jueves, 20 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad

El cartel publicitario de una empresa de teléfonos móviles con los Reyes Magos sobre camellos hollando un desierto vespertino, envueltos en regios y cálidos armiños, había sido pegado el día anterior en la puerta de la tienda de ropa, enfrente suyo. Lo sabía con toda seguridad porque llevaba viendo ese escaparate, la puerta y los clientes que allí entraban y salían, por lo común contentos, desde hacía casi un año, cuando se vino de la calle Posadas a esta otra de calle Nueva por considerarla más transitada y recogida de los vientos, por no hablar de su buena porción de sol que cada día podía disfrutar en la cercana plaza de Félix Sáenz.
Llegó una mañana y simplemente se sentó en la grada de piedra antigua y arrugada, apoyando la espalda sobre la madera venerable moteada de tachones de una portada de doble hoja que nunca se abría mas que en momentos excepcionales, y que pertenecía a una iglesia de nombre largo y lleno de consonantes que nunca llegaría a recordar cabalmente. La entrada principal, sin embargo, a dos metros escasos de la otra, ya tenía limosnero desde hacía años en la persona de Alonso, hombre astuto y pedigüeño consumado, que lo miró hosco cuando lo vio llegar, aunque con cuidado de no descomponer el gesto de piedad que tan bien tenía ensayado para recibir las monedas de feligreses y viandantes.
No fue hasta la hora del cierre de la iglesia, hora pues en la que Alonso daba por terminada la jornada y hacía recuento de lo recaudado, cuando se aproximó, con la intención de dejar las cosas claras, a la atezada y atlética figura recostada:
-¿A qué vienes tú aquí? ¿Eh? Di. Ni se te ocurra quitarme el puesto que te rajo…Mañana no te quiero ver. Avisado quedas.
Antuán, que no era francés más que por el nombre –remanente de un pasado colonial- sino africano y negro como el caparazón de un escarabajo, le sostuvo la mirada sin contestar nada. Alonso, valentón aunque de fondo cobarde, se marchó con una sombra de preocupación que lo tuvo desvelado hasta la madrugada. Aquella noche, en la vetusta casa de su viejísima madre, húmeda y descascarillada, comió poco y bebió mucho.
A la mañana siguiente, cuando llegó con su silla plegable al hombro a ocupar su puesto en la entrada del templo se alegró de no ver al fornido negro echado como una sombra sobre la grada contigua, aunque poco le duraría el alivio: apenas una hora después aparecía silencioso Antuán para tomar su puesto. Alonso se mordió la lengua. Y así pasaron los meses en tirante vecindad.

Y llegó la navidad, y el frío le entraba a Antuán por los rotos del pantalón, y ya no llegaría al albergue por que eran más de las ocho, pero estaba tan bonita la calle con sus luces de colores y la muchedumbre alegre entrando y saliendo de los comercios o paseando con despreocupación… Y mientras observaba, entrecortadamente por el continuo cruce de transeúntes, el cartel de los Reyes Magos con la fijeza propia que provoca el exceso de morapio, le dio por ponerse triste pensando en su país, en que allí era pobre pero digno, en su familia, y en que aquí era un mendigo, un paria embrutecido al que nadie importaba. Bajó la mirada hacia la maraña de pies que pasaban y que le parecieron, medio borracho como estaba, enjambre vertiginoso, y reparó en la corona de papel, dorada, sucia y arrugada que un golpe de aire había puesto al alcance de su mano. Repentinamente sintió miedo de que otro golpe se la llevara, por lo que, doblándose hacia delante, la tomó, la miró con fijeza y se la puso sobre la cabeza. Después levantó la mirada y contempló de nuevo, intermitentemente, el cartel de los móviles.
-¡Mira papá, es Baltasar! ¡Baltasar! ¡El rey Baltasar! –Dijo una niña pequeña, demasiado pequeña para ser cruel, tirando de la manga de su padre.
Antuán la miró, y la expresión radiante de la niñita, tan brutal, le arrancó una lágrima que no supo si era de alegría o de pena o de las dos cosas a la vez.

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