martes, 3 de julio de 2007

Criosis II

I. Matar al Borbón.

1.
El último sol de la tarde, como traído por la suave brisa, llegaba cálido a mi cuerpo tumbado sobre la arena de la playa.
Las nubes pasaban a retazos algodonados a través de la estrecha rendija de mis párpados: una fina línea acuosa apenas perceptible.
Me sentía relajado si bien al mismo tiempo aplastado por un mar que aunque en calma presionaba en los oídos con su gran masa de agua danzando sobre las profundas cuencas oceánicas.
Ella estaba de canto con su busto maravilloso apenas contenido por el bikini blanco, punteándome las costillas con sus pezones duros. Su mano, delicada, huesuda y tibia, acariciaba mi pecho jugueteando con el pelo rizado. Era una buena hembra, la mejor que había tenido nunca pero pronto habría de dejarla, a ella y a todo lo demás para embarcarme a Europa. El Jefe (nos habíamos acostumbrado a llamar así al antiguo compañero) me había encomendado una misión que comprendía sería la última. Todavía resonaban en mi memoria sus palabras enfáticas: “¡Matar al Borbón!” Sí, matar al Borbón y luego desaparecer. Decían que me proporcionarían un retiro de oro en alguna isla, bien escondidito para no llamar la atención, pero yo sabía que una vez hecho el trabajo, el compañero, el mismo con el que compartiría confidencias, copas… me descerrajaría un tiro en la cabeza y me tiraría al mar con zapatos nuevos de forja. Ahí, bien escondidito, para no llamar la atención. En realidad el propio jefe lo había dejado caer mientras me servía el mejor ron añejo que se guardaba en el palacio presidencial, que era por descontado el mejor que el país producía:
“-Ah, mi improsulto Fonseca, la vida es una mierda, sí, la mía también, y la tuya, no te engañes. Nuestras vidas no valen nada, así tomadas individualmente, nada..quién sabe si mañana mismo ya no estemos aquí… pero la Nación y la Revolución lo son todo; representan la idea de justicia más grande que ha sido capaz de generar la humanidad, y nuestra tarea, sublime y suprema en su cara, difícil e ingrata en su cruz, es la de hacer que la idea encarne, se manifieste, sea una realidad palpable que afecte a las generaciones venideras, liberándolas por siempre del sometimiento y la esclavitud. Piénsalo, amigo, la liberación de la humanidad en un futuro más justo y mejor, ¿no te parece?, claro que sí; pero para ello se necesita del sacrificio de hombres decididos, conscientes de que mejor que morir como un viejito de un ataque al corazón o atropellado por un jaranero incapaz de distinguir una luz verde de una roja es hacerlo por una idea, por un propósito noble…eso en el caso de que algo saliera mal, que no será… está todo perfectamente planeado y contarás desde el principio con gente de allí (ya sabes) que te proporcionarán toda la información necesaria, la cobertura y el arma. Todo lo hemos acordado a través de los exiliados que aquí viven. Será el mes que viene, está previsto que su… majestad, ¡ja, su majestad!..bueno, inaugure un museo en una ciudad del sur del país que ahora no recuerdo, los detalles te los dará después el coronel Ochoa…¿Que qué diantres tiene que ver el Borbón con todo esto?, te preguntarás; ay, amigo Fonseca, me temo que mucho aunque no en apariencia, porque su influencia no es directa como antaño lo fuera la de sus criminales ascendientes, sino oscura como una sombra. Su importancia, Fonseca, está en el símbolo, en la fuerza arquetípica que como un parapeto actúa conteniendo las energías liberadoras de nuestros espíritus, nuestras almas, nuestras mentes, aprisionándolas; ¡debemos destruir tan nefasta influencia, hacer saltar los diques inconscientes de nuestra querida América: debemos matar al Borbón, Fonseca, matarlo de una vez y para siempre, arrancarlo de nuestros corazones y nuestras almas, redimir nuestro servilismo interiorizado, Fonseca...!!”
Por supuesto yo, Aníbal Fonseca, estaba de acuerdo con todo lo que había dicho el Presidente, cuyas palabras desde aquel día menudearon en mi conciencia con terquedad, maravillándome con la sabiduría de aquel hombre que el destino nos había traído para guiarnos, siempre inspirado, hacia la libertad auténtica y la justicia. Eran palabras profundas que revelaban un hondo conocimiento de la psique humana, conocimiento puesto al servicio de la Revolución, por la cual juré un día dar mi vida si fuese preciso. Ahora tendría la oportunidad de cumplir mi juramento. Ya estaba todo decidido y a punto: mañana partiría, y aún no se lo había dicho a Elvira. Tendría que hacerlo esta noche durante la cena.
Las nubes seguían su viaje hacia el este, puede que cargándose de humedad para descargar la tormenta sobre la vieja metrópoli...

2.
-Mañana viajo a España -le dije. Un niño, dos mesas a nuestra derecha (más bien a la mía) se negaba a comer por mucho que su madre se prodigaba en cariños y en esperanzas de golosinas si accedía a comerse todo el pescado.
-¿A España?, no sabía nada-. Llevaba un bonito vestido de seda color crema en donde rosas pálidas parecían flotar abiertas, como lotos sobre su cuerpo atrayente.
-Sí, mañana por la mañana. Me lo han comunicado esta tarde mismo -mentí-. Ya sabes como son estas cosas.
El café humeante y la copita de ron de después de la cena me hicieron sentir satisfecho.
-¿Y para qué te mandan allá?- La pregunta reflejaba en la voz lo que se traslucía en su rostro: mezcla de inquietud y fastidio. Su pelo negro caía sobre los hombros tersos y bruñidos, caribeños, hasta los pechos morenos y prietos en el escote, el cual subía por las clavículas marcadas dejando un hendidura palpitante y estrecha en el centro del esternón hasta encontrarse bajo la nuca, en donde se anudaban abrazando el cuello.
-Cosas de trabajo, ya sabes que no puedo hablar de ello.
-¡Como! No sería la primera vez, ¿o es que acaso he dejado de ser la compañera de Partido para serlo tan solo de cama?
-Sabes que no, pero esta vez no te puedo contar nada, si hay alguien que lo entiende eres tú, la revolucionaria más guapa e inteligente de todo el país.
La verdad era que la amaba. La amaba, y ese sentimiento que había estado ahí siempre de manera difusa, arrinconado a la sombra de la realidad política en la que vivía entregado en cuerpo y alma, se revolvía ahora con una ferocidad que me prendía dolorosamente en las tripas. Ahora que todo se iba a acabar para nosotros, para mí, una ola de sentimentalismo que en otra época lo habría desechado como impropio, me inundaba sin que tuviera el más mínimo deseo de llevarlo a dique seco.
-¿Te envía el presidente?– Se acercó el vaso a los labios húmedos (crepitó el hielo) y bebió mientras seguía escrutándome con sus ojos verdes de animal selvático.
-¿Quién si no, mi amor?
La madre del crío, ante la porfiada negativa de éste a comer, pasó de las promesas a la amenaza franca, lo que provocó que el mocoso rompiera a llorar con estridencia.
Ella acercó la cabeza (¡qué ganas tenía de llegar a casa!) y con su mano fina de dedos largos y elegantes tomando la mía dijo bajando la voz:
-Escucha cariño, hace tiempo que me ha dado por pensar que el presidente ha cambiado, no es el mismo de cuando luchábamos llevando la revolución a las calles, ¿te acuerdas?, -“¡como no me voy a acordar!”, pensé-, está más fatuo, presuntuoso, está perdiendo el contacto con la realidad, lo noto como ido… sí, es cierto, que las cosas no están saliendo del todo como pensábamos, los problemas son muchos, pero no sé…-yo iba negando con la cabeza-, sí mi amor, el poder lo ha trastocado, siempre dicen que a ellos no les pasará pero al final acaba pasando, y temo que la Revolución se empantane…y luego está lo de Esmeralda y el chusco asunto con el español ese… ¡el impostor de mierda!…no sé, lo veo nervioso y obsesionado, y temo por ti, que se le ocurra alguna idea, ¡ay, no sé mi amor!, rara, desatinada…
La madre del crío, en vista del estropicio desatado por el niño, echando tímidas miradas al comedor, se sintió avergonzada e intentó calmarlo prometiéndole de nuevo regalos y golosinas.
Yo nunca tuve hijos. Ya no los tendría…en fin. Tras unos segundos me volví hacia ella:
-Es cierto que anda extraño últimamente pero es mucha la responsabilidad que tiene, que tenemos todos, no olvides que una vez elegimos sacrificarnos por el pueblo, que debíamos dar ejemplo, ser los primeros en desbrozar las veredas por las que las masas transitarían, ¡la vanguardia! nos llaman aún. Sí, no anda bien de humor y el carácter a veces le sale como el vinagre, pero sigue igual de inspirado, con el mismo empuje de cuando éramos jóvenes, sigue siendo el líder necesario…y ha tenido una idea genial, profunda, que puede suponer una galvanización en las conciencias de todos los pueblos de América, algo que azote nuestros yugos atávicos…-suspiré; si seguía hablando al final terminaría contándole lo que de ninguna manera debía saber, al menos no por ahora- en fin, sigamos confiando en él, ¿no crees?
-Sí, pero no comprendo nada de lo que me dices, quiero decir que no veo la relación de eso con lo que pudieras hacer en España-. Se echó hacia atrás, triste.
Me incliné hacia ella cogiéndole la mano de la que tintinearon pulseras indígenas (ella aseguraba que del pueblo al que debía la mitad de su sangre) rodeando sus muñecas.
-Anda, vamos a casa.
Nos levantamos.
El niño me miró acercarme. Era moreno, con ojos muy oscuros y brillantes a causa de los pucheros. Del bolsillo de mi pantalón saqué un llavero nuevo con la bandera del Partido y de la Nación fusionadas por la mitad. El crío lo miró atónito sin expresar ninguna emoción en particular. Yo lamenté no haber tenido algo más apropiado. De pronto me sentí abatido. Le hice una mueca de resignación; le sonreí y seguí la estela que iba dejando el precioso trasero de Elvira camino de la puerta.
Salimos a la calle y nos topamos con una luna imperfectamente redonda, pálida y fría como la cara de un ahogado. Estaba suspendida en el oscuro cielo sobre un mar inquieto y rugoso bajo su luz, que era traída por las ondulaciones hasta casi la misma orilla de la playa en que las olas las hacían trizas plateadas. No fueron conscientes de sus reacciones similares pero allí se quedaron con el ánimo suspendido viendo aquella luna helada y fantasmal que él observará desde otra latitud, a muchos kilómetros de distancia. De alguna forma yo intuía la naturaleza de su misión. No solo había sabido leer en los gestos, miradas, reacciones, y frases a medio terminar de él, sino que además añadía a ello el conocimiento de los entresijos del gobierno y sus operaciones secretas, de los anhelos y evolución personal (para peor, a mi juicio) del presidente.
Una ráfaga de brisa fresca y salobre venida de las lejanías oceánicas que contemplaba me sacó de aquella especie de ensoñación:
-Por lo menos cuando estés allá siempre podremos mirar la luna, que será la misma…
Me dijo pensativa. En aquel momento, delante de la puerta del restaurante, importunando a los que entraban y salían, creo que ella supo que no volveríamos a vernos, que nuestra historia sencillamente había terminado. Pegó su cadera a la mía, me cogió la mano y la guió alrededor de su cintura, prieta y suave bajo el sedoso vestido, y caminamos a mi apartamento, dos cuadras tierra adentro, en silencio, aunque ansiosos por llegar.

3.
Era muy consciente de que sería la última vez que desabrocharía los nudos de aquel vestido que caería deslizándose suave por su piel, la última vez que sentiría morir ante aquel busto majestuoso de pronto descubierto contenido por un sujetador blanco de puntillas, la última que anheloso se lo quitaría, casi lo arrancaría, para acariciar con mi boca sus pezones duros como chupetes de bebé, esconder mi boca en el hueco de su cuello, entre la fragancia de su pelo mientras mi mano con suavidad le acariciara su sexo, ¡qué delicia!, nada hay más hermoso que el cuerpo de una mujer embravecida y retorciéndose entre tus brazos, gimiendo con los ojos cerrados y el pelo revuelto, sojuzgándola, sometiéndola y al mismo tiempo amándola infinitamente…hasta la muerte final, y la tranquilidad. Entonces el remanente de la pasión hará que vuelvan las caricias suaves acompasando a los pensamientos pertinaces sobre lo que vendría, los exámenes de conciencia, los balances de mi vida, a veces positivos, a veces negativos, y la búsqueda de razones en los momentos, cada vez más frecuentes, de flaqueza con que realizar con éxito la misión encomendada. Así, casi no pude pegar ojo en toda la noche.
Cuando al fin llegó la hora me levanté y fui directo al baño. Como estaba desnudo la misión “ducha” resultó rápida y placentera. Me afeité con cuidado de no descuadrar la perilla que me había visto obligado a dejarme para hacerme coincidir con la foto de mi nuevo pasaporte, expedido a un tal Fulgencio Hurtado, un vagabundo que murió hace tres años sin parientes conocidos, y que moriría de nuevo en esta breve encarnación en la que él ponía el nombre y yo la carne…
El parecido con mi persona, aun sin perilla, era extraordinario y provocó las alabanzas del Presidente por los buenos augurios que según él, aquello significaba. Incluso hacía bromas sobre si en realidad no se trataba de mi hermano gemelo. No que yo supiera, desde luego. En realidad fui hijo único. Mi padre murió teniendo yo tres años durante una escaramuza con las tropas gubernamentales, con las gubernamentales de aquel tiempo. Nací en un chamizo en la selva, en el seno de lo que se conocía, no sin cierta presunción, el Campamento Base de la Revolución. De mi padre solo me quedó una foto en la que aparecía con barba larga e hirsuta, sombrero de paja, sonrisa franca, pelo en pecho sobresaliendo de la parte superior de la camisa desabotonada, sucia de lamparones de sudor, especialmente bajo los sobacos, y portando orgulloso un fusil procedente de los camaradas del lejano oriente. Todo un perfecto ejemplar de varonil revolucionario típico. Como el padre del Presidente, otro barbudo abatido poco después en otro encontronazo con las tropas del general Gutiérrez, luego dictador en nómina de los yanquis. Al final fuimos nosotros, los hijos flacos, sucios y piojosos, los que hicimos realidad sus sueños de toma de poder e instauración de la República Revolucionaria.
El agua seguía cayendo al lavabo, me había quedado paralizado con la mirada fija en el espejo no viéndome a mí sino a los fantasmas del pasado como si fuese un espejo mágico. Ahora era mi madre, guerrillera de armas tomar, muerta pocos años después que mi padre por una extraña enfermedad que contrajo en la selva…la selva… asfixiante, salvaje; el campamento, las hogueras, la llegada de los soldados, el infierno de parte de mi niñez y adolescencia en el reformatorio de la capital, los castigos…Entonces volví a verme reflejado fielmente en el cuadrado del espejo: el rostro ojeroso que me escrutaba me pareció ridículo con la mitad de la cara embadurnada de espuma de afeitar. Pasé la cuchilla apretando más de lo aconsejable hasta que brotó horizontal y abrupta, una raya de sangre que empapó la espuma enrojeciéndola. Procedente del dormitorio vino un suspiro. El chorro del grifo me recordó las excursiones a la “cascada del polaco”. A él le gustaba ir hasta allí para hacerme partícipe de su infancia en aquellos parajes, de cómo se bañaba desnudo con los otros hijos de los guerrilleros, de cómo a pesar de todas las privaciones y miserias recordaba aquella parte de su vida con añoranza. Tampoco fueron pocas las veces en que allí, recostados a la orilla de la cascada, habíamos planeado, por fin, tener hijos. Planes siempre aplazados una vez lejos de aquel paraje edénico que tenía la virtud de volverlo sentimental y cercano. Ahora se marchaba, como otras veces, aunque sabía que ésta no era una de esas otras veces, ¿volvería a verlo? Ya salía del baño. Ya se vestía. Cogía la maleta, se paraba en mitad de la habitación mirando hacia la cama en la que permanezco con la mirada fija en el movimiento de las cortinas delante de la ventana abierta. No dice nada, y se marcha. Me aseguro de llevar el pasaporte en el bolsillo interior de la chaqueta, abro la puerta y me marcho.

II. Las tribulaciones del detective panóptico.

1.
No fue fácil pero algo, quizá mi naturaleza panóptica acudiendo una vez más en mi ayuda, tiró de mí e hizo que emergiera de aquella negritud insondable en la que me hallaba.

Con dificultad entreabrí los ojos apenas. Me sentía como una auténtica mierda: el cuerpo machacado y flojo como el de un zombi, la cabezota como si una barra de hierro candente me la atravesara de sien a sien… y ese calor asfixiante y esa luz que se filtraba por las rendijas de la persiana tan absolutamente insoportables…
La primera idea que logré vislumbrar para remediar tan lamentable estado fue, como sospecharán, echar un trago a la botella del mono loco. Con mucho esfuerzo y torpeza cambié la polaridad de mi cuerpo sobre el sofá, de norte a sur, para abrir la puerta del mueblecito gris, ahora al alcance de la mano, rezando a Baco, a Dionisos y a los innumerables dioses de la iglesia católica porque la borracha de la señora de la limpieza hubiese dejado aunque fuera un culito de dulce aguardiente. Brillaron mis ojos ante la visión de la botella medio llena (no medio vacía)… ah, claro, la dipsómana estaba de vacaciones, ¡Dios bendiga el merecido descanso de la clase trabajadora!… entonces me quedé paralizado cuando a la memoria me vino la imagen del aristocrático curriqui con su mono azul impoluto -¿impoluto?¿de donde habré sacado semejante palabra?-, de pie en el tenebroso zaguán de aquella extraña pesadilla con perrazos, o lo que fueran, persiguiéndome por escaleras que subían y subían y sin embargo parecían bajar cada vez más profundamente, de fiestas con personajes siniestros, de mujeres jóvenes con tersos cuellos…cuellos que yo…que yo…degollaba con auténtica fruición y frenesí… ¡Me cago en la puta, vaya sueño, joder! Agus, ¿y Agus? ¿Estaba vivo el muy cabrito? ¿También había sido un sueño su asesinato? Decidí que ya tendría tiempo de averiguarlo después; lo primero era recuperar el “tono” físico y mental, por lo que me eché al gañote el néctar de anís cerrando los ojos, como cuando estás besando a una chica… glub, glub,…fueron dos besos largos y profundos; ya no pude más; el primero me pilló desprevenido y logró pasar, el segundo, sin embargo, salió disparado impactando el chicletazo contra la lámpara de escritorio encima de la mesa. La violenta sensación fue como si el jodido Kundalini me abrasara literalmente las carnes de mi esófago y de la remendada, por dos veces, bota del estómago. Me doblé hacia adelante dolorido como nunca antes en mi vida sintiendo la sierpe de fuego haciendo estragos en mi barriga. Me cagué de nuevo en la puta, la pobre, y corrí a la pequeña nevera que tenía en el angosto aseo, junto al váter -cuestión de espacio, ¿qué quieren? ¡No querrán que la ponga en el despacho!-, bueno pues fui al baño en busca de hielo que de una manera instintiva sabía que me aliviaría, como así fue. El frío intenso de los cubitos me reconfortó. Cerré los ojos y los paladeé con deleite; recordé la hermosa -¿hermosa?, joder…- ola de frío, al colega que hizo de cicerone para mí por aquellos lúgubres páramos, la maravillosa fiesta…sí… ¡aaah pero no!, no, porque el recuerdo del gozo sentido traía aparejado un resquemor, unos retortijones de conciencia por algo, alguna acción mía supongo (¿los cuellos degollados?), de la que no tenía una idea clara pero que me laceraba la moral…¡ya lo creo! Ahora comprendía que había sido esa “indigestión” lo que me había hecho despertar de la pesadilla, en la cual, confieso, me sentía muy a gusto por otro lado…Un lío.
Vacié todos los hielos de la retícula sobre una cubitera y volví a repantigarme en el sofá. Estaba decidido a indagar sobre el asunto y nada mejor, por como el frío me estimulaba el recuerdo, que zampar hielos como el que zampa pasteles a ver si pescaba alguna imagen cabal.
Cerré los ojos. El cubito se pegaba en mi lengua pero no me molestaba, al contrario.
No sé si serviría de algo aquella escena de diván en orden a esclarecer el asunto que me reconcomía, pero lo cierto era que cada vez me sentía mejor. Así, para mi alivio, los martillazos aporreándome la mollera cesaron, y en su lugar habitó el silencio, que allanó el camino para que las imágenes y los recuerdos acudieran a mi imaginación. Me llevé otro cubito a la boca y entonces, como suelen ocurrir estas cosas, me vi de pronto en el centro de un corro formado por seres… extraños, de esos de pesadilla, deformes y demás… pues allí estaba yo: portaba un cuchillo que alguien me había dado, era grande, enorme, me vi acercarme a una camarera, abordarla y henderla el vientre con el cuchillo que entraba y salía, y arañaba y desgarraba de una manera brutal, aunque metódica, sus carnes tersas… pero un momento después ya no era esa chica sino otra cuya imagen se superponía a la anterior, todo mezclado, y había una gran cantidad de sangre y restos como en un matadero, ¡mas ay, Buen Dios, que eso no era lo peor!, que lo peor era que yo, en el sueño, e incluso ahora mientras lo recordaba, disfrutaba con ello, no de manera tibia o difusa, no no no, sino total y completa, tanto, que para mi horror notaba como el pene se me endurecía presionando contra la bragueta del pantalón. Tuve un impulso de masturbarme inspirándome en tales ensoñaciones; la mano ya iba hacia la cremallera con intención de bajarla. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad, poner todo mi espíritu en tensión para evitarlo: a mi alma le parecía obsceno y repugnante que mi cuerpo buscara su placer en esas condiciones. Nada que objetar cuando me cruzaba con una periquita ante la cual el periquito se engallaba palpitante. Pero no así. Tiré la cubitera al suelo y me levanté de un salto alarmado:
-He matado y he gozado con ello. ¡He matado y he gozado con ello!
Dije en voz alta. Maldita sea, he matado, soy un puto asesino, una basura criminal, un vil y despreciable matón, un psicópata tarado…¡y encima se me pone dura!, ¡soy un depravado, joder! Bruscamente fui a la ventana tras el sillón giratorio, y tiré con fuerza hacia abajo del cordón de la persiana. Un chorro de luz mañanero me cegó como ciega el flash de una cámara de fotos, pero me obligué, a pesar de lo enfermo que me estaba sintiendo y de la vuelta del martilleo sobre las sienes, a permanecer en pie ante la ventana abierta y ante el sofocante sol. Pero no pude aguantar por mucho tiempo aquella tortura, por lo que me aparté de ella y me eché sobre el sofá dolorido y debilitado de nuevo. Bueno, ya va siendo hora de hacer esa llamada. Cogí el teléfono del escritorio evitando el cuadro de luz que se había formado en el suelo, en mitad de la estancia. Esto es ridículo, parezco un vampiro. Llamé desde el sofá a la comisaría de policía y pregunté por el inspector García. Tras los saludos de rigor fui derecho al grano:
-Oiga inspector, me temo que estoy pasando un bache últimamente y ando confundido con respecto a un asunto que…
-¿Sí?
-Bueno pues verá, el caso es que no estoy seguro de algunas cosas.
-¿Por ejemplo?
-¿Vino usted a mi despacho con Sánchez hace poco para hacerme algunas preguntas sobre Agus?
-Claro, hombre, antes de ayer, ¿es que no se acuerda? Oiga detective, ¡vaya cogorzas las suyas!
- Sí, me temo que me he pasado un poco. Antes de ayer… Entonces Agus… está muerto.
- Me temo que sí, degollado como le informé.
Así que era cierto.
-Oiga ¿está bien? No es fácil asimilar la muerte de…-empezó comprensivo.
-Sí, no es fácil. Pero recuerdo que me dijo que no fue un caso aislado, sino que lo conectaban con una serie de asesinatos que se venían produciendo coincidiendo con la ola de frío…porque lo de la ola de frío también es cierto ¿verdad?
- Desde luego, por fin pasó,... y sí, es verdad que hubo coincidencia entre ambas olas, la de frío y la de crímenes, de hecho ha sido volver el buen tiempo y cesar los asesinatos, curioso, ¿no le parece?
-Sí, bastante. Entonces, ¿todavía no han encontrado al asesino o asesinos?
-Aún no los hemos encontrado…y puede que no lo hagamos nunca. Ni tenemos pistas ni los testigos apenas aportan nada de interés: solo un hecho parece relevante por constituir una coincidencia: varios, como usted nos dijo que le contó Agus, refieren con miedo a algo parecido a sombras…o cuánto menos a individuos con rostros desfigurados, indefinidos. En definitiva ninguna descripción válida. Lo único que indicaría es que son varios los asesinos. Solo eso.
-Está bien, no le molesto más. Si recuerdo algo más de la conversación con Agus le llamaré.
-Hágalo. Adiós.
Entonces la muerte de Agus y la ola de frío no había sido un sueño. Eso había ocurrido. ¿Y lo del encapuchado con el perro, el edificio, la persecución por las escaleras, la fiesta…? ¿Eso también era cierto? Si lo era eso quería decir que las posibilidades de que yo, detective panóptico, cumplidor de las leyes, aunque no siempre de las buenas costumbres, fuera un jodido asesino psicópata aumentaban fatalmente.
Necesitaba saberlo.
Puedo ser culpable de haber soñado que disfrutaba matando pero eso no quiere decir que lo haya hecho de verdad.
Este pensamiento me alivió. Sin embargo no las tenía todas conmigo, un temor permanecía en el trasfondo. Había tenido pesadillas anteriormente y nunca me habían afectado como ésta. Además, ¿cómo es que no recuerdo nada a partir del momento en que entré en aquella casa, si es que lo hice? ¿Cómo volví a mi despacho? Quizá sencillamente es que no llegué a salir. Recordaba con claridad, eso sí, que tras la marcha de los polizontes me tomé pensativo un anisete junto a la ventana…quizá no había sido uno sino varios y que cayera dormido en el sofá posteriormente…pero claro, dos días enteros dormido por unos cuantos anisetes parecía excesivo. Algo no cuadraba. Y luego ese terrible malestar, exagerado para una resaca (y sabía de lo que hablaba), y la inusitada medicina de los hielos. Muy extraño. No, algo no cuadraba. Y encima estaba ese sentimiento de contrición que no paraba de roerme. Debía averiguar lo que había pasado. Tenía que saber si era cierto. Tenía que saberlo.
Me adecenté un poco el arrugado atuendo y salí a la calle no sin antes coger un cubito de hielo y llevármelo en la boca para soportar mejor lo que sabía iba a ser cualquier cosa menos un paseo agradable.

2.
Por el abandono del portero de su renqueante butaca inferí que debía ser mediodía. Se habría marchado a almorzar. Podría haberle preguntado si me vio salir aquella mañana. De hecho recordaba haberle dejado el encargo habitual de cuando me ausentaba, Podría usted…etc. ¡Ba!, seguramente ni se acordaba.
Me detuve bajo el marco del portal mirando la calle sin decidirme a salir como el que ve pasar la corriente de un río sin atreverse a cruzarlo. Mi río era aquella calle inundada de blancura ardiente. Respiré hondo y saqué mi cuerpo fuera del sombrío y seguro zaguán del edificio. Tomé el camino de la izquierda y anduve furtivo pegado a la pared intentando no salirme de la estrecha franja de sombra que procuraba la cornisa del edificio. Sin embargo no fue fácil esquivar los cuerpos que venían de frente, ellos también pretendían transitar por el caminito de sombra, pero yo me obstinaba, al fin y al cabo me sentía enfermo y los enfermos siempre tenemos preferencia. Lo malo era que no todo el mundo lo comprendía y había especialmente tres grupos de personas que se creían en el derecho de pasar siempre bajo palio: los ancianos, los niños pequeños y las mujeres. Pero yo me obstinaba. “Poca vergüenza”, “ya no hay educación ni respeto”, “habrase visto, que casi me tira la niña al suelo el chalao perdío éste…”, escuchaba a mi alrededor con frecuencia. Lo dramático también era que no pocas veces respondía indecorosamente, refocilándome en ello, mientras masticaba mi hielo. Algunos debían notar algo inquietante en mi rostro en ese momento pues callaban de inmediato y seguían su camino sin volver la vista atrás…aunque la mayoría de las veces lograba contenerme farfullando excusas patéticas. En aquel estado en que me hallaba la educación y el civismo me parecían, en efecto, patéticos y signos de debilidad (de hecho me la producía física y mentalmente), mientras que contestaciones groseras y amenazantes tenían el efecto de un tónico sobre mi persona a todos los niveles.
El caso era que no sabía muy bien hacia donde dirigirme. Recordaba vagamente el portal amplio con su olor a desinfectante y su marmóreo y alto portero escrutándome con la mirada, la fachada clásica del edificio con los titanes fingiendo que soportaban todo el peso sobre sus espaldas, y poco más. Lo que estaba claro es que muy lejos del despacho no debía estar pues no pasó mucho tiempo antes de toparme con el niñato de la capucha y el perro ensogado.
En la esquina torcí a la izquierda, siempre a la izquierda, ¿Cuántas esquinas mi cuerpo, compulsivamente levógiro, había enfilado ya? Ofuscado caminaba echado hacia adelante, cargado de hombros, pensando que debía parecer un jodido drogata hasta que llegué de nuevo a la sobria entrada del edificio en donde se alojaba mi cubil. Allí, en la jamba derecha, se podía leer mi placa deslucida: Primera Planta, Detective Panóptico. Todo tipo de trabajos de investigación. Advertencia: no pase sin llamar. Cuatro. Habían sido cuatro esquinas las enfiladas. Me cago en la pu…en la leche… había dado una vuelta completa a la manzana. Lo que se dice un giro de 360 grados. Joder, piensa, ¿qué camino tomaste cuando saliste, izquierda o derecha? No lograba acordarme. Reflexioné unos instantes. Esta vez me decanté por la derecha teniendo en cuenta, eso sí, que una vez llegara a la esquina debía hacer el esfuerzo de salirme de la estrecha franja de sombra, bajar a la carretera ardiente, cruzarla con rapidez y refugiarme bajo la cornisa del siguiente edificio si no quería terminar girando en círculo como un idiota. Así lo hice, penosamente, con los huesos doloridos y los nervios todos neurálgicos o neurasténicos o yo qué sé, pero lo hice. Seguí reptando por la pared hasta que vi, siempre con la mirada clavada en el suelo, que la sombra proyectada sobre el pavimento se ensanchaba de repente durante un buen trecho. Levanté la mirada y si esto fuera una peli de miedo entonces sería el momento de la irrupción de un acorde discordante y repentino, de esos que producen repullos en los espectadores: ¡¡ta tam!! Allí estaba el careto de uno de los forzudos titanes mirándome con ojos vacíos, inexpresivos a pesar de soportar tanto peso. Observé el portal, la otra estatua a la izquierda; conté los pisos, tres (en apariencia); miré las escaleras del vestíbulo que subían abruptas hasta un pasillo que más allá de medio metro quedaba tragado por la oscuridad. Tuve un escalofrío. Introduje la cabeza y miré a la izquierda, allí estaba la garita acristalada, vacía. ¿Y ahora qué? ¿Subo o no subo? ¿Quieres saber si todo fue un sueño o no? En realidad la pregunta era: ¿estás preparado para la verdad? ¿y si eres un puto asesino psicopático? Estaba demasiado cansado incluso para responder. No creía que pudiera subir ni siquiera las escaleras del vestíbulo. Necesitaba beber algo fresco. Al otro lado de la calle el rótulo de un bar captó enseguida mi atención: Lumpen Blues Bar. Me sonaba, ¿dónde lo había escuchado antes? Daba igual, lo que importaba era que había un bar y estaba abierto.

3.
Gracias al cielo, o al infierno, el garito disponía de aire acondicionado. La frescura recorriendo mi cuerpo fue como un bálsamo que distendiera todos mis nervios y tendones. Puede que pasaran dos minutos antes de que me decidiera a desclavarme del zaguán, con los ojos cerrados aspirando el aire fresco, de máquina, para dirigirme a la barra.
-Buenas tardes- dije apoyando los codos y sentándome en un taburete alto y giratorio-. Me gustaría tomar un vaso largo lleno de un buen montón de cubitos de hielo hasta arriba y con un culito de wisqui nada más, ¿me comprende?
-Je…así que un tubo lleno de hielos con una gota de wisqui.
-Exacto, breve y conciso.
-Jeje, eso está hecho, ahora, que conste que se lo cobraré como un pelotazo normal.
-Cóbrese lo que le salga de los cojones, ¡coño!... - Haciendo un esfuerzo de autocontrol me obligué a excusarme por tan violenta reacción.- Perdone, pero este calor me…
-Está bien no se preocupe, esto de pasar del frío al calor tan repentinamente no debe ser sano…y encima con todas las sirenas sonando, jeje, es de locos.
Era cierto. Desde que salí de mi despacho había estado escuchando las sirenas de policía todo el tiempo, aunque apenas le presté atención.
-Y eso ¿a qué es debido?
El camarero, bajito, calvo por arriba y cincuentón, me trajo el wisqui “on the rocks”.
-Que le aproveche, jeje… pues verá, hoy se inaugura el museo del pintor ese tan famoso, ahí, a la espalda del edificio de enfrente –señaló al “edificio”- y supongo que irá el alcalde, el de la junta, y no sé quién más…¿le gusta eh? jeje…- dijo señalando mi vaso con la cabeza. Y es que yo sin poderme resistir había cogido dos hielos del tubo y los estaba haciendo bailar en la boca con gran gusto por mi parte.
-Sí. Le parecerá extraño pero le aseguro que para mis dolencias… ¡mano de santo! Por cierto, y el edificio de enfrente ¿supongo que lleva ahí toda la vida, eh?
-Por lo menos desde que yo tengo memoria.
-Es curioso, yo trabajo apenas una manzana abajo y no lo recordaba…ni este bar.
-Bueno, el bar lleva poco tiempo abierto, antes era un cine porno, pero se incendió…jeje…
-Sí, me acuerdo.
-Pero el edificio de enfrente…sí, lleva ahí muchos años, no hay más que verlo.
Entonces intervino desde el otro lado de la barra un auténtico curriqui con su pantalón de faena grasiento y con aspecto de estar completamente mamado:
-Pertenecería a algún ricachón de esos de la burguesía del diesinueve -dijo con suficiencia aunque con dicción insegura y gangosa-. Puede que al mismísimo marqués de Larios, eh San Pablo, ¿tú que dices?
“San Pablo” era otro grasiento curriqui sentado a su vera y tan mamado
como él.
-Lo que tú digas San Pedro.
-Claro que sí, Manolo ponme otro pelotazo que invita San Pablo aquí presente…y al amigo si quiere otro lingotazo de hielo se lo pones…jejeje, ¡qué cosas! ¡hielo!, jojojo…
Sentí un gran desprecio por aquel ser estúpido. En circunstancias normales me habría reído con él tomándolo incluso por simpático. En aquellos momentos, sin embargo, tuve la ocurrencia de destriparlo. Me introduje otro hielo en la boca mientras me entregaba a mis sádicas ensoñaciones, apenas contenidas por mi anverso “bueno”. Eso me recordó de nuevo el trance en el que se encontraba mi alma, y la “misión” que me encomendé al salir de mi despacho.
-Tengo que entrar a ese edificio -pensé en voz alta. –Tengo que comprobar…
-¿Qué quiere? ¿ver al rey desde un balcón, jejeje, y tirarle flores? –intervino de nuevo “San Pedro” -, disen que también irá a la inauguración.
-¿El rey?
-Sí, Su…Majestad –dijo irónico al tiempo que intentaba una torpe reverencia.
Majestad, Su Majestad…
La palabra tuvo un inmediato efecto sobre mí. En mi lucha interna resultó ser como una palabra inspirada y cargada de significado, con connotaciones de mantra divino, una puerta simbólica que me conectaba directamente con aquello que convenía a mi alma, una idea pura y de perfección. Sentí un arrebato platónico. Majestad. Aquello me dio fuerzas para emprender por fin la tarea autoimpuesta.
Saldé mi deuda con el camarero Manolo y me despedí de los menestrales “San Pedro” y “San Pablo” .

4.
Entré al edificio con decisión. La garita seguía vacía. Subí los escalones del zaguán y avancé por el oscuro pasillo, menos oscuro de lo que parecía visto desde la calle. Las escaleras que subían a los pisos arrancaban, como ya sabía, del lado derecho. Las tomé y subí al piso primero. Todo era tal como lo recordaba. Era evidente que ya había estado allí antes. Seguí hasta el segundo piso y entonces reconocí las filigranas geométricas y florales de las puertas cerradas. Éste fue el piso, estaba casi seguro. Sin embargo, en mis recuerdos no paraba de subir y subir. Saqué la cabeza por el hueco de las escaleras y miré hacia arriba. Me tranquilizó ver el techo cerca. Aún así proseguí hasta la tercera planta. Las puertas eran distintas y la ascensión, ya no cabía duda, terminaba allí. No, de ser, sería el segundo. Bajé de nuevo y me situé frente a la puerta en la que creía que había acontecido la fiesta. Respiré y llamé con los nudillos, no había timbre. Nadie contestó. Yo seguía chupando un hielo, un hielo frío, helado como los pasadizos que recorrí aquella noche maravillosa, aquella noche de gozos sin fin, de orgía, de poder y sangre, sí…entonces llamé de nuevo con más decisión. Nadie acudía y el deseo se me desbocó, quería entrar, tenía que entrar, estaba vendido, ¿qué importaba ya todo? Ya era uno de ellos: HABÍA MATADO Y GOZADO…
-¡Eh, colega, amigo, compañero, ábreme, soy yo, estuve aquí el otro día, ábreme…!
Y la puerta se abrió.

-Deja de hacer ruido estúpido y entra –le dije a alguien con aspecto de estar ido al tiempo que tiraba de él hacia el interior y cerraba la puerta.- ¿Quién eres tú, Aitor, Pachi, Zumaza no sé qué? Mierda de nombres, qué queréis ahora, ya lo tenía en el punto de mira, ¡cretino!
-Yo…venía porque…quería saber…- el tipo observó la estancia, pasmado, se fijó especialmente en el rifle montado junto a la ventana. Se acercó a ella y miró al rey saludar al populacho. En ese momento supe con terror que aquel tarado hijoputa no tenía nada que ver con aquello. Entonces saqué mi pistola y le apunté.
-No te muevas cabrón, no te muevas o te dejo frito, ¿me entiendes?
-Tú…¿ibas a matar a Su Majestad? ¿A Su Majestad? Oh no, mi rey, mi Dios…no, no –el loco parecía haber entrado en trance. Escupiendo al suelo algo parecido a un hielo semiderretido se me acercaba repitiendo que no podía tolerar que mataran a Dios, a Su Majestad…
-No te muevas o te mato, ¡cállate! Malditos españoles tarados, no te acerques más…-sin embargo no podía disparar, la detonación atraería a toda la policía hasta aquí. Cuando lo tuve cerca intenté hacerle una llave para romperle el cuello pero fallé y nos enzarzamos en una pelea cuerpo a cuerpo.
-¡No puedes matar a su Majestad Luminosa, no permitiré que acabes con el Supremo Bien…¡Asesino, jodido psicópata hijo de puta!- Le cogí del cuello y empecé a apretar, entonces me volvió el gusto por matar. Sí, muere psicópata, jajaja…
En ese momento se produjo un gran estruendo. Volví la cabeza hacia la puerta, brutalmente desencajada de su marco, y vi a García, pistola en mano, entrar como un jabato seguido de un puñado de sus hombres, incluido el gordo Sánchez. Recibí un empujón. Caí hacia mi costado derecho y me golpeé con algo duro en la cabeza que me hizo perder el conocimiento.

5.
Me desperté en la cama de un hospital. Una enfermera cincuentona y gorda salió disparada nada más verme abrir los ojos. Al momento entró el inspector García y su inseparable Sánchez.
Me sentía confuso y desorientado. Poco a poco fui tomando conciencia de mi situación y de las circunstancias que habían desembocado en ella. El inspector García, al pie de la cama, tuvo la delicadeza de darme un par de minutos antes de preguntar:
-¿Qué? ¿Cómo estás héroe?
-Hecho una mierda…¿fuiste tú el que me rompió la crisma?- le pregunté a Sánchez.
-No amiguito, yo te hubiese roto el alma.
-Esa me temo que ya la tengo hecha cisco.
-Te golpeaste contra un mueble…¿una mesa, no? –preguntó el inspector mirando a Sánchez que asintió con la cabeza. -Bueno detective, muy loable lo que ha hecho, pero hay algunas cuestiones…
-Un momento, hay una cosa que quisiera saber, ¿cómo sabía donde estaba, eh? ¿De donde salió el séptimo de caballería?
-Tuve una corazonada después de recibir su llamada…me pareció extraña, y le hice seguir. Cuando me informaron de que entraba en un edificio -después de deambular por ahí como un lunático amenazando a niños y a ancianos- cercano al museo que el rey acababa de inaugurar, tuve un presentimiento muy feo. Pensé que usted se había vuelto loco…pero no, en vez de intentar algo contra él le salvó de un atentado, del cual le confieso que no teníamos la menor idea…todo eso está muy bien y puede que le haga famoso pero…¿qué hacía usted allí? ¿cómo sabía lo que iba a ocurrir?
-No lo sabía, sencillamente tuve un sueño…
-¡Ah, venga ya! ¿Un sueño?, ¡por favor!- dijo Sánchez incrédulo.
-¿Quiere decir que tuvo un sueño premonitorio, es eso lo que quiere decir?- preguntó García.
-No exactamente premonitorio, lo único que le puedo decir es que fue un sueño lo que me llevó hasta aquella casa… y ahora déjenme descansar de una vez, ¿no ven que estoy enfermo?
-Está bien, pero le advierto que será investigado por las más altas instancias policiales.
-Investiguen, investiguen, y si hallan algo interesante sobre mí háganmelo saber, por favor.
-Descuide… vamos, dejémosle.
Camino de la puerta se despidió:
- Hasta pronto y felicidades de nuevo por la hazaña, detective.
-Sí, no está mal para un republicano ¿eh? jejeje…
-Cuidado con lo que dice, podría ser usado en su contra.
-Ah, váyase al diablo… por cierto, es mi amigo, si quiere se lo presento.
- Mejor descanse.
-Sí, mejor.
Al abrir la puerta de la habitación para marcharse vi a un poli uniformado haciendo guardia…la de interrogatorios que me espera cuando salga de aquí, ¡diablos!
¡Ba!, intentaría dormir…

Un sueño. Había sido un sueño. Dejémoslo en eso, era lo más razonable. Sin embargo estaba tocado. Su ala me había rozado ennegreciendo una esquina de mi corazón, puede que para siempre. Tendría que convivir con ello, porque fuera sueño o no había matado y había gozado, y esa experiencia era lo único que importaba en mi condición de detective panóptico.