectáculo de la alegre comitiva me dejó aplastado en el sillón sin atreverme a mover un solo músculo por miedo a que me descubrieran allí, mirando. Sin ningún motivo aparente mi mano tanteó el bolsillo trasero de mis vaqueros, buscando el contacto con tu carta, cuya última frase, en la que tres palabras me cerraban el paso hacia ti, estaba envuelta aún en el misterio. Y lo seguiría estando, puede que para siempre, a tenor de cómo entraba el agua en el recinto por las rendijas. Mi estado de ánimo se ennegrecía a la misma vez que el de los beodos se desbocaba en una alegría cada vez más descontrolada. Como era previsible pronto pasaron de los tocamientos y los manoseos a los besos, besos impúdicos, salvajes, donde las lenguas penetraban y los labios luchaban con frenesí, mordisqueándose hasta sangrar. El ambiense se caldeó de tal manera que el calor les tuvo que resultar insoportable: las camisas, los pantalones y las faldas volaban y las chicas no permanecieron mucho tiempo con los sujetadores puestos. Pronto todo derivó hacia la voluptuosidad de la orgía. El pimpollo con su corbata a rayas como única prenda ya se encargaba de perforar por detrás el santuario de Venus de la rubia que al estar en posición inclinada hacia adelante permitía que trabajase con su boca el glande del camarero, el cual, con mirada de enfado placentero la imprecaba en la forma en que se solía hacer en estos casos: "Vamos puta, chúpala zorra, así así, ooohhh sí, continúa....." al mismo tiempo que bebía directamente de la boca de una botella de Whisky: derramó sobre la espalda de la chica parte del contenido, lo que fue celebrado por ella con un sonido ininteligible de su boca al tenerla ocupada de carne venosa e hinchada. La expresión de su rostro expresaba, sin embargo, un profundo deleite. El cartero, al cual la gordita se la mamaba con auténtica pasión, por su parte le comía a la pelirroja las tetas, que ya le sangraban por la voracidad salvaje del perilla ojos de sapo los cuales giraban enloquecidos en sus cuencas , mientras el portero agachado se encargaba del clítoris, que encontró jugosísimo. La pelirroja tenía transfigurado el rostro de gozo. Toda la estancia se inundó de gemidos, ayes, vaídos y expresiones procaces del tipo: "Vamos vamos, dale más a esa puta, todavía no está satisfecha la muy guarra...", o bien por el lado femenino: "Vamos cabrón, mátame de gusto, hijo puta..." que era como espoleaba la rubia al pimpollo que había cedido el puesto al camarero mientras él se tomaba un respiro en la barra y se reanimaba con una copa. La barra era el lugar de descanso en donde los hombres se recuperaban antes de otra sesión con otra chica diferente. Nada parecía importarles en este mundo, se encontraban en otra dimensión. Ni siquiera el agua que ya llegaba por los tobillos pudo sacarlos del histerismo del placer. Incluso gritaban "¡es el fin, es el fin!" cuando experimentaban sus orgasmos. Era como si se hubiesen hecho a la idea de morir, pero en vez de entregarse a los delirios y desórdenes del pánico, eligieran los del placer, que pueden ser aún más enloquecedores.
Pero mi instinto de supervivencia seguía intacto y el sentir el agua en mis talones fue como un latigazo que recibiera para que saliera del pasmo en que estaba sumido. Me levanto y observo el local. No había escaleras a la vista pero sí una puerta hábilmente camuflada y forrada de la misma moqueta azul oscuro de la pared en el ángulo izquierdo. Me lanzo hacia ella con el corazón en un puño. Por suerte no estaba cerrada. Más allá unas escaleras subían a lo que supuse sería la cabina del operador de cine. Mientras subía los escalones los gritos de los suicidas, que habían elegido una muerte rabiosamente placentera, se fueron amortiguando hasta desaparecer por completo cuando penetré en el habitáculo cuadrado en donde un hombre gordo dormitaba felizmente ajeno al fin del mundo. Lo zarandeé.
-Eh, oiga despierte, oiga...
Dando un respingo:
- Eh, qué... ¿Qué pasa?¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
-¿Pero es que no se enterado de que está lloviendo como en los tiempos de Noé, hombre?
-¿Noé? ¿De qué está hablando? Vamos salga de aquí inmediatamente, aquí no puede estar.
-Asómese a la puerta y mire, maldita sea.
El gordo, sin quitarme el ojo de encima se asoma a la puerta de la cabina, mirando escaleras abajo.
-¡¡Hostias!! Por Cristo, está todo inundado, y el agua no para de subir, me cago en mi padre! ¿Pero qué coño ha pasado?
-Pues que no ha parado de llover en tromba desde hace por lo menos tres horas. Joder ¡y a qué velocidad sube el agua!- dije asomándome a mi vez para comprobar con horror como el agua ascendía amenazante por los escalones.
-Shhh, escuche, ¿son gritos eso que viene de abajo?
- Esos no han querido salvarse; pero nosotros tenemos que salir de aquí como sea. Dígame por su padre que eso es una trampilla para subir al tejado.- le requerí señalando al techo, a un cuadrado metálico de color gris.
-Sí, rápido, acérqueme esa silla.
El gordo se subió en la silla que crujió bajo su peso. El techo era bajo por lo que pudo utilizar su hombro para empujar con todo su cuerpo hacia arriba. La trampilla cedió. La sorpresa fue total. En vez de una ráfaga de lluvia nos encontramos con el sol enmarcado en el recuadro metálico, hiriéndonos con sus poderosos rayos burlones. Sin embargo abajo el agua no paraba de ascender.

viernes, 2 de junio de 2006

El panóptico político: El debate sobre el estado de la nación de Naciones (catastrófico).

Ya antes de la hora fijada para el comienzo de la sesión los pasillos del Congreso se encontraban animados y bulliciosos, estructurándose, el bullicio, en un archipiélago de corrillos en los que se alternaban las discusiones doctas con el chascarrillo liviano, según caracteres e islote, que de todo hay en el gremio político como en la viña del Señor.
Para cuando llegó la hora acordada, el sr Marín, a la sazón Presidente del Congreso, ya se encontraba en su trono llamando al orden a sus señorías con esa forma suya tan particular de hacerlo, entre el fastidio y el cansancio, como si se viese en la obligación de llevar a cabo una actividad tediosa y nada gratificante.
-Señoras y señores diputados, guarden silencio por favor....guarden silencio sus señorías por el amor de Dios...guarden silencio.....Va a dar comienzo el Debate sobre el estado de la nación de Naciones....
-¡Catastrófico!-, se escuchó de pronto con rotundidad, sobresaltando a más de uno como fue el caso del Sr Llamazares que inmediatamente se arrojó al suelo con las manos entrecruzadas detrás de la nuca. El grito procedía de la cima de la escalera del pasillo central que dividía al hemiciclo en dos. Allí había un hombre (que tenía un parecido extraordinario con el sr Aznar, por cierto) que, desprendiéndose de un gabán gris, se quedó en bola picada al mismo tiempo que iba gritando mientras descendía por las escalera: -¡El estado de la Nación es grave, muy grave, comatoso diría yo!- A lo que la bancada popular, dejándose llevar por un impulso irresistible, se levantó en bloque para aplaudir y jalear al espontáneo exibicionista, mientras los de la bancada sociata hacían el tradicional "uuuuuu".
El sr Marín, a todo esto, no conseguía salir de su pasmo, y es que la visión del bigotudo con todas sus vergüenzas al aire le había recordado las salidas sorpresivas de los cómicos en el Un, Dos, Tres, en la época en la que él era Comisario europeo....¡ah, qué tiempos, con lo bien que estaba él en Bruselas (y qué pasta ganaba oiga), para al final terminar de director del circo nacional, en fin...! Cuando por fin logró reaccionar y sacudirse la saudade y la melancolía mandó a los ujieres que se llevaran de allí al boludo bigotudo, tras lo cual, sin embargo, no pudo proseguir la sesión ya que hubo de requerirse con carácter de urgencia al médico del Congreso para que atendiese in situ a la señora Vicepresidenta que había sufrido un síncopa por la mucha emoción vivida. (A día de hoy, dicho entre paréntesis, todavía se especula por los pasillos sobre si fue el enorme mostacho del espontáneo el causante de la indisposición de la sra De La Vega, o por el contrario fue otra cosa....,como creen los mal pensados, mayoría absoluta en este caso, lográndose un amplio consenso parlamentario como pocas veces en la historia de las Cortes).
En cualquier caso, tras pasada media hora y con Doña María Teresa ya completamente recuperada, pudo por fin el Presidente del Congreso dar comienzo a la sesión parlamentaria, dando el uso de la palabra al sr Zapatero para que abriera el tan ansiado debate, lo cual hizo de esta forma:
-Gracias sr Presidente. Señoras y señores diputados. Señorías: Compadezco por segundo año ante ustedes...."(comparezco, presidente, es comparezco)", -le apuntó Carme Chacón (sentada cerca de la tribuna) ventrílocuamente para que nadie lo notase-, ....eeh, sí...Comparezco ante ustedes, decía, para dar cuenta de la gestión realizada por el equipo de gobierno que tengo el honor de comandar. Y lo haré con datos. Datos claros. Datos diáfanos, elocuentes por sí mismos y que encierran además una gran belleza poética....Sr Solbes, ¿está preparado?- El sr Solbes, se levanta marcialmente:
-Lo estoy sr Presidente.
-Bien, vamos allá pues, - e imitando la línea melódica y la entonación de los niños de San Ildefonso, recitó así:
-¡En investigación y ciencia hemos invertido....
A lo que respondía el sr Solbes al mejor estilo sanildefonsiano, si bien con voz un tanto carrasposa de fumador carretero:
-...48 millones de euros!
-¡En viviendas sociales se ha incrementado la partida en....
-....120 millones de euros!
-¡Hemos conseguido en la seguridad social superávit de...
-....300 millones de euros!
-¡Incremento del fondo de pensiones en....
-....85 millones de euros!
-¡Hemos subido la productividad en...
-....un 2 por ciento!
-¡La economía española ha crecido un....
-....3 por ciento!
-¡Vamos a ganar las próximas elecciones por...
-....mayoríííaaaaa ab-soluuuuuu-taaaa!
Fue terminar de ejecutar el señor Solbes el largo calderón y escucharse un atronador ruido de palmas, voces y chiflidos en un auténtico delirio de alegría que conmovió los cimientos del Congreso, detectándose el foco sísmico en la falla sociata. La pepera por su parte se desfogaba de indignación en abucheos y críticas, algunas destempladas, por lo que consideraban que era una actuación lamentable, una más, de este gobierno.
El sr Zapatero, aún en la tribuna, quiso continuar:
-Para terminar decir.....
-Sr Zapatero, perdone que le interrumpa -intervino Marín-, pero así no se puede trabajar, con este nivel de ruido es imposible.... señorías guarden silencio.....les ruego a los señores diputados guarden silencio, por favor- suplicaba a punto de llorar-...señorías, silencio....señor presidente, por favor, cuando quiera.
-Gracias sr Presidente. Señorías, para terminar constatar tan solo un verdad indiscutible; una verdad indiscutible e incontrovertible; una verdad como no la hay otra: la verdad de que este gobierno es el que más premios gordos reparte y ha repartido en toda la historia...¡y lo va seguir haciendo, señorías, lo va a seguir haciendo! Muchas gracias, sr Presidente, señoras y señors diputados.
Aquí fueron las bancadas nacionalistas las que obsequiaron al Presidente del Gobierno con un largo y sonoro aplauso. Hasta Otegui, que seguía el debate por televisión en buena compañía tabernaria en el Bar Culebra, en su aldea natal, palmeó compulsivo mientras se dirigía a los camaradas "En verdad que con éste nos ha tocado la lotería....jajaja...ni cárcel ni nada...jojo...y encima dentro de nada seremos Nación y en pocos años la independencia, ¡Viva Zapatero!", "Viva, viva" coreaban sus compinches.
Pero en el Congreso el sr Marín ya despedía a Zapatero e invitaba a Rajoy a ocupar la tribuna de oradores:
-Muchas gracias, sr Presidente del Gobierno. Tiene la palabra el líder del partido popular, sr Rajoy. Sr Rajoy, cuando quiera.
D. Mariano se acerca de la tribuna con paso tranquilo, bebe del vaso de agua que un ujier le pone en una esquina, a su derecha, hace algunos movimientos de lengua como para despegarla del paladar o desenrrollarla, tan larga es, y comienza:
-Muchas gracias sr Presidente. ¡Señorías! Hoy hemos escuchado aquí, en esta misma tribuna en la que yo me encuentro ahora y desde la cual grandes discursos han sido pronunciados por grandes parlamentarios que nos han precedido y que jalonan la historia de España, hemos escuchado digo, de labios del sr Presidente del Gobierno.... milongas....sí sí ....milongas....Hoy el sr Rodríguez Zapatero ha comparecido...comparecido sr Zapatero, no compadecido, ("uuuuuuuu..."- se escuchó desde la bancada socialista-), pues ha comparecido en esta cámara para contarnos milongas....¡milongas!...cuando lo que la ciudadanía reclama y espera de su presidente es que les cante boleros ("uuuuuu...") sí sí, ya verán ya, tengan paciencia, boleros sr Zapatero, boleros a España, a nuestra historia, a nuestra Nación, a lo que somos, queremos y podemos llegar a ser. Por eso yo, sr Presidente del Gobierno, le voy a cantar a usted algo más que las cuatro verdades del barquero. Y además se lo voy a cantar así:
(Y aquí el sr Rajoy se puso a cantar efectivamente un bolero con voz muy sentida y atiplada)

-Oh España, España,
No te mereces un gobierno
Que con terroristas pacta.
Ni un presidente que la Nación
-¡Nación sacrosanta!-
Despedaza,
Sino uno que, como yo,
Su querencia, sin rubor,
te declara.
¡Y luego a los españoles
Engañar pretende,
Diciéndoles que la división
Fortalece!
Pero este hombre
¿de qué mal adolece?
¿será bobo, bobo solemne?
¿o por tales a los españoles
Tomar quiere,
despreciando su natural valiente?
Sr Rodríguez Zapatero,
Si servir a España no sabe
(que hasta su nombre
Quitar quisiera del AVE)....
Sr Rodríguez Zapatero,
Si de España no quiere ser
Su fiel amante
Para hacerle el amor
Todos los días con bizarría
Y aguante,
Entonces, ¿a qué desposarla?
¿Para amargarla?
(el agua de sus ríos)
¿Para dinamitarla?
(en lo recio de sus montañas)
¿Para enfriarla?
(el ardor de su sangre)
O para destruirla
(despeñándola en el vacío)?
Sr Rodríguez Zapatero,
La hermosa España
No se merece tanto maltrato
Sino alguien que la respete,
Alguien como yo, Rajoy,
¡Don Mariano!

Muchas gracias sr Presidente, señoras y señores diputados.

Ensordecedor fue el aplauso que siguió al bolero del líder de la oposición. En esta ocasión fue la falla pepera la que puso a prueba los cimientos del Congreso. -"¡Bravo, Bravo! Mariaaaaano, Mariaaaaano....." ,-coreaba la pepería extasiada. Pero mientras el grupo popular se dejaba llevar por el desvarío, en los bancos que ocupaban los diputados de ERC se vivía una escena muy distinta: el diputado Puigcercós estaba blanco como el papel, tanto escuchar la palabra "España" le había indispuesto. Algo parecido le ocurrió al diputado Tardá que bramaba como un oso llevándose las manos a su extensa barriga, sufriendo de horribles ardores, aunque habría que decir que, aún siendo estridentes los bramidos de Tardá, no llegó a superar los decibelios de la voz enloquecida de Llamazares que gritaba hasta salírsele las venas del cuello:
-¡Viva la segunda República, abajo los fachas! ¡¡¡Viva la segunda Repúblicaaaaaaa.....!!!
Otegui mientras tanto, a muchos kilómetros de allí, escupía a la pantalla del televisor cada que vez que el cámara enfocaba a Rajoy. "A ese tío habría que pegarle dos tiros, coño," "Yo le vaciaba el cargador en la cabeza", añadía un compinche con expresión de odio infinito.
En el Congreso, unísono en el tiempo a los buenos deseos de Otegui y sus secuaces, el caos ya era absoluto, obligando al sr Marín, que se tiraba de las barbas desesperado por el poco caso que le hacían, a suspender la sesión hasta el día siguiente. Pero la reanudación del debate no trajo consigo nada reseñable: el típico peloteo de los grupos minoritarios de la oposición al gobierno por ver cuántos cuartos le podían sacar, por lo que este cronista parlamentario se abstendrá en gastar valiosos bits que pueden ser utilizados más provechosamente en otro lugar. Desde el Congreso, eso fue todo. Saludos cordiales.