miércoles, 26 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad nº2.

Fue el reponedor del pasillo de las conservas el que le contó, mientras paletizaban paquetes de café natural en el almacén, que el gordo de Navidad ese año acabaría en 82.
- ¿Ycómo lo sabes tú? -Le preguntó mientras recogía con rapidez los paquetes desparramados por el suelo pensando en la excusa que daría al jefe de departamento si apareciera por la puerta. Y es que con la verdad, que todavía no se había hecho al nuevo torito (o carretilla elevadora como preferían llamarlo ahora) no bastaría con aquel mendrugo extremeño que respondía al ridículo nombre de Eclesiástico, Tico para todo el mundo sin excepción.
- Yo no lo sé. Eso dice uno de “bazar pesado” que conozco.
-¿De aquí? -Ya faltaba poco, menos mal que le estaba ayudando el de las conservas.
-Sí, está con las lavadoras y todo eso. Es uno de los vendedores. Lo habrás visto, está siempre por allí dando vueltas.
-¿Cuál de ellos? Porque yo he visto por lo menos a dos.
- El bajito no, el más alto.
- Ah, ya. ¿Y cómo sabe ése lo del gordo?
- Dice que se lo escuchó decir anoche a un vidente en el programa de Buenafuente.
- Menuda chorrada.
- Pues sí. Ahora, como salga, me jode. Yo llevo el 43.
- Y yo el 91.-Ya habían terminado; unas vueltas alrededor con el rollo de plástico para prensarlo y listo.
- Bueno pues yo sigo con lo mío, que todavía me quedan por poner los calamares y las verduras -decía mientras tiraba del traspalé con la mercancía encima.
- Gracias, tío.
- De nada.
- Por cierto, hoy antes de irte deja la cabecera de atún hasta arriba, que después Tico se pone hecho una fiera si la ve medio vacía, y la paga conmigo.
- Ese tío es gilipollas…¡lo que trae con las cabeceras!
- Es su obsesión.
- Pues la mía es la promotora nueva de los quesos, ¿la has visto?
- No.
- Pues vaya si está buena.
- ¿Sí?
- Y simpática.
-¡Coño!, pues habrá que echarle un ojo.
- Otra cosa le echaba yo. Bueno me voy -apretó el pulsador y salió a los pasillos luminosos atiborrados de comida, y a los villancicos que atronaban por megafonía ininterrumpidamente desde por la mañana.

Cuando salió el reponedor se acercó a la puerta automática y miró a través del arrugado plástico a la tienda que a esa hora del almuerzo presentaba los pasillos casi vacíos de clientes, si acaso algún solitario empujando un carrito, calibrando con cuidado, mirando etiquetas, lo que introducía en él. Dirigió la vista hacia la zona de los lácteos pero la promotora, de estar, estaría en el pasillo central con su bandeja de degustaciones y presumiblemente con falda negra, algunas incluso minifalda, y blusa blanca. En cualquier caso imposible de verla desde su posición.
Tico entró al almacén por la puerta del patio. Desde que había cambiado de zapatos, ahora con suela de goma, se había vuelto indetectable al oído.
-Este palé de café que hace aquí –soltó a bocajarro.
Se giró sobresaltado hacia donde venía la conocida voz.
-Eh, sí, lo estaba embalando para colgarlo ahora-. Tico, jefe del Departamento de Alimentación Seca, con gafas, que hacía descargar el cuerpo sobre la pierna derecha por sufrir en la izquierda de una leve cojera, que no se le conocía la risa excepto cuando, exibiendo una servil, acompañaba a algún directivo de la empresa o al gerente del centro, escrutó el almacén:
-¿Y aquel palé de suavizante qué hace junto a las galletas?
-Qué palé de suavizante…ese es el nuevo: ya le he dicho mil veces que los productos de droguería van en el pasillo de atrás, pues nada, lo pone donde le da la gana. Ahora, yo no pienso comerme sus marrones.
-Bueno pues cuando venga se lo explicas muy clarito por última vez, y le adviertes que como se lo tenga que decir yo será para ponerlo en la calle. ¿Cuándo entró?
- Antes de ayer.
-¿Y en dos días todavía no sabe donde está el pasillo de la droguería?
- Claro que lo sabe, lo que ocurre es lo de todos los años con los refuerzos de Navidad: saben que solo van a estar un mes y hacen lo que les da la gana. Y más éste, que sustituye al que entró el día uno y tiene contrato solo de dos semanas.
- Ese no es mi problema. Tendré que decirles a los de personal que hablen con la agencia: cada vez nos los mandan peores.
Después se giró, apretó el pulsador rojo de la puerta y salió a la tienda.
Él se subió en la carretilla, pinchó el palé de café y con cuidado para evitar las sacudidas lo colocó en su sitio.
Mientras trabajaba pensaba en lo que le había dicho el reponedor sobre la lotería (que se jugaría al día siguiente) y creyó acordarse de un número con la terminacion 82 expuesto en la administración del centro comercial. Sí, estaba seguro: lo vio la semana pasada, cuando compró el que tenía ahora. Ya lo creo que sí: era el 02082. ¿Cómo no acordarse si era el número que pensó comprar en un primer momento? Estaba decidido hasta que en el último instante recordó haber oído, puede que en el telediario o de su padre, que las mejores terminaciones eran las impares y los más bonitos los números altos, con pocos ceros y cuyas cifras no se repitieran, por lo que aquel dos mil ochenta y dos (por el que había sentido una corazonada) no cumplía ninguna de esas condiciones. Él sabía que eso eran tonterías, no era tan estúpido, pero de alguna manera pensó que tantas posibilidades había de que saliera el 02082 como el que estaba a su lado, el 56391, y que puestos a creer en algo tan absurdo como una corazonada mejor sería dejarse llevar por la opinión general, que en no pocos casos estaba fundamentada en la experiencia. Además, ya lo decía el refrán: “cuando el río suena, agua lleva”, refrán que tantas veces había comprobado ser cierto. De esa manera, al final, logró autonconvencerse y se decantó por el 56391. Y ahora, subido en el torito, bajando el palé de suavizante para llevarlo a su pasillo, empezaba a arrepentirse. ¿Y si salía? ¡Bah!, tonterías. Pero a continuación pensó, con inquietud creciente, en la extraña coincidencia entre su corazonada y el pronóstico del vidente. Joder, ¿y si salía?
Terminó de llevar el palé de suavizante a su sitio y se bajó del elevador. Se echó mano al bolsillo trasero del pantalón, sacó la cartera y comprobó que llevaba encima el billete de veinte euros que habia sacado esa mañana para comer. Miró el reloj: aún faltaban diez minutos para las dos, hora en la que debía fichar, ni un segundo antes, para el almuerzo. Saldría de igual modo. Con suerte, aún podría encontrar abierta la administración: si después le llamaban de personal reprendiéndole por esos diez minutos ya se justificaría con cualquier historia. Además, ¿y si le tocaba la lotería? ¿acaso iba a seguir trabajando allí? De ninguna manera. Pondría su propio negocio, eso lo tenía claro.
En ese momento, cuando ya se disponía a salir, se escuchó el chasquido eléctrico que anunciaba la apertura de la puerta. De la tienda entró una promotora, de 19 o quizá 20 años, morena, guapa y graciosa con su coleta de caballo y a la que el atuendo habitual, minifalda negra en su caso, medias negras y blusa blanca le sentaba bastante bien. Llevaba una bandeja con trocitos de queso, muy pocos ya, cortados en triángulos.
-Hola –pensó que tenía una voz muy agradable.
-Hola.
-Me gustaría preguntarte… es la primera vez que trabajo en esto y no sé a qué hora puedo irme a comer, ¿a qué hora suelen irse las demás?
-Ah, pues a veces se van a las dos, otras a la una y media, depende. Supongo que cuando les hayan dicho en su empresa.
-Claro, es que a mí no me han dicho nada, y yo tampoco he preguntado, la verdad.
-Pero ¿tú tienes hambre?
-Ya lo creo, desde hace un rato.
-Pues yo que tú no me lo pensaba y me iba a comer, de hecho yo voy a hacerlo ahora.
-Además, ya son las dos, no creo que me digan nada, ¿no?
-¡Qué te van a decir! Tendrás que comer como todo el mundo.
-Claro. Por cierto, ¿quieres queso? A mí no me gusta mucho, la verdad, aunque llevo toda la mañana diciendo que está riquísimo.
-Bueno, pues lo probaré –cogió un triángulo y lo mordió. El queso le pareció algo amargo.
-Pues sí que está regular.
-¿Verdad? Pues al que repone el atún le chifla, lleva toda la mañana rondándome el queso.
Él se rió.
-De verdad.
-Ya ya, si no lo niego, es que me hace gracia.
-¿Sí?, bueno…¿y donde puedo comer barato por aquí? Con los nervios de empezar hoy apenas me he traído dinero.
-¡Buf!, difícil. Pero mira, a mí, por ser empleado, me hacen descuento en el buffet que está cerca de la entrada. Si quieres pido por los dos y después hacemos cuentas. La mitad por lo menos te va a costar, y si te falta algo mañana me lo das.
-Ah, pues vale, ¿y esto donde lo dejo? –refiriéndose a la bandeja.
-Aquí mismo si quieres, encima de este palé –señalando al de legumbres en el que estaba apoyado.
Al fichar, el reloj le dijo que pasaba un minuto de las dos. Bueno, pensó, ya escaparía después a comprar el billete, de todas maneras ya estaría cerrado.
El reponedor de las conservas, ocupado con los calamares, creyó ver pasar pasillo abajo al auxiliar junto a la chica de los quesos. Se asomó a la cabecera de la derecha, que era de botes de cacao soluble marca de la casa, y los miró alejarse por el pasillo central.
-¡El hijoputa! –se le escapó.

El restaurante a esa hora estaba lleno. Eligió una mesa alejada del fondo, donde solían ponerse los empleados. Allí estaban Paco, el pescadero, Toñi, la frutera, Eduardo, el auxiliar de textil y varios más. Él los saludó con la mano mientras cogía el pan y los cubiertos y los echaba en la bandeja. “¿Hoy no te sientas con nosotros?”, decía Paco malicioso, “Se ha ligado una promotora y ya no quiere saber nada de los colegas”, continuaba Eduardo, “No sabéis hablar más que de lechugas y boquerones. Hoy voy a descansar”, lidiaba él. El cachondeíto y el cruce de pullas duró todo el rato que estuvo en el buffet llenando la bandeja. “¿Todo eso te vas a comer?”, le preguntó Ana cuando pasó por caja, “Pues sí”, “Ten cuidado, que como te vean…”
Cuando él volvía con la bandeja repleta de comida ella se dio cuenta de que la cajera la estaba mirando.
- Oye, ¿no te dirán nada por esto? –Le preguntó cuando se sentó.
- Da igual. Adolfo, el encargado del restaurante, está hoy en Marbella, en la inauguración de un nuevo centro.
- Ya, pero se lo pueden chivar después.
- Por una vez que lo hago…aquí todos lo hacen cuando les da la gana.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
- Si entré con 20 y tengo 25, pues cinco años justos. Así que si me echan por esta gilipollez tendrán que indeminizarme, y después contratar y enseñar a otro, por lo que no creo…De todas maneras mañana me va a tocar el gordo, así que…
- Ah, ah. No creo –dijo ella con los carrillos llenos de filete.
- ¿Por qué?
- Por que me va a tocar a mí. Estoy segura, tengo una corazonada.
- Eso de las corazonadas son chorradas.
Ella no contestó. En ese momento tragaba. Se limitó a hurgar en su bolso. Él se fijó por primera vez en los anillos de estilo hippy en sus menudos dedos.
-Mira –dijo mostrándole el 02082-, éste va a ser el gordo. Lo compré ayer aquí mismo cuando vine con mi jefe a que me explicara lo que tenía que hacer: era el último que quedaba.
Él tomó el billete y lo remiró. Creyó que le subía la sangre al rostro. Ella seguía concentrada engulliendo la carne y las patatas fritas. Tenía mucha hambre.
-¿Y era el último dices?
-Sí, ¿por qué? ¿Te gusta?
-Pish…es un número raro: no tiene ni un solo número impar, que son los de la suerte, y tiene dos ceros, además es muy bajito, normalmente tocan altos…
-Sí, pero está en el bombo con los otros –replicó ella con lógica que desarmaba-, además con éste tuve una corazonada, y eso ya lo hace especial para mí.
-Pish…-repitió sin querer, confundido, y sin saber como ocultar el chasco que sentía. Ella pensó que era un poco raro aunque le seguía gustando igual, puede que más, de cuando lo vio el día anterior reponer la cabecera de atún con gesto de enfado, colocando las latas casi como si partiera almendras con ellas (lo que le hizo gracia), mientras su jefe le explicaba como tenía que cortar el queso para que salieran perfectos los triangulitos. “El queso, te reconozco, es una mierda”, le iba diciendo mientras ella miraba de reojo al auxiliar, “pero es nuestro cliente, el que paga mi sueldo y el tuyo, así que tú, ya sabes, mucha sonrisita y mucho decir qué rico está el queso. Y ándate con ojo porque el cateto suele darse una vuelta para ver como se lo promocionamos”. No sería hasta después, camino del parking donde tenía aparcada la scooter, que sintió la corazonada al vover la cabeza hacia el pequeño establecimiento de lotería y ver el número cogido con una pinza en el escaparate.
El estruendo de sillas chirriando contra el suelo la devolvió a la realidad: los empleados del fondo se levantaron arrastrándolas, bromeando bulliciosos.Cuando desfilaron delante de su mesa cada uno de ellos soltó una gansada, menos Toñi, la frutera, que se reía de buena gana con la cantidad de tonterías que escuchaba, sobre todo de Paco, el pescadero, el más guasón. “Sí, sí”, iba respondiendo él a la batería de dardos, “lo que tú digas… adiós blancaflor…adiós adiós…Pacote, se te está poniendo cara de besugo, tío, con tanto pescao…Toñi, no sé como te puedes juntar con estos majaras, se lo voy a contar a tu marido…” Pero Toñi, de obesidad maternal y bonachona, incontenible en su risa, hacía aspavientos con las manos como si dijera “pues anda que a mí”.
Ya se marchaban por el vestíbulo principal camino del supermercado con el eco de la risa estridente de Toñi asordando los villancicos.
- Al Paco ese lo tengo casi delante del stand y es un show verlo: con su gorro de papá noel no paraba de gritar esta mañana “La dorada, llévate la dorada para nochebuena, que estoy que la tiro, niña, y además no indigesta” -imitó ella riéndose-. Parece que estuviera en el mercado. Aquí, quieras que no, choca.
- Es que antes trabajaba precisamente en el mercado de Atarazanas. Tenía un puesto con su hermano, hasta que riñeron, partieron por la mitad, y él se vino aquí. De todas maneras hoy está achispado, sí, pero es porque cada vez que se mete para adentro echa un trago de anís. Tienen una botella de anís y otra de coñac además de mantecados, en el almacén de los frescos.
- Entonces es normal…
Después de rebuscar en su bolso, sacar un cigarrillo y encenderlo, ella preguntó:
- ¿Y tú que número llevas? –Salieron las palabras de su boca envueltas en el humo de la exalación.
A él ya se le había olvidado el chasco de la lotería.
- El 56391 –dijo sintiéndose un poco avergonzado sin saber muy bien por qué.
- Es un número muy bonito.
- Sí...bastante.

Cuatro meses después, saliendo del cine agarrados de la mano, él le preguntó si todavía guardaba el décimo de lotería.
Ella asintió, y añadió:
- Es curioso pero sigo sintiendo la misma corazonada con este décimo.
- Y yo –dijo él-. Quizá este año toque.
- Quizá –dijo ella. Y le apretó fuerte la mano, oprimiendo la cabeza contra su pecho, acurrucándose.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad

El cartel publicitario de una empresa de teléfonos móviles con los Reyes Magos sobre camellos hollando un desierto vespertino, envueltos en regios y cálidos armiños, había sido pegado el día anterior en la puerta de la tienda de ropa, enfrente suyo. Lo sabía con toda seguridad porque llevaba viendo ese escaparate, la puerta y los clientes que allí entraban y salían, por lo común contentos, desde hacía casi un año, cuando se vino de la calle Posadas a esta otra de calle Nueva por considerarla más transitada y recogida de los vientos, por no hablar de su buena porción de sol que cada día podía disfrutar en la cercana plaza de Félix Sáenz.
Llegó una mañana y simplemente se sentó en la grada de piedra antigua y arrugada, apoyando la espalda sobre la madera venerable moteada de tachones de una portada de doble hoja que nunca se abría mas que en momentos excepcionales, y que pertenecía a una iglesia de nombre largo y lleno de consonantes que nunca llegaría a recordar cabalmente. La entrada principal, sin embargo, a dos metros escasos de la otra, ya tenía limosnero desde hacía años en la persona de Alonso, hombre astuto y pedigüeño consumado, que lo miró hosco cuando lo vio llegar, aunque con cuidado de no descomponer el gesto de piedad que tan bien tenía ensayado para recibir las monedas de feligreses y viandantes.
No fue hasta la hora del cierre de la iglesia, hora pues en la que Alonso daba por terminada la jornada y hacía recuento de lo recaudado, cuando se aproximó, con la intención de dejar las cosas claras, a la atezada y atlética figura recostada:
-¿A qué vienes tú aquí? ¿Eh? Di. Ni se te ocurra quitarme el puesto que te rajo…Mañana no te quiero ver. Avisado quedas.
Antuán, que no era francés más que por el nombre –remanente de un pasado colonial- sino africano y negro como el caparazón de un escarabajo, le sostuvo la mirada sin contestar nada. Alonso, valentón aunque de fondo cobarde, se marchó con una sombra de preocupación que lo tuvo desvelado hasta la madrugada. Aquella noche, en la vetusta casa de su viejísima madre, húmeda y descascarillada, comió poco y bebió mucho.
A la mañana siguiente, cuando llegó con su silla plegable al hombro a ocupar su puesto en la entrada del templo se alegró de no ver al fornido negro echado como una sombra sobre la grada contigua, aunque poco le duraría el alivio: apenas una hora después aparecía silencioso Antuán para tomar su puesto. Alonso se mordió la lengua. Y así pasaron los meses en tirante vecindad.

Y llegó la navidad, y el frío le entraba a Antuán por los rotos del pantalón, y ya no llegaría al albergue por que eran más de las ocho, pero estaba tan bonita la calle con sus luces de colores y la muchedumbre alegre entrando y saliendo de los comercios o paseando con despreocupación… Y mientras observaba, entrecortadamente por el continuo cruce de transeúntes, el cartel de los Reyes Magos con la fijeza propia que provoca el exceso de morapio, le dio por ponerse triste pensando en su país, en que allí era pobre pero digno, en su familia, y en que aquí era un mendigo, un paria embrutecido al que nadie importaba. Bajó la mirada hacia la maraña de pies que pasaban y que le parecieron, medio borracho como estaba, enjambre vertiginoso, y reparó en la corona de papel, dorada, sucia y arrugada que un golpe de aire había puesto al alcance de su mano. Repentinamente sintió miedo de que otro golpe se la llevara, por lo que, doblándose hacia delante, la tomó, la miró con fijeza y se la puso sobre la cabeza. Después levantó la mirada y contempló de nuevo, intermitentemente, el cartel de los móviles.
-¡Mira papá, es Baltasar! ¡Baltasar! ¡El rey Baltasar! –Dijo una niña pequeña, demasiado pequeña para ser cruel, tirando de la manga de su padre.
Antuán la miró, y la expresión radiante de la niñita, tan brutal, le arrancó una lágrima que no supo si era de alegría o de pena o de las dos cosas a la vez.

lunes, 17 de diciembre de 2007

El detective panóptico: Barrabasadas fantasmales de Fonseca el ateo.

Nos cruzamos las miradas. Le lamí el cuerpo con los ojos. Me paré en la abertura de la blusa beis. Por entre el hueco de los ojales se adivinaba un sujetador malva. Ella me miró las orejas, no sé porqué, y los pies. Suspiró como resignada y se abalanzó sobre mí y yo sobre ella. La cabina del ascensor se balanceó con el encontronazo de los cuerpos mientras seguía descendiendo. Le metí mano por debajo de la falda negra buscando sus bragas mientras ella me liberaba el botón de la bragueta. La subí entre mis brazos y se la incrusté a la señora fiscala que inmediatamente empezó a aullar y se corrió. Así, como les cuento. No duró más. Fue el polvo más rápido de mi vida…bueno, en mi caso ni siquiera polvo, a lo más aguachirle; sin embargo ella parecía tener el tiempo cronometrado; íbamos por el tercer piso cuando me apartó desabrida. Con premura y eficacia se arregló la ropa, el pelo y la pintura de los labios de cara al espejo del ascensor, a través del cual me echó una mirada fiera para que me subiera los pantalones y espabilara. Cuando llegamos a la planta baja ella salió muy digna con la cabeza alta, percutiendo sus tacones negros contra el mármol del palacio de justicia, su maletín, adelante atrás, pendulando junto al muslo derecho como un reloj de pared al toc toc de sus taconazos.
Yo salí tras ella con el atuendo a medio componer y la picha tiesa y dolorida, aprisionada, agraz, bajo los calzoncillos. El conserje me miró y se rió dando un codazo al vigilante de seguridad, barrigón y con cara de golfo, apostado junto al detector de metales que lo imitó en la chanza. Ambos se quedaron risueños mirando a la fiscala alejarse bajo los altos eucaliptos del parking hasta perderse calle abajo en dirección al centro.

A todo esto yo…bueno, yo nada. Quiero decir que no hubo polvo exprés con la fiscala ni con nadie. Me explico: minutos antes de estar sentado en el primer asiento de un módulo de cinco dispuestos espaciadamente a lo largo de un pasillo de la comisaría, esperando a que terminara el cónclave de polis que debía de dirimir como buscarme las vueltas (supuse), me había cruzado con Perico, un madero camorrista aficionado a los mentideros de las barras de bar y a las fulanas del club “Alborozo” que me avisó, señalando con la cabeza un televisor mudo que pendía sobre un soporte en una esquina: “Macho, como te toque esa fiscala te va a follar vivo”, en referencia a una mujer envuelta en una toga lúgubre, mal encarada pero de buen porte, que aparecía a retazos en una noticia sobre juicios.
Dicho y hecho.
No fue más que el momentáneo calentón de ver por un momento a la fiscala que acaso fuera comisionada por algún preboste para empapelarme y con la que yo, quizá por venganza, fantaseé con tirármela de mala manera. Pero, como se ve, había prevalecido la maldición de Perico y fue ella la que me trató como una colilla: ya ni en mis fantasías era capaz de salir airoso de aquel embrollo. Por que, efectivamente, como me avisara García en el hospital, mi presencia en aquella casa (la del pistolero ése que les relataba el otro día) y en aquel momento preciso era algo que tenía que saber explicar convincentemente, cosa que, como es natural, no me iba a resultar fácil.
Pero vayamos aún más atrás.

A la semana siguiente de ingresar en la planta de casos raros (el mío lo era de distermia) en el Hospital Carlos Haya me dieron el alta. Después de varios días comiendo la insípida comida hospitalaria, y sufriendo el trato mezquino de las enfermeras (que pensarían que se la jugaban con un peligroso criminal, sospechoso -suficiente para ser culpable- de haber intentado matar al Rey, el simpático Don Juan Carlos) parecían no poderme soportar. No me miraban por sistema cuando me auscultaban, controlaban el suero u observaban extrañadas la permanente baja temperatura, 33 grados, de mi cuerpo, ni me dirigían la palabra excepto cuando era necesario, es decir, excepto para dar órdenes tajantes: “vuélvase”, “levántese”, “respire hondo”, “échese”, “tápese”, “duérmase”… Casi les faltaba decir: “muérase”.
Al final me restablecí de mi extraña dolencia: la temperatura corporal recuperó su valor estándar; mis impulsos criminales, sentía yo, estaban en los niveles de cualquier virtuoso hijo de vecino, y dormía perfectamente de noche (aunque sufría de recurrentes pesadillas de gente muerta que me atosigaba), sintiéndome activo y despertado por el día (a pesar de las pesadillas del paréntesis anterior), también como el común de los ciudadanos.
Así, pues, me dieron el alta, sí…pero para ir a la comisaría.
Y allí estaba, por fin, esperando en aquel pasillo desnudo, solo excepto por un guardia apostado de pie al otro lado del módulo (de azul cromado con asiento de rejilla) de asientos funcionales en el que estaba sentado, con la nuca apoyada contra la pared fría mirando soñadoramente una mancha oscura que parecía de humedad en el ángulo recto de la pared con el techo por la que fui engullido panópticamente y violado por la fiscala en la manera y forma que ya he relatado.
Pues bien, cuando por fin entré en el despacho con los huevos doloridos me recibieron varios tipos trajeados que empezaron a hurgar en mi pasado con total impudicia, que si esto, lo otro o lo de más allá…no contestando yo más que a lo que me daba la gana. ¿Quiénes se habían creído que eran? Me amenazaron con acusarme formalmente de pertenencia a grupo terrorista y de intento de asesinato al Jefe del Estado. ¡Toma castaña! Me ofrecieron un abogado de oficio, un tipo que bostezaba todo el tiempo (es que la niña no me deja dormir: la madre trabaja en el turno de noche y es que no pego ojo -se justificaba-) y me enchironaron preventivamente a la espera de nuevos interrogatorios, que llegaron pronto aunque con cambio de escenario, para peor. Ahora ya no era un soleado despacho de polizonte con vistas a la calle con su máquina dispensadora de agua mineral, fría y del tiempo, su mesa, su material de oficina y su foto de familia enmarcada en sapeli. Ahora era un cuarto sin ventanas, con un espejo grande en una de las paredes (por el que observarían mis reacciones, los fisgones), una mesa y tres sillas. Un sitio desolador parecido a una sala de disecciones. Allí hurgarían en mi ser buscando pruebas irrefutables de mi comportamiento culpable.
El encargado de la tarea, un tipo joven, alto y atlético, con corte de pelo militar y acento norteño, venido quizá ex profeso desde los madriles, proseguía así su interrogatorio, tostón y repetitivo:

-Bien detective, ¿entonces nos va a contar de una vez que fue lo que pasó?- Preguntaba el pollo insistente.
El abogado casi desde el principio cayó grogui encogido en la silla con la cabeza apoyada sobre su clavícula izquierda. Suspiraba plácidamente. Le hice una señal al poli para que no lo despertara.
-Ya se lo he contado, ¿en qué parte se perdió? Mejor aún, ¿por qué no se lo preguntan al tipo ese con el que me jugué los cuartos? Creo que evité que apretara el gatillo ¿no? Todavía nadie me lo ha agradecido por cierto, y mucho menos Su Majestad.
- Ya veremos, no pierda la esperanza, a lo mejor todavía le clavan una medalla o mejor aún le hacen su alabardero personal, pero antes debe aclarar algunos hechos… además al otro tipo ni le conocemos la voz. Ni para pedir ir a cagar despega los labios. Por eso se lo pregunto a usted, que por contra y según dicen, gusta tanto de fardar. Por otro lado tampoco estamos muy seguros de lo que pasó…nada seguros… puede incluso que fuera él quién evitara el atentado, sí, quién le impidiera a USTED (pronunció con énfasis, su dedo índice apuntando hacia mi ancha nariz moteada de puntitos negros) apretar el gatillo.
-Ah, vaya, ahora me quieren cargar con el muerto, ¡joder!, todo esto cada vez se parece más a una película de Hitchcok…
- Me temo que esto no es una película, ni tampoco una de sus visiones oportunas, a la cual ya volveremos después. Esto es la realidad, y la realidad es que le encontraron intentando estrangular a alguien, que no sabemos aún quién es (puede que su cómplice) en el mismo piso y en la misma habitación en donde se halló un rifle con mira telescópica, montado sobre trípode, apuntando en dirección al Jefe del Estado y listo para ser disparado. ¿Se hace cargo de la situación, detective?
Mi abogado empezó a roncar débilmente.
-Umm…-me hacía cargo desde luego-, ya veo. Así pues, desde mi punto de vista, solo hay dos personas que saben la verdad, yo, el inocente, permítame proclamarlo, y el verdadero culpable, el cual se niega a hablar y que si lo hace podría encontrar provechoso seguir con la misma vaina que usted y entonces ¡apaga y vámonos!
Suspiró.
- En principio, en este tipo de situaciones, los silencios inducen a la sospecha pero… el no saber aún de quién se trata..-dijo mirándome de soslayo-... Podría ser un perturbado.
-Yo le noté acento caribeño, y sí, un poco perturbado sí que estaba...- dije con disimulo, “¡diablos!, yo sí que estaba perturbado”, pensé.
Se echó ligeramente hacia adelante, conteniéndose, y sus pupilas se empequeñecieron intensificando su mirada sobre mí. Instintivamente me puse en guardia.
-¿Cómo sabe que era acento caribeño? –dijo aparentando desinterés-, ¿ha estado allí alguna vez?
De nada valía mentir, se veía una legua que conocía mi periplo esmeraldino.
-Sí, no hace mucho estuve en Isla Esmeralda… trabajando.
-¿Trabajando en qué?
-Me contrataron para averiguar el verdadero estado de salud de la momia que tienen allá por dictador, enfermo por aquel tiempo. Mis clientes sospechaban que podría haber fallecido y temían que el régimen ocultara su muerte para evitar la crisis política.
-Ya. ¿Y recuerda quién lo contrató?
-Lo hizo uno en representación de otros, un grupo de exilados establecidos en la ciudad dedicados al negocio de la manduca y los mojitos, vamos de la restauración, quiero decir, pero en este momento no recuerdo su nombre. En los archivos de mi oficina están los datos.
-Sí -dijo abriendo la carpeta de tapas negras que había mantenido sobre el regazo sin abrir hasta ese momento-, en efecto: Jorge Montañés.
- Ese fue el fulano.
Hizo una pausa antes de anunciar:
-El señor Montañés está en paradero desconocido, aunque creemos que se trata de un agente del régimen de Esmeralda.
Estiré el cuello sorprendido.
-¿Qué? ¿Agente esmeraldino? Eso es absurdo.
- No veo por qué.
El abogado, con expresión afligida, empezó a musitar en sueños:
- Duerme, mi niña, duerme…mi niña bonita…cht cht cht- y chasqueaba la lengua y juntaba los labios como si mamase de una teta.
Lo miramos atónitos durante unos segundos. Luego retomé el tema.
-Pero… ¿por qué un lacayo del régimen iba a contratarme para recabar una información de la que tendría buena cuenta?
-Dígamelo usted.
-¡Y yo que sé! Esto me pasa por violar mi código deontológico, ¡coño!
-¿Qué código es ese?
- Tengo por norma no aceptar casos relacionados con la política-. Me estaba poniendo nervioso. Empezaba a entrever las fatales consecuencias de toda mi actuación esmeraldina, y no me gustaban las implicaciones que se pudieran derivar.
-¿De veras? De modo que no le gusta la política.
-No.
-Pues para ser apolítico…-y empezó a leer un folio impreso extraído de la carpeta-…”me declaro refugiado político del capitalismo criminal, que solicita humildemente ser aceptado en la Isla del Socialismo, renunciando voluntariamente a la nacionalidad española y a la misma España, explotadora de pueblos durante siglos, además de agradecerle a Nuestro Amado Líder…”
-¡Ah, por favor, eso era un camelo, hombre! –quise atajarle sin éxito.
-“…el que bajo su atenta y bondadosa guía, esta Isla, que puede pasar por insignificante, sea considerada en todo el mundo el ejemplo de lucha a seguir por los pueblos sometidos, y muy especialmente por aquellos bajo la férula del repugnante y nefando imperialismo yanqui: el paraíso de los capitalistas y el infierno de la clase trabajadora”-. Dejó la carpeta sobre la mesa. -Vaya, no está nada mal, ¿ha pensado en dedicarse a ello?
-Ya le he dicho que no me interesa. Eso –dije señalando al maldito cartapacio, molesto por la burda jugarreta policial- no fue más que una actuación que me permitiera infiltrarme y resolver el caso. Mi única preocupación era resolver el maldito caso para el que había sido contratado. Nada más.
-Claro –dijo retomando de nuevo la carpeta de marras-, por eso también se hizo fotos en buena camaradería con el dictador –decía mientras las hacía deslizar sobre la mesa lustrosa hacia mí: allí estaba con el abuelito dictador, sonriente yo, babeante él-, con militares de alta graduación -proseguía-…a ver, sí, en ésta sale muy convincente rompiendo su pasaporte… en esta otra…
Me revolví en la silla con desazón.
-Ya le he dicho que todo fue una mascarada.
El poli dejó pasar los segundos.
Entonces empecé a notar el zumbido de un insecto, como de mosca, alrededor de mi cabeza.
- Bien, de acuerdo…veamos… De Esmeralda pasó a Miami ¿no es cierto?
- Cuando obtuve lo que fui a buscar logré escapar ayudado por los disidentes, sí. –Recordé a Flora: su pelo al viento recortado contra la enorme ola que nos tragaba.
-¿Qué disidentes?
-Unos que vivían en la sierra.
-Allí no hay disidentes que vivan en sierras ni en montañas ni en ningún sitio. Los disidentes de Esmeralda sobreviven en cárceles o confinados en sus domicilios.
-Pues allí había disidentes políticos, una especie de guerrilla neoliberal…, sí sí, neoliberal, je je, parece ridículo, pero allí estaban, viviendo en la sierra. Yo estuve con ellos. Puede que sea un asunto desconocido fuera de la isla –dije con impaciencia.
-Sobre Esmeralda lo conocemos todo; no sé con quiénes trató pero no eran guerrilleros, y mucho menos neoliberales. Lo que sí sabíamos es que estuvo usted en Miami, como acaba de confirmar, y curiosamente casi el único dato que tenemos del otro tipo, de nombre… –leyó-… Fulgencio Hurtado, según un pasaporte –posiblemente falso- hallado en el piso, es que llegó a España en un vuelo procedente de Miami. Curioso. ¿Se conocieron allí? ¿Era el lugar de contacto? ¿Con quién más se reunió en Miami? ¿Quién era el jefe, alguien de los servicios secretos de Esmeralda? ¿Fue el atentado idea de ellos? Vamos conteste.
-Ah, hombre, por favor, no sea ridículo: en primer lugar yo al Fulgencio ese no lo había visto en mi vida, y segundo no tengo ni idea de quién está detrás.
La mosca continuaba incordiando yendo y viniendo. Empecé a batear el aire mientras el poli seguía hablando al mismo tiempo que, extrañado, miraba los aletazos de mi mano alrededor de mi cabeza.
-Le haré un resumen de lo que tenemos: tenemos a unos posibles agentes del régimen de Esmeralda poniéndose en contacto con usted; inmediatamente después cruza el charco; le sigue una conversión al socialismo, la suya, de lo más mediática y jugosa, una renuncia a su nacionalidad y a su país, al que califica poco menos que de genocida; y tenemos su vuelta a España vía Miami, de la cual procede asimismo el otro tipo, ése al que intentó cortar el resuello en una habitación desde la que según todos los indicios se pretendió atentar contra la vida del Jefe del Estado. Y no solo eso sino que…pero ¿qué hace con la mano, hombre? ¿Se quiere estar quieto de una puta vez? –dijo exasperado.
-¿Que qué hago?...nada, esto de meter moscas cojoneras en los interrogatorios qué es ¿una nueva manera de poner nerviosos a los sospechosos? ¡Qué coñazo!
-¿De qué habla? Yo no veo ninguna mosca.
Entonces oí la puerta abrirse a mis espaldas. Un polizonte cualquiera, calvo, con anillos de grasa por cintura, la parte trasera de la chaqueta arrugada de llevar horas sentado fisgoneando ante el ordenador, entró y le cuchicheó algo al oído. Después se fue por donde vino, con sus mofletes colorados y rostro lampiño, sin dedicarme una mirada.
- Discúlpeme un segundo- dijo el otro saliendo a su vez, demudado.
Aprovechando su ausencia, aunque sabía que tras el espejo seguirían observando, miré en derredor buscando al maldito insecto, pero no lo hallé. Entonces me sobresaltó su zumbido en mi oreja derecha, el aleo vertiginoso de sus alas penetrando. Para cuando mi dedo índice acudió fulgurante, llevado por un impulso pánico, ya era tarde: se quedó impotente (demasiado gordo) a la entrada del pabellón auditivo; probé inútilmente con el meñique, pero el bicho ya discurría por mis conductos internos provocándome una angustia inefable.
La vuelta del polizonte me sorprendió agitando la cabeza en bandazos hacia la derecha con la vana esperanza de que el maldito insecto saliera atraído por la fuerza de la gravedad. Invoqué a Newton para que así fuera pero fue inútil.
-¿Se encuentra bien? – preguntó mirando al espejo un instante, como si inquiriera a los fisgones tras él “¿qué le pasa a éste?”. Su voz expresaba desconcierto. Se sentó de nuevo delante de mí y junto al abogado que seguía rememorando, angustiado, las insomnes noches con su hijita: “duerme ya, chiquita, duérmete…”, rogaba casi sollozando).
-¿Le ocurre algo, quiere un vaso de agua? –preguntó solícito.
- No, de hecho…- la sentí por la nariz. Empecé a hurgármela con desesperación-…creo que… ¡ACHUSSS!- estornudé ostentosamente no pudiendo evitar que un proyectil redondeado de moco verdoso saliera de mi boca impactando contra la pernera derecha de su pantalón.
- Lo siento, yo…parece que tengo algo en…
- Está bien, está bien, no pasa nada…- decía resignado con cara de asco mientras sacaba un pañuelo blanco inmaculado y se limpiaba el esputo-. Lo que verdaderamente tiene importancia –ahora lo notaba en la garganta, al maldito bicho- es que al que usted señalaba como único culpable de toda esta historia se acaba de quitar la vida en su celda.
Fue justo entonces cuando sentí un pinchazo por la zona de nuez.
- ¡Eso no es verdad!- grité destemplado con voz inesperadamente aflautada y chillona. En realidad no sentí que fuera yo quién hablaba sino la jodida mosca que se había enseñoreado de mi aparato fonador.
- ¿Qué no es verdad? ¿Y por qué no iba a serlo? –preguntaba el polizonte desconcertado.
Yo empecé a carraspear con fuerza para intentar desasir a aquella cosa de mis cuerdas vocales. Lo conseguí. Ya con mi tono recuperado, le contesté:
- Perdone agente, perdone, no quería decir eso…yo es que… ¿y como ha sido?
Me miró unos segundos con el entrecejo fruncido, desconfiado, antes de contestar:
- Es probable que se haya ahogado en el váter…las circunstancias todavía están por dilucidar aunque parece que ha desclavado un anaquel de la pared y lo ha dispuesto de manera que…
-¡Jodido mentiroso de mierda, zoquete tullido neuronal!- volvió a decir la mosca con voz ridículamente atiplada que salía sin embargo de mi garganta- ¡nunca antes me había sentido tan vivo como ahora!
El poli se levantó de su asiento con evidente enfado como si le dieran con saña un torniscón en las posaderas, agotada la paciencia.
- Pero ¿qué dice? ¿Está loco? ¿Le parece acaso su situación poco seria como para estar haciendo de ventrílocuo gilipollas?
El abogado cabeceó en la silla, y recogiéndose la salivilla que se le descolgaba por la comisura de los labios, se irguió como movido por un resorte y exclamó, aturdido:
- ¡Es “intolable”! Está “intrimilando” a mi cliente…-balbuceaba.
-¡Cállese! –le ordenó el agente.
Yo, mientras, carraspeaba con más fuerza produciendo un estentóreo bramido de oso en celo, a resultas del cual un nuevo esputo, éste más pequeño, impactó contra los mocasines negros del poli, aunque él, afortunadamente, no fuera consciente de este nuevo ataque a su decoro personal.
La buena noticia, entre tanto barullo, era que con el gapillo parecía haber salido también el odioso bicho ya que me sentía la garganta libre de picores alienantes, bastante molestos. Aún así, temiendo nuevas incursiones del maldito cínife que pudieran llevarme de cabeza a la gayola, fingí estar muy indispuesto. El poli me creyó sin necesidad de muchas explicaciones y justo cuando dos uniformados me llevaban vi por el rabillo del ojo que se miraba los mocasines reparando en el moco verde, redondo y lustroso, en la punta de su zapato derecho. Todavía tuve tiempo de verle una mirada de rencor y asco dirigida a mi panóptica aunque humilde persona, antes de abandonar la sala de disecciones.

Pasó otro día con su noche y al fin y a la postre tuvieron que soltarme bien en contra del criterio de la “rompehuevos” de la fiscala, que, según se contaba en los pasillos de los juzgados (chismes que me transmitió mi ojeroso abogado) había transigido ante la evidencia de no tener ninguna prueba definitiva contra mí. No tenían nada más que una serie de pejigueras coincidencias. Por supuesto lo de los agentes esmeraldinos contratándome en vez de los patriotas restauradores fue un tiro a ciegas del poli por si sonaba la flauta (y vaya si sonó, pero soplada por la mosca), daba en el blanco y a resultas de ello lo ascendieran en su meteórica carrera. También influyó positivamente el informe que García hizo a mi favor, poniendo al corriente a sus colegas y a la fiscala de mis antecedentes y de mis heterodoxos métodos detectivescos. Al final me mandaron a casa con la orden tajante, eso sí, de no salir de la ciudad.

2.
Cuando llegué a mi piso, casi dos semanas después desde el día de la muerte de Agus, ya anochecido, lo primero que hice fue prepararme un lingotazo de güisqui de buena malta escocesa… creo que aún no lo he dicho pero si alguien pensaba que vivía en mi querido despacho del centro de la ciudad debo desengañarlo. Mi domicilio se encontraba en las afueras, en un barrio de nueva planta limitado al norte por un enorme pedrusco, al que podríamos denominar monte… no, no tan alto…cerro… mejor loma, sí, loma, límite natural por aquella vertiente a las ansias expansivas de toda ciudad que se precie de pujante e industriosa…a no ser que al parnaso de este rincón del Mediterráneo (si hubiera cosa de tal nombre en esta Arcadia de la maledicencia y las mierdas de perro) le diera por fundar un “Montparnasse” malacitano sobre su arrugada superficie…
Me encontraba, pues, en el hogar –hipotecado- repantigado en un sofá vibrador de respaldo abatible y reposapiés retráctil (regalo de un cliente agradecido por hacerle ver la verdad de su hasta entonces virtuosa –solo en su coleto- esposa) y pensando en que por fin desde aquel día aciago en que me vinieron a visitar García y Sánchez, es decir (ya va siendo hora también de decirlo), el inspector Abel García y el subinspector Diego Sánchez, podía descansar y olvidarme de todo lo que había ocurrido en tan poco lapso de tiempo: la muerte de Agus, los crímenes sin resolver durante la ola de frío, el, en fin, sueño ese tan extraño y oscuro, mi estado de ánimo alterado y criminógeno, y mi lucha, tan heroica como ingrata, con el frustrado regicida, el tal Fulgencio… pero ¿realmente podría olvidarme de todo? Aún no sabía cómo explicar lo ocurrido en la comisaría con aquel insecto al que, sin embargo, parece que nadie vio excepto yo…Bien, podría pensar el lector y yo coincidiría con él, los insectos son pequeños y pueden pasar fácilmente desapercibidos pero ¿y eso de que se me metiera por la oreja y hablara de manera tan insidiosa apoderándose de mis cuerdas vocales? ¡Qué locura! No, todavía no estaba recuperado del todo. Mi impresionable naturaleza panóptica seguía un tanto desquiciada. Es verdad que aunque ya no me deleitaba fantaseando con crímenes sangrientos no debía estar plenamente curado de mi enfermedad (a la que los médicos no supieron bautizar y que yo, lector aficionado al diccionario, le di en llamar, inventándolo, “criosis”, término que me pareció bien sonante y muy apropiado) ya que permanecía una sensación de frío como si se hubiese quedado una puerta o ventana de mi alma abierta por donde entraba, silbando, una ráfaga de aire helado.
Mierda, pensé, creo que me tomaré unas pequeñas vacaciones. Y bien pequeñas debían ser desde luego, continué pensando, si quería seguir pagando las facturas y durmiendo bajo techo. Y es que hay pocas cosas más amenazantes en la vida cotidiana que la inexorable puntualidad mensual de los bancos a la hora de exigirte que saldes la deuda contraída con ellos (casi para el resto de tu vida) con ese estilo, además, cordialmente seco, rayano con los modos mafiosos más elegantes antes de despendolarse (agotada la santa paciencia criminal) pistola en mano, y ponerlo todo perdido de sangre en una acción ejemplarizante que, por otro lado, ayuda a mantener el prestigio de la empresa, tan importante en los negocios, sobre todo si son ilícitos. Porque si eres un epígono de Al “caracortada” y no te pagan ¿a qué juez vas a recurrir para la defensa de tus intereses? “Sr. juez, este bribón desaprensivo me debe 10 000 eurazos de un asuntillo de drogas que teníamos en común”. No, el mundo del hampa es un universo subterráneo que corre paralelo a la noosfera legal. Tiene sus propias leyes, sus propios jueces –de la horca- y sus propias penas que, por resumir, suele ser una sola: la muerte. Cuando esto ocurre es cuando el inframundo emerge a la luz junto con el cadáver.
Así, nos estamos dejando los piños en masticar la ternera con patatas, intentando coger al vuelo –sobre el bullicio de los niños que se niegan a comer, los que tengan tal suerte- no ya la literalidad sino el sentido de lo que dice el agorero presentador, cuando en las noticias informan de que ha aparecido un finado en su coche con un tiro en la cabeza. ¿Y por qué? Ajuste de cuentas, arguyen cuando no saben qué decir. El inframundo ha emergido momentáneamente y somos conscientes de que mientras luchamos con el jodido estofado (“¡María!, ¿has dejado la ternera en leche para ablandarla, hija?…que parece que me estoy comiendo la suela del zapato, ¡coño!…su puta madre, la jodía vaca”) sigue discurriendo por los albañales, medrando, corrompiendo y muriendo si te pasas de listo.
Y ahora yo me he topado con ese inframundo, incluso en cierto sentido vivo con un pie dentro de él, tentándome…Una tarde me levanto enfermo, me dirijo a una casa con la que creo haber soñado y me encuentro con un asesino, un tipo del que apenas se sabe nada, alguien que llevaría mucho tiempo planeando en la oscuridad un modo de desestabilizar la vida de todo un país, y ahí que aparezco yo, cuán James Bond al servicio de Su Majestad Católica (¿o ya no?), evitando que le vuelen la cabeza y la corona al Rey de España. Joder, ¿y para qué? Para verme con un pie en la cárcel. Vaya mierda.

Para cuando llegué a tan desalentadora conclusión el güisqui se había acabado. Decidí servirme otro y soplármelo en la bañera mientras me tomaba un largo y relajante baño.
Así pues, me encerré en el aseo; taponé la bañera; accioné los mandos del agua abriéndolos al tope regulando la temperatura hasta dar con la óptima (más bien caliente para que aguantara cálida el mayor tiempo posible), me senté sobre la tapa del váter y esperé a que se llenara mientras bebía tranquilo mi segundo güisqui. No pasó mucho tiempo antes de que el vapor cálido y húmedo se elevara como miasma de la concavidad grisácea a la lúgubre luz amarillenta que emitían dos bombillas lacadas en gualda, una a cada ángulo superior del empañado espejo, y se pegara sobre el alicatado como si sudaran copiosamente.
Para cuando, achicharrándome, me sumergí despacio hasta el mentón ya todo estaba invadido por una fumarola gris y pegajosa. Aún tuve que incorporarme, sin embargo, para asir el vaso que había dejado sobre la tapa del cagadero, afortunadamente al alcance de la mano desde la bañera, que apoyé en la esquina derecha, junto a mi cabeza. Entonces, por fin, cerré los ojos con la intención de relajarme.
El hielo, de cuando en cuando, crujía en mi oído.
A veces, de la calle venía la trompetería ronca y desaforada de alguna moto de niñato con el escape picado; algún grito de quinqui llamando a alguien; algún dengue de quinceañera asediada por la torpe pasión adolescente de su “rollo”…una pequeña brisa refrescándome la cara… cada vez más fresca…por mi mente aturdida cruzó el pensamiento de que había dejado el ventanuco del baño abierto. Entreabrí los ojos con pereza. Pasó un momento antes de que lograra comprender, aun con los ojos como platos, qué estaba viendo realmente. Justo delante de mí, pendiendo sobre el agua a la altura de mi entrepierna, se desarrollaba una escena más propia de fenómenos meteorológicos producidos en las alturas que en mi angosto cuarto de baño. El vapor ocre de la estancia se arremolinaba en torno a un centro como una columna viva, rolando a la manera de un algodón de feria alrededor de su palo (que el niño asirá para devorarlo -el mentón pegajoso y rosáceo-). Pegué un brinco. Con el codo tiré el vaso de güisqui al suelo. Lo oí quebrarse. No me atrevía a levantarme. Estaba paralizado. Además si lo hiciera quedaría mi cara a un palmo de aquella cosa en torbellino y no quería verme en esa situación. Así que me quedé sentado en la bañera con la espalda en tensión presionando contra el respaldo sin nada mejor que hacer que observar, atenazado de miedo.
De la masa informe poco a poco se fue perfilando lo que parecía un rostro humano, cada vez más familiar. Para cuando supe sin error de quién se trataba no tuve tiempo más que para emitir un “oh” absurdo antes de que “eso” con rasgos de Fulgencio, el regicida, me pegara un soplamocos descomunal con un brazo de vapor condensado directamente en carámbano de hielo que hizo que, aparte de descuajarme un diente de su engaste mandibular, me diera un testarazo en la nuca contra la bañera que me suspendió los sentidos, la vista en blanco y un ensordecedor pitido en los oídos, durante unos instantes inciertos. Estaba, lo que se conoce en términos boxísticos, sonado.

Lo primero que percibí después de esa aturdida ida y venida fue la risotada bronca y bisbiseante de aquella cosa con visajes de Fulgencio. Tomé conciencia de que si seguía de espectador en aquella peli de serie B acabaría hecho papilla como Rocky en todos y cada uno de sus combates aunque, como él, yo también aspiraba, al final, salir victorioso y poder decir, casi sin dientes y con la lengua estropajosa “soy el bejor, soy el bejor”. Así, mientras Fulgencio se meaba de la risa yo doblé el brazo izquierdo por detrás de la cabeza buscando el tarro de champú con extractos de anís. Tanteé el tapón y comprobé que estaba bien cerrado, no fuera que en el impulso me quedara con el tapón en la mano y el tarro dándome, de nuevo, en la cocorota. A continuación lo arrojé con todas mis fuerzas contra mi descojonado antagonista. Le di en lo que parecía la cabeza, que atravesó fulgurante, para terminar el tarro reventado contra la pared. Entones toda la mole se deshizo en agua cenagosa y negra. Se derrumbó escalonadamente y me recordó a cuando, tumbado en una cama en Ámsterdam, asistí, entre brumas marihuanas, a la caída de las torres gemelas de Nueva York “Joder con los americanos, vaya película se han montado” recuerdo que pensé ignorante del relato de los hechos que iba haciendo el locutor guiri, aunque el guiri fuera yo. Allí el problema subsiguiente fue el polvo y el humo, aquí, en mi bañera empantanada, lo era un cieno negruzco y unos bichejos salidos de no sé donde, parecidos a cucarachas y escarabajos que me daban mordiscos por todo el cuerpo. Aquello me fustigó para hacer lo que venía deseando desde el inicio de la metamorfosis fulgenciana: salir de naja de aquella bañera maldita convertida en boca del infierno y en potaje de insectos inverosímiles, lo cual hice imprudentemente ya que olvidándome del vaso hecho añicos en el suelo me clavé sus restos en las plantas de los pies produciéndome un agudo dolor. Cerré la puerta del baño tras de mí y corrí al dormitorio. Me embutí en un chándal azul oscuro mientras no paraba de maldecir y barbullar todo mi repertorio de tacos y aún otros que iba inventando sobre la marcha. Metí en una bolsa de viaje algunos trapos y postergué los primeros auxilios de mis pies heridos para cuando llegara, andando como si pisara brasas (el cuerpo doblado de dolor a cada paso) a mi despacho en donde había decidido parapetarme contra tanto fenómeno extraño de los cojones.

Allí, en el sofá de mi querida oficina al que había arribado después de un sonambulesco viaje en taxi, me apliqué una cura de urgencia y me envolví los pies en unos vendajes anudados de cualquier manera: poco después pagaría cara mi incuria. Pero estaba tan nervioso pensando en la furia de Fulgencio, mirando a mi alrededor con miedo de verlo emerger de los rincones mas oscuros de mi despacho, que no estaba para eso ni para nada que no fuera regodearme en seguir pensando en lo que había ocurrido. Así, atar el cabo suelto de la mosca fue fácil. Si había sido capaz el fantasmón de materializarse del vapor de agua, poseer el cuerpo de una delicada mosca le tuvo que resultar pan comido. Al final, agotado de tejer y destejer insensateces, no lograría pegar ojo hasta que el crepúsculo traído por el chillido de las golondrinas asomó por la ventana. Solo en ese momento, sintiéndome protegido por el regio astro que se adivinaba tras los jirones azulados y malvas del horizonte, pude por fin entregarme a un sueño tranquilo y profundo, aunque breve…

3.
Sobre las once y media de la mañana, un bocinazo tremendo de camión seguido de un terrorífico rechinar de frenos me hizo despertar. Afortunadamente ningún viandante terminó despachurrado bajo las ruedas de un volquete que con motivo de unas obras una manzana más allá pasaban ahora con tanta frecuencia por la calle.
Dolorido de pies, y después de quitarme, en un procedimiento doloroso (que voy a omitir en consideración al lector) por haberse quedado adheridas las vendas a las llagas (trabándose con ellas en postillas, por lo que al quitar aquellas salían también éstas, siendo como si te desollaran vivo... pero no entraré en detalles), el "aparatoso" (según los futboleros) y chapucero vendaje, y cambiarlo por otro (esta vez empapado en yodo y agua oxigenada para evitar adherencias) me dirijo, decía, andando poco menos que como Chiquito, a desayunar al bar de Juanito, el cual, siempre serio y desganado (metiéndome el ojo en el recién hueco creado en mi dentadura por Fulgencio), tan parco en palabras como mezquino a la hora de remozar su cochambroso local, me cambia un billete de cinco en moneda contante y sonante para llamar desde el teléfono público situado en una esquina de la barra, junto al ventanuco de la cocina y la máquina dispensadora de pistachos, a Antonio, conocido en la televisión local donde tenía un programa de videncia en directo como “Toni Trimegistos”, mariquita estrafalario y sedicente augur de la ribera del Nilo.

-Digaaa –prorrumpe cursi al cuarto pitido arrastrando la a.
Di un sorbo al café antes de decir:
-Hola, ¿cómo anda pichurri? –Pichurri era un chucho faldero, pequeñajo y feo como el demonio, peludo y altivo con su cara chata al que había encontrado, no antes de ser contratado por Trimegistos y de seguir asombrosas pesquisas (que puede que algún día relate), medio muerto en el portal de una casa de putas.
- Uy, pero si es mi sagaz detective –dijo con retranca. Huelga decir que Toni estaba loca por mí-. ¿Qué se te ofrece machote?
- Verás, estoy en un aprieto… ¿Qué tal te llevas con los espíritus últimamente?
- Yo no trabajo con espíritus cariño, deberías saberlo. Lo mío es la adivinación egipcia –dijo molesto- pero cuéntame que te pasa… ¡ay pichurri estate quieto! –exclamó con voz alejada del teléfono.
- Verás, es que creo… ¿me escuchas?...
-Sí, dime, es este perro que desde lo encontraste yéndose de putas lo tengo todo el día enganchado a la pierna… ¡guarro! –le recriminaba de nuevo con voz lejana- ¡que eres un guarro! Bueno dime.
- Pues el tema es que creo que tengo a un espíritu encabronado dándome la tabarra y quisiera saber cómo librarme de él.
- La verdad, no me extraña nada, eres un mal bicho, pero yo no te puedo ayudar. Desde que una vez, durante un “polstergeist”, el espíritu de una maricona encelada con la que mantuve un idilio me quisiera hacer rodajas con el cuchillo jamonero, es que paso. Ya de viva apuntaba maneras pero de muerta ¡uy!… Pero sí te puedo recomendar a una amiga.
-Eso estaría bien.
-Se llama Irene aunque todos la llamamos Madame Chochó, ya verás por qué.
- Madame Chochó. Suena bien… ¿tienes su número?
Lo tenía. La llamé inmediatamente a la señora Chochó y quedamos en mi despacho al cabo de una hora para tratar del asunto.

4. La médium.

Tendría unos treinta-treinta y dos años, delgada, rostro anguloso (especialmente el mentón, prominente), ojos verdes, pelo teñido en rojizo-anaranjado, largo y ensortijado, minifalda de cuero (o sucedáneo), medias de listas horizontales verde-rojo, unas botas negras con tacón temerario por debajo de la rodilla y un abrigo marrón forrado de mechones de lana o algodón (o sucedáneo), que llevó abrochado toda la entrevista. Por la bocana del abrigo sobresalía el cuello de una blusa morada. Aquella mañana en efecto el otoño se había dejado sentir por fin.
Estaba sentada delante de mí con las piernas cruzadas mirándome fijamente con sus fogosos ojos verdes.
Era atractiva, muy atractiva y me había causado, a qué negarlo, una gran impresión.
-¿Y bien? -Dijo divertida, harta de que la mirara embobado sin decir nada-. ¿Es aquí donde tienes el problema con el descarnado?
Tenía una voz dura.
-No no, en mi piso… ¿hace mucho que conoces a Antonio? –pregunté. Suele pasarme cuando una mujer me gusta, que empiezo a ser preguntas como un descosido.
-¿A Toni? Sí, desde hace unos años…-dudó-…bueno, en realidad, desde que actuaba en un local travestido de vedette.
-¿Quién, Toni? ¡Qué bueno! Eso no lo sabía, ¿tú también trabajabas allí? –seguía impertinente.
-No, yo iba de acompañante. A algunos clientes les ponía ese tipo de espectáculos –contestó sin tapujos.
-Ah…- me pilló fuera de juego.
Suspiró, cansada. Yo me sentía cada vez más miserable.
-Pues sí, yo es que antes era puta, ¿no te lo ha dicho Toni? Me extrañaría…
-No.
-Me sorprende…con la lengua que tiene.
Me esforcé en aparentar el mismo interés que si hubiese dicho peluquera. En realidad menos, es decir, intenté no mostrar interés alguno, lo cual no hizo sino acentuar la incomodidad de la situación.
- Bueno, ¿y cómo fue que te hiciste médium?
Se enderezó en la silla. Se sacudió los dorados aladares con un movimiento de cabeza hacia atrás; con su mano izquierda encabalgó (dejando al descubierto una oreja perfecta de la que pendían tres cuentas purpúreas ensartadas en un filamento cobrizo) el pelo que le caía en tirabuzones por la derecha hacia el otro lado, en un gesto de gracia femenina que siempre me había parecido irresistible, como tantos otros que una mujer realiza cotidianamente decenas de veces, ya sea quitarse una chaqueta, arreglarse un zapato, retocarse el maquillaje, recogerse el pelo, soltarlo, o, como en este caso, trasvasarlo hacia un lado dejando al descubierto la mitad del rostro. Todos gestos cotidianos cargados de una gran sensualidad, al menos para mí.
Una vez compuesta la nueva estampa se dispuso, con el rostro iluminado, a explicarme con ardor su modus operandi.
-Bueno verás, en realidad yo siempre he sido médium pero no lo sabía, porque yo la mediumnidad la tengo en el chocho, ¿comprendes?...
-Ah –la interrumpí-, ¿de ahí viene entonces lo de Madame Chochó?
-Madame ¿qué? -había enrojecido- Yo soy Irene, sin más, ¿fue Toni quién te dijo eso? La madre que lo parió…-rió con enfado.
De nuevo había metido la pata.
-No importa, en realidad suena bien…sigue por favor –la insté.
-Sí, bueno, como te decía, yo la mediumnidad la tengo en el chocho por eso durante mucho tiempo pensé que lo mío era el puterío, porque ahí abajo siempre lo he sentido como muy sensible, ¿sabes?, desde chiquitina sentía ahí como una electricidad que... -se estremeció de escalofrió-, y además siempre que había algún fallecimiento yo al fiambre lo sentía ahí, en el coño, como queriendo entrar y claro, una cuando tiene poca experiencia pues no sabe distinguir las cosas… vamos, la vocación, quiero decir, hasta que un día, ya ejerciendo, se me murió encima un tío, ¡mi madre, qué susto me llevé! No era viejo ni nada, no creas, pero se ve que le dio un jamacuco en el corazón, e inmediatamente sentí que se me quería meter dentro.
-No me jodas.
-Como te cuento.
-¿Y qué pasó?
-Pues que tuve que ir adónde una amiga mía bruja para que me lo sacara. Fue por ella que me enteré de que mi chocho irradiaba una especie de energía primigenia que actuaba como imán para las almas perdidas. De alguna manera se sentían atraídos porque no aceptaban la realidad de su muerte y se me metían dentro en un intento desesperado de nacer de nuevo.
-No me jodas.
-Sí, ¡y no repitas más “no me jodas”, coño! A ver si vamos teniendo algo más de tacto.
-Perdón, lo decía sin segundas…
-¡Qué pesado! Bueno pues el tema, por si me quieres contratar, es que yo actúo con mi chocho, ¿vale? Me concentro y les enseño el camino…A la mayoría de esas almas desorientadas les basta con eso, no hace falta que les fuerce a venir ya que, como te he dicho, se sienten atraídos por la fuerza que irradia. Pero hay algunos contumaces a los que debo chupar para adentro, sorberlos, ¿entiendes?, como si fuese una aspiradora. Pero eso no afectaría a la tarifa del servicio, si fuera tu caso.
- Me alegra oírlo, ¿pero después que haces con ellos?
- Ahí está lo bonito de mi trabajo: los mantengo nueve días metidos en el coño, que se corresponderían simbólicamente con los nueve meses de gestación; pasado tal tiempo y mediante un elaborado ritual, que me ha costado años de experiencia perfeccionar, los paro, es decir, nacen alegóricamente de nuevo, los expulso a su nueva vida espiritual situada evolutivamente un peldaño por encima del que estaban antes.
- ¿Sólo uno?
-¿Qué quieres? ¡Mira éste! El resto es cosa de Dios, cariño. No hay que meterse en su jurisdicción. Los hay que lo hacen, pero esos no son auxiliares divinos sino usurpadores…allá ellos, practican la magia negra. Intentan esclavizar almas para sí, pero todo se volverá en su contra: es la ley del Universo: todo el mal que hagas te rebotará multiplicado por dos.
-Entiendo. Es un trabajo apasionante el tuyo… y admirable, pero debe ser molesto tener “eso” lleno de espíritus ¿no?
-Sí, su guerra dan. Pero te acabas acostumbrando.
-¿Y llevas muchos ahora?
-No, ahora solo llevo uno que lo pariré pasado mañana.
-O sea que para pasado mañana ya puedes trabajar, ¿o tienes que esperar hasta después del puerperio?
-¡No, criatura, pero qué puerperio ni qué leches!...mis partos son espirituales, ritualísticos. Ayudo a los despistados en la transición consciente al más allá. De la misma manera que nacemos para venir a esta vida así los paro yo, para que nazcan en la otra. Que es que no te enteras, ¡Jesús, qué mollera! Además, yo estoy en condiciones de trabajar ahora mismo si quieres. Date cuenta que he llegado a tener hasta ochocientos de una vez de cuando un trabajo que realicé en un hotel convertido en un auténtico pandemónium. Así que uno, imagínate si hay espacio.
-Imagino, imagino…Bueno, pues por mí no hay ningún problema. Veo que sabes lo que te haces y además dominas la mecánica… y la filosofía me convence… –-miro el reloj-…si quieres te puedo invitar a almorzar y después por la tarde, si te parece bien, puedes empezar.
Me mira sonriente. Parece halagada.
-Me parece perfecto. Pero ¿no quieres saber cuánto te va a costar?
-Si Toni te ha recomendado estoy seguro de que estaremos de acuerdo en el precio. En cualquier caso te puedo regatear mientras comemos ¿no?
-Yo no regateo nunca. Lo veo tan justo que sería incapaz de cobrar de más o de menos. Además no queda muy elegante hablar de dinero mientras se come.
Sonreí divertido por el concepto de elegancia que tenía Madame Chochó después de relatarme tan prosaicamente como pudo las potencialidades mediúmnicas de su peculiar “coño”.
-Estupendo. Pues a comer se ha dicho.
Decididamente estaba de buen humor. Hasta las heridas de los pies parecían haber recibido el bálsamo vital que emanaba de Irene, o quizá más concretamente de su chocho, permitiéndome andar con más o menos naturalidad. Desgraciadamente el hueco en la quijada que me produjera el vengativo Fulgencio seguía ahí, ejerciendo atracción en los ojos con los que hablaba, incluidos los de madam, a la cual había sorprendido algunos visajes divertidos, motivados sin duda, o no, en la mudanza en mi dentadura que añadía comicidad a mi expresión, especialmente cuando sonreía, que era frecuente.

La llevé a un restaurante chino, dos números más arriba del Lumpen Blues Bar. Quise invitarla a un mesón pero me dijo que antes de un trabajo prefería comida oriental.
Cuando pasamos por la puerta del Lumpen me asomé un segundo y saludé al camarero Manolo desde la entrada “¡Hola Manolo!”. Me miró estupefacto y me devolvió el saludo atolondrado sin saber muy bien de quién se trataba. Quizá unos segundos más tarde se palmearía la frente, bajaría la voz hasta el tono de las revelaciones e informaría a sus parroquianos de confianza que “ése era el tío de los hielos que os he contado que vino el otro día…”.
Irene, mientras tanto, miraba ceñuda “al edificio”, al otro lado de la acera.
-Siempre que paso por aquí me entran escalofríos –dijo cruzando los brazos sobre el pecho.
-Sí, a mí también –convine-. ¿Vamos? Es aquí al lado –no quería seguir allí. Me inspiraba sentimientos contrapuestos.
-Sí -dijo mirándome a la cara.
Yo esquivé sus ojos verdes.


Ella comió con excelente apetito una ensalada de soja, un arroz tres delicias y pollo. Yo lo mismo pero cambiando el pollo por un rollito de primavera.
Fue durante el arroz, y después de coincidir en que la ensalada estaba realmente buena, cuando se interesó más a fondo por el caso.
-Me contaste por teléfono que habías tenido problemas con el descarnado. Eso es normal, si no no me hubieras llamado, pero ¿qué tipo de problemas?
-¿Que qué tipo de problemas? Éste tipo de problemas –me levanté el labio superior para que viera la mella desde la encía. De alguna manera estaba deseando hacerlo, para hacerle ver que el llamativo roto en la dentadura era accidental y no desaliño. En cualquier caso no fue buena idea hacer tal ostentación pues en seguida noté que un trozo de jamón, guisante o lo que fuera lo tenía encajado en el hueco. Ella hizo una mueca de asco-. Sí, este aspecto de calabaza ruperta lo tengo desde anoche. Me estaba bañando cuando el espíritu, o descarnado como tú lo llamas, se formó del vapor y me arreó un guantazo que me dejó tonto. Por poco no me desnuco contra la bañera.
-Espera, espera, has dicho que se formó del vapor del agua ¿Cómo entonces te pudo hacer daño?
-Mi teoría, a tenor del frío que sentí, es que el brazo se le condensó directamente en hielo, ¿comprendes?
-Así así. Eso de condensar, ¿qué quieres decir?
-Pues que pasó directamente del estado gaseoso al sólido sin pararse en el líquido.
Se rió.
- Te digo que me lo expliques y me embrollas más. Pero creo que sé adonde quieres ir a parar. Es como los cubitos de hielo, ¿no? Pones agua en el congelador y se convierte en un “chinorro” helado así de gordo –hizo un círculo con sus dedos índice y pulgar, los otros tres dedos extendidos como si indicara OK.
-Exacto.
Bebió un sorbo de su copa de vino tinto.
-Así que es un espíritu violento.
-Yo diría que sí –la imité en el vino.
-¿Hay alguna razón? Creo que ha llegado el momento de que me lo cuentes. Si me lo voy a meter dentro necesito saber de quién se trata, aunque por experiencia sé que una vez ahí todos se amansan como bebés de pecho.
En el comedor, junto a un aparador de madera oscura surtido de todo lo necesario para componer las mesas, estaba de pie observando con descaro a los comensales un chino que había vuelto la vista hacia nosotros en cuanto escuchó lo de “chinorro”. De vez en cuando se le acercaba otro que trajinaba entre el salón y la cocina con platos, vasos, canastillas de pan y con quién cuchicheaba y reía con ojillos maliciosos. En más de una ocasión les cacé mirándome divertidos, especialmente cuando me levanté el belfo superior como si fuese un caballo del que infieren su salud por la dentadura, a todas luces pésima. Supongo que la mella estimulaba su proverbial jovialidad.
Pero yo le conté todo a Irene, lo cual me llevó hasta los cafés de sobremesa.
Al principio empecé remiso mi relato pero esa actitud suya tan fogosa a la hora de escuchar como de hablar (las mejillas arreboladas por el vino y la calefacción) fue derribando todas mis aprensiones. Cuando llegué al episodio de la mosca cojonera de voz chillona e histérica se desternillaba de la risa. Solo le hurté mis luchas interiores (experiencias íntimas derivadas de mi naturaleza panóptica y por lo tanto absolutamente subjetivas) por considerarlo demasiado personal y como más propio de diván de psicoanalista que de sobremesa con una espiritista vaginal a lo Madame Chochó…aunque quizá ella estuviera más cualificada para comprenderme que cualquier pimpollo universitario sin más experiencia de la vida que la que procedía de las novelas (y eso con suerte) o de sus libros compendiosos de casos clínicos.
Pero el hecho era que, además de considerarlas experiencias muy vulnerables a la fatuidad del juicio foráneo, pretendía no asustarla o, cuanto menos, no exacerbarla en sus supersticiones no fuera que me dejara colgado con Fulgencio y su vesania vindicativa, o me obligara a beber un litro de lejía y aguarrás para exorcizarme de mis demonios.
- ¡Vaya! –Dijo al cabo de mi relato-, así que salvaste al rey de aquel terrorista. Lo escuché por la tele pero dijeron que fue la policía quién evitó el atentado.
-Sí, bueno, mejor. No tengo ninguna gana de ser famoso. El caso es que me han retenido durante tres días en comisaría como sospechoso de conato de regicidio. Ayer mismo me soltaron… –bajando la voz y acercándome a ella teatralmente-, has de saber, querida Irene (el vino me la hacía muy querida), que lo mas seguro es que cualquiera de estos que están comiendo aquí podría ser agente del CNI encubierto…puede que el mismo chino detrás de ti –sugerí con evidente afán de venganza.
Irene se volvió y se encontró con la cara risueña del chino junto al aparador. Nos reímos por lo bajo. El chino siguió sonriendo impertérrito aunque creí ver un punto de odio en el fondo de sus ojos.
-Total –proseguí- que el tipo se suicidó en la cárcel y ahora anda encabronado.
-Ya veo, parece que es un espíritu con mucha fuerza. Puede que sea necesario primero hacer una sesión de ouija para irle trabajando el aspecto “psiquis”, irle concienciando de su nueva situación, ¿me entiendes?
-Perfectamente, y además creo que es una estupenda idea. El fantasmón ese tiene malas pulgas, te lo digo yo.
-Pues pasemos antes por casa para recoger algunos utensilios –dijo levantándose de la mesa-. Se me está ocurriendo que hay algunas oraciones de Kardec, especialmente las dedicadas a espíritus suicidados, criminales o que en vida fueron enemigos, que para tu caso pueden venir como anillo al dedo.
-Umm… - me mostré escéptico- no sé yo si con éste las oraciones servirán de algo…yo creo que vas a tener que aspirarlo por las bravas.
-Puede, pero antes hay que macerarlo un poco. Además, para la mayoría de los espíritus, el poder de la palabra, dicha con autoridad, es orden tajante.
-Si tú lo dices, ¡Oh bella sacerdotisa de los misterios!

Del restorán salimos risueños. Después de apoquinar al sardónico chino la comilona buscamos un taxi que nos llevara primero a su piso y después al mío para dar inicio al exorcismo que debía meter en cintura al alma sarcástica y burlona de Fulgencio.


5.
Cuando abrí la puerta del piso la quietud y el silencio lejos de tranquilizarme me produjo nerviosismo. Ella, detenida bajo el umbral, confirmó mis miedos.
- Está aquí, de eso no hay duda. Lo presiento.
Había una mosca revoloteando por el salón…buuuuu, zumbaba.
- ¡Allí está! – La mosca vino hacia nosotros-. ¡Se acerca! Cuidado que se te cuela y no te enteras –advertía yo un tanto histérico al tiempo que me subía las solapas del cuello del abrigo cubriendo las orejas y atenazaba mi nariz entre el índice y el pulgar, sin perder de vista sus amenazadores zigzagueos.
Ella no se inmutó. Dejó que revoloteara con indiferencia alrededor de su cabeza.
-Tranquilo. No es más que una mosca. Está por aquel lado –señaló el dormitorio-.
-Es mi dormitorio, ¿qué estará haciendo ahí? –dije gangosamente, aún con la nariz cogida en la pinza de mis dedos.
-Da igual, déjalo. Seguramente se sentirá atraído por tus haberes personales, suele pasar con los espíritus obsesionados.
-Sí, obsesionado con atizarme el muy cabrón –seguía achispado por el vino y la copa de licor de guindas de la sobremesa.
Ella se dirigió a la mesa camilla de la sala de estar y la despejó de todo lo que había sobre ella: libros, periódicos, un juego de ajedrez que reproducía el final de una partida entre los campeones Kasparov y Román (desbaratada bruscamente por Irene cuando lo arrojó al sofá), una mandarina que presentaba visos verdosos de descomposición... Cuando tuvo la mesa libre sacó del bolso un libraco que apoyó sobre ella y que abrió casi por el final, lo mismo que un tablero ouija desplegable.
-Aquí están las oraciones de Kardec de las que te hablaba antes que nos pueden servir…-decía mientras apartaba el libro a un lado de la circunferencia de la mesa-, y esto es la ouija - desplegándola delante de su pecho- que nos servirá para establecer un primer contacto con el descarnado.
-De pequeño yo también jugaba a esto en el colegio.
-Pues muy mal hecho –me reconvino-. La ouija no es ningún juego…-se interrumpió bruscamente girando su flamígera cabeza hacia la puerta del dormitorio-… sabe que estamos aquí. Siento su energía crecer con rapidez… ¡joder si está encabronado contigo, tío! ¡Rápido siéntate!

La noche ya se intuía en la esquiva tarde otoñal. Medio sol naranja, moribundo, caía tras el edificio de enfrente, y rachas de viento hacía crujir la cristalera.
Nos sentamos alrededor de la mesa y madame me ordenó que pusiera los dedos índices de ambas manos, sin presionar, junto a los suyos sobre un cursor en forma de triángulo con un ojo sin pestaña dibujado en su centro. El contacto con sus dedos me produjo una oleada de emoción teñida de deseo.
Pero Fulgencio ya estaba por allí. Hasta yo lo podía sentir, no en la entrepierna como Madame Chochó sino a todo lo largo del espinazo en forma de corriente helada.
Entonces Irene comenzó a declamar con la cabeza vuelta hacia el libro del tal Kardec. Desde mi posición a su izquierda podía leer un epígrafe resaltado en negrita “Para un suicida”:
“Sabemos, Dios mío, -decía con entonación afectadamente sacerdotal- la suerte reservada a los que violan vuestras leyes acortando voluntariamente sus días; pero también sabemos que vuestra misericordia es infinita; dignaos derramarla sobre el alma de… -se vuelve hacia mí con expresión interrogativa: “Fulgencio”, le susurro- Fulgencio ... ¡Que nuestras oraciones y nuestra conmiseración endulcen la amargura de los padecimientos que sufre por no haber querido tener el valor de esperar el fin de sus pruebas!”
De pronto el tablero ouija se escurrió de debajo de nuestros dedos yendo a impactar con violencia contra la pantalla negra, con nosotros reflejados en el fondo, del televisor, derribando al suelo el teléfono que sobre él estaba. Fue tan limpio y fulminante el deslizamiento que nos quedamos con los dedos aún en contacto con el cursor-ouija, esta vez sobre el tapete de plástico que cubría la mesa.
Como, por lo que fuere, debía tener yo la boca abierta contemplando la repentina y furiosa animación ciega de los objetos (telequinesia se llama el fenómeno, me informaría más tarde Irene) Fulgencio aprovechó mi aturdimiento para colárseme de nuevo dentro. Al instante sentí un pinchazo en la garganta. Desde allí clamó, estentóreo:
-¡¡YO NO SOY FULGENCIO, ESTÚPIDA ZORRA!!
Madame Chochó se volvió hacia mí aterrada. Por mi mente cruzó la especie: “¿y si piensa que soy yo quién lo ha dicho, como el poli en la comisaría, y cree que se ha dejado arrastrar a la casa de un loco peligroso?” Movido por ese prurito le señalé con mi dedo índice la garganta dándole a entender que era Fulgencio el causante de tal grosería, no yo.
En mi fuero interno agradecí su mirada comprensiva.
-¡ME LLAMO ANÍBAL FONSECA! –continuaba el fantasmón.
Yo, ya que sentía que mantenía el control de lo demás de mi cuerpo, excepto las cuerdas vocales, inmediatamente me llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta para sacar el miniblock con tapas de pato donald (no había otro modelo en el todo a 100 de los chinos de la esquina) y el boli para apuntar el nombre que acababa de salir de mi garganta. Al inspector García (y a mí por lo que me tocaba, que me tocaba de lleno) le gustaría saber la identidad del verdadero regicida. Sería el hilo del que tirar para aclarar tan intrincado asunto.
Madame Chochó se repuso rápidamente de la barrabasada grosera de Ful…digo Fonseca… y buscó otra vez en el libro de Kardec. Su dedo índice guió sus ojos por un nuevo epígrafe, también en negrita “Para un enemigo muerto”. Me guiñó un ojo. Yo puse cara de incrédulo.
-Léelo tú – me susurró.
Yo me aclaré la voz, o lo intenté pero no pude ya que algo, Ful…Fonseca, quiero decir, impidió que el aire que yo impulsaba desde mis pulmones llegase a aclarar gañote alguno. Es como si hábilmente desviase el torrente de mi aliento sin incidir contra las cuerdas vocales, saliendo la exhalación por la boca limpiamente. Por mucho que me llenara los pulmones de aire en profundas inspiraciones y que lo expulsara con fuerza, el chorro no arrancaba nota alguna del cordaje laríngeo: estaba completamente mudo. Me había salido ingeniero de caminos, Fonseca.
Irene, dándose cuenta de mi apurada situación, leyó en el libraco con voz aún más afectada que antes:
-“Señor, os habéis dignado llamar antes que a mí el alma de Fulgencio –yo le di una patada en la espinilla a la vez que negaba con la cabeza-… el alma de Fonseca –rectificó-... Yo le perdono el daño que me ha hecho y sus malas intenciones hacia mí; que de ello tenga arrepentimiento ahora que ya no tiene las ilusiones de este mundo. Que vuestra misericordia, Dios mío, se extienda sobre él y alejad de mí el pensamiento de alegrarme de su muerte. Si le hice mal, que me lo perdone, así como yo olvido el que él me haya hecho.”
Fonseca, entonces, prorrumpió en carcajadas desquiciadas e incontenibles. Después de un minuto o dos riéndose a mandíbula batiente, ésta, la mandíbula, empezó a dolerme, así como el estómago y el pecho: el muy cabrón risueño me estaba matando de la risa. Ya rodaba yo por el suelo descojonándome al mismo tiempo que rogaba con la mirada a Madame que hiciera algo con su chocho porque el jodido Fonseca acabaría conmigo: “jajaja…Señor, dice, jajaja, pero si Dios no existe estúpida nigromanta del culo, jajaja….oh, señor, señor… jajaja, en cuanto se lo cuente al presidente…jajaja, estos españoles huevones están locos” y así seguía Fonseca desternillándome. Me preocupé seriamente cuando noté que el aire no llegaba a mis pulmones. Tosía y reía sin parar. Entonces, congestionado, vi, nimbada en un aura por efecto de la vista que empezaba a nublárseme, como Madame se subía la minifalda, se bajaba los pantys, las bragas y dejaba al descubierto un chocho sonrosado y hermoso, pelón y jugoso que dirigió contra mí. Como estaba tirado en el suelo retorciéndome de la risa madame se adelantó y se colocó justo encima de mi cabeza. Fonseca, al fin, cesó de reír. Tanto él como yo nos quedamos estáticos bajo el chocho de Irene absolutamente ensimismados en su contemplación. En ese estado hipnótico, inermes ambos, madame, veía yo, empezó a realizar movimientos de contracción con sus labios sexuales, las ninfas brillantes (cualquiera diría que estaba cachonda), la cara interior de los muslos contraídos como si fuese a ciscar (Dios no lo quisiera). Más tarde me contaría Irene que estaba aspirando al espíritu díscolo del regicida en grado de tentativa. En un momento determinado sentí como el desprendimiento de un chupón en mis cuerdas vocales seguido de una ráfaga de aire saliendo de costado al través de la mella en la dentadura al ser el único hueco al exterior por tener yo el rostro contraído en un rictus de sonrisa congelada: era Fonseca, derrotado y vencido, sumiso, dejándose arrastrar a las profundidades matrices de la increíble Madame CHOCHÓ.
Cuando me levanté, ya recuperado, estaba arrebolada, los labios encendidos, la mirada anhelante, con los pantys multicolores y las bragas púrpuras por las rodillas.
-Y ahora detective, deberías dejarme preñada…-dijo con voz desfallecida de mujer cachonda, apretándome el paquete.
Yo también la deseaba con ardor, anhelando igualmente ser succionado por su numinoso chocho.
-Pero…-balbuceé en vano tocándole el culo- no se molestará…
-Para nada –decía acariciándome la barbilla con su dedo-. Ayuda al proceso. Le da verosimilitud.
Hablábamos en susurros.
-A ver si cuando nos encontremos en la otra vida Fonseca me va a llamar papá…
Se rió. Me soltó el botón del pantalón.
-Bueno, ¿y qué? ¿No te gustaría ser papá?
-Joder, sí, pero es que el niño nos ha salido criminal. Además, del regicidio al parricidio no hay más que un paso…
Ella me sacó la picha y empezó a acariciarla. Yo le quité el abrigo y le desabotonaba la blusa.
-Vamos papi, ayúdame a mandar a Fonseca al otro mundo de una vez por todas… ¡estoy de un cachondo!, vamos papi, vamos…
Entonces le quité el sujetador y dos hermosas tetas nublaron el mundo en aquella hora crepuscular. La eché sobre el sofá y mientras le comía los pezones se la metí. Fue a la tercera acometida, que tenía previsto que fuera poderosa (recordando lecciones taoístas del maestro Woo), cuando sentí algo que nunca antes había experimentado pero que siempre supuse doloroso cuando lo veía en alguna que otra película morbosa, a saber, un mordisco en el glande, juraría que con dientes y todo, que me hizo soltar un alarido de dolor dramático.
La maldición me salió de lo más profundo. Pocas veces había gritado con tanto sentimiento y verdad:
-¡HIJOPUTA HIJOPUTA HIJOPUTA! –Decía con la picha amoratada e hinchada- Fonseca cabrón, cuando la espiche yo te vas a enterar, mamón, ay ay ay, cabrón…
Irene, después de unos instantes de desconcierto (pero ¿qué te pasa, qué fue, qué te ocurre?), me toma compungida y me lleva al baño “Lo siento mucho, es la primera vez que me pasa, normalmente el sexo después de una sesión, cuando lo hago ¿eh?, que no siempre, no vayas a pensar, lo toman la mar de bien, no sé por qué esta vez, parecía un ataque de celos…qué extraño” iba diciendo mientras me ponía el miembro bajo el grifo del agua fría.
Después, para compensar lo que consideró un error suyo de previsión y por mor de un prurito de profesionalidad encomiable (y de que, a qué negarlo, estaba más caliente que el palo de un churrero, como vulgarmente se dice), me hizo un masaje en la zona afectada como nunca antes me lo habían hecho. No entraré en detalles…, perdonen que no siga…solo añadir que quizá sea el inicio de una bonita historia de amor…oh, Irene Irene…