lunes, 24 de octubre de 2011

La Cuba

Al principio fue una gorra gris con franjas de tres colores (amarillo, rojo, azul) a los lados que emergió, y bajo ella un rostro indefinible sobre clavículas voladizas, por un hueco de entre las ramitas entretejidas del muro verde cortado como si fuera un tetraedro rectangular. Dicha obra de jardinería levantada sobre una especie de arriate de hormigón corría a lo largo del lado izquierdo del parking del supermercado adonde me habían destinado a prestar servicio y que servía de separación entre aquel y un restaurante de comida rápida. El cuerpo que siguió y se expuso a la claridad blanca del día era muy delgado, esquelético, recubierto de una pálida piel que solo más tarde pude comprobar estaba moteada de pecas rosadas. El esqueleto (completo aparentemente) parecía pertenecer al género femenino. Vestía pantalón corto a rayas, parecido a un pijama, camiseta sin mangas, zapatillas de deportes y calcetines marrones. Su andar era varonil y con cadencia algo chulesca. De la espalda le colgaba una mochila. La vi saltar el muro bajo y dirigirse resuelta a la cuba negra y grasienta de basura en una de las esquinas del parking. Yo aún no sabía de qué iba el asunto pero sí comprendía que la nariz de aquella chica debía estar hecha al fuerte hedor que el sol arrancaba de aquellos alimentos en camino de detritus pues ninguna reacción de asco asomó en su rostro anguloso. El suelo a su alrededor era pegajoso a fuerza de sucesivas capas de deshechos de las que los operarios municipales de la limpieza apenas arrancaban la más superficial a fuerza de manguerazos de agua. Era esa zona que todo el mundo evitaba: la zona de exclusión. Todo el mundo excepto las moscas, las ratas, algún ave y ella, la chica de la gorra, y otros además de ella como tendría oportunidad de observar en días sucesivos.
Por ejemplo Josef, un húngaro germanizado que poco menos que se ocultaba en España huyendo de las consecuencias de un divorcio calamitoso para su economía dejando dos hijos en Bremen, dos polluelos que, azuzados por la madre, estiraban el cuello boqueando ruidosamente para que el progenitor sufragara solidariamente con sus gastos. En definitiva, que Josef decidió buscarse el sustento "de extranjis" para evitar el largo brazo de la ley alemana y tras él la zarpa de su enemiga íntima, aquella con la que compartió cama y un puñado de genes en algún momento de su vida. No parecía que el desarraigo familiar le quitara el sueño. Vendía en un mercadillo (siempre me pareció divertido su manera de decir mercadillo, puede que por el contraste entre el fuerte acento y el diminutivo) lo que encontraba en la basura, desde libros (yo le compré uno en inglés por un euro, un best seller yanqui sobre un serial killer), electrodomésticos que intentaba reparar en su apartamento hasta zapatos de los cuales tenía entre los moros a sus más fieles clientes. A un euro el par. Hasta a mí me entraban ganas de comprarle un par de viejos zapatos al mercachifle Josef. Con eso pagaba el alquiler y los cariñosos servicios de alguna chica ocasional; con lo que encontraba en la basura comía. De esta manera cubría sus necesidades más acuciantes. Sí, podría decirse que a Josef no le iba del todo mal. Sin duda tenía algo de ese espíritu emprendedor germano-húngaro que enorgullecería a la Cancillera de todos los alemanes.
Por su parte, la chica del horrendo pantalón corto era española, lo cual tampoco desmerece (si acaso solo su escaso gusto en materia de pantalones cortos y calcetines) ya que a la habilidad de Josef para buscarse el sustento añadía un fuerte carácter. Se llamaba Mónica. Según aseguraba procedía de una familia bien de Sevilla y a tenor de que vivía en una casa grande, residencia de verano familiar, a 5 minutos de la playa, bien pudiera ser. Había estudiado medicina aunque sin llegar a ejercerla. Nunca le pregunté por qué buscaba en la basura. Supongo que un día se encontró sin trabajo y sin comida en el frigorífico, que viera una bandeja de napolitanas en buen estado tirada junto a una cuba, que la cogiera con curiosidad, que la inquiriera buscando algún defecto, algo que justificara encontrarla allí y que se la llevara, con algo de vergüenza, sentimiento que se diluyó con el tiempo, cuando comprendió que el único delito de la bandeja de napolitanas era haber llegado a su día exacto de caducidad. Pero la mañana que la vio por primera vez saliendo furtiva de entre la “espesura” como un soldado de alguna guerra selvática, no le dijo nada de esto, ni de esto ni de nada. Simplemente llegó, introdujo medio cuerpo en la cuba y después de someter a escrutinio el contenido se llevó un par de bolsas llenas de alimentos aprovechables para la despensa. Así varios días, sin reparar en él, siempre ocultando el rostro bajo la gorra calada hasta las cejas. Solo la mañana en que un loco hijo de su mala madre estuvo a un tris de romperme la crisma con una barra de hierro que sacó del coche sintió que tenía que dedicarme algunas palabras de aliento "¿por qué no has llamado a la policía hombre?", me dijo cuando el energúmeno ya se hubo marchado, "si llego a sacar el móvil me incrusta la barra en la cabeza", "¡cómo está el mundo, y todo por decirle que no puede aparcar ahí!" Y se presentó, y le vi las pecas rosadas, las clavículas voladizas y unos ojos verdes muy bonitos.
Mi trabajo consistía básicamente en evitar que los playeros (con sus bañadores horrendos, sus horteras gafas de sol, sus ridículas gorras, sus pareos que apenas ocultaban la celulitis de las señoras, sus patéticas chancletas, sus sombrillas colgadas de los hombros...) estresados de dar vueltas sin encontrar aparcamiento dejaran allí sus malditos coches. Sí, era un trabajo duro. De hecho desarrollé, como se infiere del paréntesis anterior, una intensa fobia relacionada con ellos y con el abundante atrezo que los caracteriza.
Un día, cuando ya llevaba en aquel servicio el tiempo suficiente como para estar desquiciado y hacérmelo intolerable, Mónica me prohibió terminantemente que dijera nada a Josef sobre sus horarios "sé que te pregunta y que tú se lo dices, así que no le digas nada de cuando voy y vengo...me tiene controlada". Yo le dije que bueno un poco molesto por las maneras tajantes de la chica pero reconociendo que estaba en su derecho a pedirme tal cosa. Efectivamente, el húngaro, bajito, rechoncho, con gafas oscuras rayban invariablemente torcidas sobre el puente de la nariz (sin duda fruto de alguna de sus rapiñas), siempre que llegaba sacaba del bolsillo un reloj de pulsera al que le faltaba la mitad de la correa y mirándolo me pedía el informe de novedades en torno a la cuba de basura. Intentaba encontrar un patrón en las "sacas" de los empleados del supermercado. Así, habíamos establecido que el pan lo solían sacar sobre las dos de la tarde, poco antes de marcharse la panadera, aunque por lo demás solía ser aleatorio, circunstancia esta que trastornaba a Josef sin hacerlo caer en el desaliento. También quería saber, por si se le habían adelantado encontrándose solo con las sobras de las sobras, si ya habían estado Mónica, los rumanos con sus furgonetas destartaladas en su ronda por cuanta cuba aprovechable encontraran a lo largo de la costa, y la otra chica, esta sí indigente y con problemas mentales, que sería la primera en desaparecer.
Sí, desapareció, y yo estaba allí cuando ocurrió.
Decían que era mitad escandinava mitad española, que sus padres tenían una casa en algún lugar de por allí pero que ella se escapaba, que prefería vivir en la calle. Otras versiones apuntaban que sus padres vivían en Finlandia y que regularmente le enviaban dinero ya que la habían visto sacar efectivo de un cajero alguna vez. Lo cierto, al menos la certidumbre que yo pude ver, era que tenía un aspecto lamentable: la piel castigada por el sol, roñosa, arrastrando los pies al caminar y aislada de cuanto le rodeaba excepto de los gatos a los que alimentaba; sin hablar con ser humano alguno (que yo viera) menos con Mónica o Josef cuando coincidían en el parking.
Todo ocurrió muy rápido; fue un visto y no visto; un observar como se doblaba sobre el borde de la cuba para alcanzar el fondo, desviar yo la mirada hacia la publicidad de una discoteca ondeando en el cielo llevada por una avioneta para delicia de los niños en la playa, oír un golpe sordo procedente de la cuba seguido de un sonido como de barro blando cuando se hunde el pie en él y ya no estar. Solo su mochila quedó de pie, apoyada en el muro. Pero sería al día siguiente cuando notara algo extraño en la cuba, un cambio que en un primer momento no supe identificar. Hasta tres días después en que desapareció Josef no supe qué era realmente. Entonces no me cupo ninguna duda: la cuba de basura del supermercado se había agrandado. Era más ancha.
A Josef, en cambio, sí lo vi desaparecer. Es decir, que vi como aquella cosa se lo tragaba, si me permiten la expresión. Discutía con un playero, nevera en ristre y la gorra calada, haciéndole ver el incivismo de su pretensión de dejar allí su maldito coche cuando el húngaro con sus gafas torcidas cruzó por mi línea de visión por encima del hombro de aquel. Me saludó con la mano y yo le respondí con la cabeza, y mientras el fastidioso playero me daba las acostumbradas excusas por el rabillo del ojo vi a Josef inclinarse sobre la cuba para momentos después, igual que si fuera tironeado desde el interior, ser absorbido, no sé si usar el término abducido, por aquel depósito viscoso y recalentado que por un momento me hizo paralizar de horror. Lo último que vi del pobre Josef fueron sus pantorrillas al aire, los calcetines blancos y sus deportivas. Me quedé estupefacto. Ignoré al tipo, el cual aprovechó para escabullirse, y me asomé no sin miedo a la cuba de basura. Sin tocarla. Solo alargué el cuello lo suficiente como para comprobar que Josef no se encontraba en su interior. Y no estaba. De hecho estaba vacía, mugrienta, pero vacía: sin el desgraciado húngaro y sin las cajas de cartones y otros restos que había visto tirar a un empleado hacía tan solo unos minutos antes. Lo que sí creí ver fue un interior como de fauces de planta carnívora o de cualquier otra criatura inconcebible, pero atribuí la imagen al resol y a mi naturaleza aprensiva y fantasiosa.
A mí, sencillamente, la situación me superó. Después del espanto inicial quedé neutro, pasmado, como si lo que hubiera visto fuera tan absurdo que lo confiné al destierro de los sueños una vez despertado de ellos. Quizá por eso, una hora después, no me sentí en la obligación de avisar a Mónica cuando se aproximaba a la negra y sucia cuba, más pestilente de lo normal. Solo la observé reconcentrado, esperando la confirmación de la pesadilla. Mónica se asomó al borde y permaneció unos momentos inmóvil. No debía haber nada en ella pues desde que Josef fuera engullido no hubo saca de mercancía alguna y sin embargo algo estaba captando su atención en el interior. Puede que fuera lo mismo que yo viera antes, esa carnosidad dentada, ese exudado viscoso y oscuro...aquello que fuera lo que fuera había atacado a Josef y que ahora, bajo el violento sol del mediodía, atacaba a Mónica, sí, aunque esta vez viera, estoy seguro de que lo vi, cómo una lengua grande y negra salía de aquella cosa y se llevaba adherida la figura magra de Mónica como una mosca cazada por un enorme sapo.
No necesité más confirmaciones, y si era pesadilla o realidad poco me importaba. Ya despertaría llegado el caso. Pero lo urgente era salir de allí lo mas rápidamente posible. ¿Qué podía hacer? ¿Avisar a la policía, a los empleados del supermercado de que no se acercasen a la basura, a los playeros ? Nadie me hubiese creído. Al miedo solo hubiera añadido la frustración y la burla. Así que subí a mi coche y me marché no sin antes dedicarle una última mirada a la cuba de basura y comprobar con horror que había vuelto a crecer hasta casi doblar su tamaño.

Ahora sí me hubiesen creído. Ahora que estoy encerrado en mi casa escribiendo este relato para el que pueda leerlo en el futuro. Ahora que posiblemente ya estén todos muertos. Ahora que el mundo, en cada calle, en cada esquina, está siendo devorado.