miércoles, 27 de septiembre de 2006

Paréntesis.

Yo (que todas las tardes en el parque de los ánades veía cogidas de las manos a las señoritas contemplando entre los arrebolados pinos de nímbeas copas sangrientas los patos que con paso excesivo y absolutamente ridículos revoloteban por las cuencas vacías de los forasteros en mi cerebro de mi interioridad, venidos de extraños e ignotos lugares para contemplar, in situ, los traseros y exultantes pectorales de las señoritas agarradas de la mano, besándose, magreándose ante los viandantes del parque, extrañados como si contemplaran un cerdo desangrándose abierto en canal, para luego meter las cabezas en sus palpitantes vientres y devorar, devorar, devorar para luego vomitar, esputar entre cinismo cruel de distintos pelajes extraordinarios en los mentideros de los zoológicos de las matronas y los manolos borrachos de chulería barriobajera y sopapo rápido en plena jeta a sus sacrosantas esposas antes de marcharse silbando carretera bajo camino del picadero para vaquear un rato a alguna chati exótica que supiera bombear bien el élam, toda esa vía láctea saliendo a borbotones por los albañales de la cloacas infectas de los estados y los gobierno, nido de conspiraciones corteses, reunión de lobos echados sobre el mapa de la Nación diseñando la estrategia de caza a seguir al través de los umbríos bosques, sombríos, ennegrecidos bosques brunos, hasta encontrar el calvero en el mismo centro de él, que lo mismo pudiera ser un lateral en escorzo, para espiar entre el frondoso ramaje el baile de las furcias furias desnudas, con sus chochos al viento, oreando la cueva, el oquedal, el humedal, el tremedal en donde es tan fácil perderse, en donde se ansía perderse tragado por un agujero negro que empieza en la punta de la picha encabritada, una leve mancha oscura en la punta del glande, para extenderse, inficionándolo todo, deglutiendo a machamartillo, baqueándome, tragándome en una una fría, helada y negra pez, como el fondo de un Océano en libre movimiento de las olas y las infinitas causalidades combinadas en el cubilete de Dios, dados que son caminos, jugadas que son destinos, perdido continuo en el resplandeciente y nimbeo infierno coralino donde nada es real porque es inasible, inaprensible, una puta malla, la puta maya, que te ha de arrancar los ojos para no ver, barrenar los oidos con algarabía para no oír, comer tu lengua para no pronunciar el Logos, el Fiat creador.....Es preciso, sí, es preciso coger la almádena y machacar, romper las piedras, los muros, las murallas, sí con mi almádena siempre al hombro y el corazón galopante, orgulloso, aristocrático, en el centro del pecho y mi hígado, mi columna vertebral que vertebra mi alma con el último rincón de un cuerpo todo electrizado, sensitivo en grado sumo, percibiendo, percibiendo, olisqueando, aventando el aire como el animal hecho hocico, toda el alma en la punta del hocico como un duende que viaja a través de grandes distancias y percata el chocho exorreico en el mar de la muerte, feraz en muerte infinita, y toda su vida consiste en eso en aventar para vivir y vivir para morir.....) tengo sueño. Me voy a la cama.

sábado, 16 de septiembre de 2006

Cuento Oral Africano: Hambre y Saciedad

En el seco, cruel y devastador desiero de salvaje austeridad, extremoso en los días de sus noches, una madre de mirada gacha y perdida en el polvo ocre, desfalleciente, desesperanzada, acoge a un niño, su hijo, en sus brazos, haciendo de ellos y de su cuerpo encorvado, una protección, una muralla, un cortafuegos al viento incendiado que rezuma de la tierra elevándose del polvo derretido, o un cortafríos a la ventisca helada de las noches de descanso escaso y pensamientos más negros que su negra piel de ébano.
El niño tiene hambre. Ella lo sabe. Tiene hambre como todos los niños de vientres abultados de vacío, de injusticias y de vergüenza que llenan el campamento improvisado con sus lloros y lamentos, con las bocas abiertas, arracimadas en las comisuras moscas como un tumor viviente y ávido, lamiendo, voraces, con sus largas y filiformes lenguas pilosas la humedad salada que resbala por las mejillas brunas, o la escasa saliva blanca que se se filtra a través de los blancos y diminutos dientes.
Mientras tanto, sus padres, el que lo tenga y no haya terminado aún de pasto de los numerosos carroñeros, terrestres o aéreos, que merodean por aquellas soledades, están librando una de esas guerras civiles que se suceden sin solución de continuidad, que van heredándose de padres a hijos, de generación en generación como una maldición bíblica, como algo de lo que se ha perdido el sentido por trivial, si alguna vez lo tuvo, el porqué, la razón. En el mundo hay guerras, siempre las ha habido, y eso es todo.
Además, ¿qué le importa a ella como acabará, si no acabó ya, el padre del niño que mece en sus brazos? ¿Acaso lo conoce ella? Cualquiera de aquellos soldados que una noche de hace cinco años, una noche como fueron otras muchas, con pesadas armas en las manos entraron como bestias de corazones rebosantes de crueldad y frío en las chozas, haciendo salir a todas las mujeres para violarlas alternativamente y matando, por puro capricho, a algunos hombres que no habían hecho otra cosa más que resignarse en silencio.
De todas aquellas orgías de maldad tuvo varios embarazos y otros tantos alumbramientos de los cuales sólo aquel retoño que abrazaba contra su pecho de ubres secas era único tallo tierno (aún con vida) de toda una suerte de desgraciados ramales que dio su fecundo vientre.
Todo el campamento era una misma historia, su historia. Todo el campamento estaba lleno de madres con hijos hambrientos en sus senos exhaustos, hijos del abuso, del odio, de la crueldad y el dolor. Casi ninguno del amor. Eran hijos de todos los hombres del país, zona, lugar, pedazo de tierra o lo que fuere, hijos de una tribu o de otra, de una etnia o su complementearia, de una facción o su contraria, daba igual, todos hijos bastardos salidos de las arenas inclementes del desierto.

-Mamá, ¿de donde viene el hambre?- preguntó un día aquella talla pequeña y negra, como un ídolo, salida de sus entrañas.
La madre lo miró con indiferencia sin saber y sin tener ganas de contestar.
-¿Por qué tengo hambre? -insistió el niño.
La madre levantó la mirada y vio al milano cazador trazar círculos recortado en el azul poderoso, y al buitre planeador de largas alas dentadas en su paciente espera, y recordó la tarde en que la sombra de otro, reptando oscuro por la tierra, alteró los pulsos infantiles de los niños (sí, alguna vez ella fue niña, recuerda) que bajo la sombra del árbol en donde solían escuchar las enseñanzas de las Escrituras del Sagrado Libro, oyó el cuento de Hambre y Saciedad que con benevolencia les contaba el maestro que iba de aldea en aldea aventando en lo posible las semillas del conocimiento, por si alguna llegara a fructificar como oasis en el desierto.
El recuerdo del maestro la animó a hablar:
-Pues verás -empezó la madre-, un día que Hambre y Saciedad, que eran muy amigos en aquella época llegando a ser casi inseparables, no como ahora, iban paseando por un valle en donde crecían árboles cargados de frutas, vieron como un genio se paraba frente a una piedra grande que estaba, justamente, a la sombra de uno de estos árboles. Entonces el genio se detuvo y gritó, fuerte, unas palabras mágicas que hicieron que la piedra se moviese....brrruuu..... sí, y es que en aquella época en que Hambre y Saciedad iban juntos por la tierra, las piedras se movían y muchas más cosas fabulosas y buenas ocurrían. Bueno, pues entonces como te decía rodó la piedra dejando paso a un estrecho y oscuro túnel en donde penetró el extraño duende, tras lo cual la piedra, ella sola como antes, volvió a su lugar como si nada hubiese pasado.
Los amigos, como comprenderás, se quedaron maravillados y sorprendidos, y decidieron esperar a que saliese el duende para entrar ellos en la cueva, ya que sentían gran curiosidad por lo que aquel pudiera ocultar allí; ¡seguro que grandes tesoros!, y es que era normal que los duendes escondieran cofres llenos de oro y joyas en las entrañas de las cuevas.
Al cabo de un rato oyeron de nuevo el sonido pedregoso de la piedra surcando la tierra, y vieron al duende salir de la oscuridad a la luz, y alejarse presuroso, porque los duendes siempre llevan prisa, no sin antes comprobar que el enorme canto volviese a su lugar, como así ocurrió. Entonces cuando vieron que se perdía de vista, pronunciaron las palabras mágicas Hambre y Saciedad, y entraron a su vez y..... ¿sabes que encontraron allí? Pues mucha comida, ¡sí!, muchísima, de todas clases y de todos los lugares del país. Así pues comieron carnes sabrosas de todo tipo de animales así como de aves, y frutas, y también cereales y leche y miel y todo lo que puedas imaginar.....Pero ocurrió que mientras Saciedad se hartó pronto del festín, sintiendo su estómago lleno y pesado, Hambre, por mucho que comía, no se satisfacía nunca, por lo que el primero empezó a sentir temor a que volviera el duende y los sorprendiera allí. ¿Y entonces qué? ¡Quién lo sabe! Nadie, aunque rumores corrían sobre la crueldad que demostraban los duendes contra los ladrones de sus riquezas. "Vamos Hambre, marchémonos ya, el duende debe estar al llegar, vamos te digo", le acuciaba su amigo. Pero Hambre no podía parar de comer, ¡a saber cuando se presentaría otra oportunidad como aquella de comer tantos y tan ricos manjares, ni hablar! Pero se hizo de noche y a Saciedad le dio miedo de verdad por la vuelta del duende que creía estaba al caer. Así pues, después de intentar por enésima vez convencer a su amigo de que se marcharan no consiguiendo más que el mismo aplazamiento sin fin, decidió irse él solo.
Y....¡en efecto! Al poco de salir corriendo de allí, ¿sabes quién llegó?....¡El duende! Sí, y se enfadó mucho al ver al intruso, a Hambre, e intentó matarlo con su cuchillo. Pero Hambre, cuando estaba a punto de ser rebanado su cuello como un pollo, esquivó al puñal y echó a correr hacia la entrada de la cueva de la que salió afuera perseguido por el duende. Y así estuvieron corriendo durante muchos días, Hambre delante, cada vez más cansado, y el duende detrás que ya le daba alcance. Entonces cuando ya Hambre casi podía sentir el aliento del duende sobre su espalda, éste vio como un hombre bostezaba y arrojándose desesperado, ya casi alcanzado por el duende, se introdujo en la boca del hombre viniendo a vivir desde entonces en los estómagos de las personas para siempre.
Y, por eso, hijo, tienes hambre.
El niño estaba maravillado por la historia que su madre le había contado. No se le ocurría nada que decir. Sintió a Hambre en su estómago y comprendió que no quisiera salir de allí nunca por miedo a que lo matara el duende.
La tristeza, después de la breve excitación que el cuento, como a todos los niños, le había producido, retornó a su expresión, espejo de su alma, hasta que, en un momento de infantil y oscura intuición, formuló la pregunta clave que había asaltado su mente como un relámpago que restallara fugaz en la noche:
-¿Y Saciedad, donde está?- Preguntó casi con ansia.
-¿Saciedad? Saciedad se marcho al Norte y ya no volvió.

Entonces el niño deseó ir al Norte y buscar a Saciedad. Y ya no tuvo otro deseo.