viernes, 9 de junio de 2006

La carta (amor adolescente con final tragiporno).

Cuando a eso de las nueve de la mañana de vuelta de la panaderia abrí el buzón lo hice con ánimo tranquilo y algo escéptico, sin esperar nada que no fuese el cajón metálico vacío al tacto de mi mano como había sido durante los últimos días de las últimas semanas. Sin embargo, no fue así. Mis dedos se posaron en la calidez rugosa del papel de sobre, el sobre, que ya al tacto reconocí ( o quiso reconocer), con el que ella solía escribirme sus cartas desde Italia. El corazón me pulsó con ahogo en el pecho nada más intuir mi cerebro lo que mis dedos tocaban, intuición acertada que provocó el olvido del pan y del hambre que solía acuciarme por las mañanas a poco de levantarme. Ya en el ascensor subiendo hasta la 5ª planta leía el pliego de papel pautado con ansiedad feliz: ¡qué sensación tan maravillosa ese pellizco en el estómago cuando se recibe una carta de la chica de nuestros desvelos, esa chica por la que perdemos el apetito y por la cual nos vemos abocados a la melancolía!
En casa me senté delante de un café humeante y entre sorbo y sorbo sorbía con fruición cada letra suya. En realidad, y visto desde la perspectiva del tiempo, la carta en sí era una fruslería desde la primera hasta la última palabra (o hasta la penúltima frase como se verá) pero que en aquellos días constituía de una importancia capital por la influencia en mi estado de ánimo y sentimentalidad.
En su conjunto comprendí bastante bien lo que me contaba. Todo excepto la última frase: la que intuía era la de más importancia y enjundia, en la que se cifraba el mensaje clave, el motivo nuclear del escrito siendo todo lo anterior pura farfolla de relleno para dar volumen y forma. Pero no podía llegar a su significado a causa de tres palabras contra las que choqué y que me eran completamente desconocidas. La solución era sencilla, buscarme un diccionario, pero no inmediata, ya que el diccionario en cuestión, el habitual en aquellas ocasiones, se encontraba en la biblioteca municipal junto a las ruinas del teatro romano, en el centro de la ciudad. Así pues, sin más dinero que el sobrante del pan, me lancé escaleras abajo saltando como un gamo los escalones de dos en dos y de tres en tres con el pliego en el bolsillo trasero de los vaqueros acuciado por una agitación nerviosa y maldiciendo el sistema espacio-temporal que regía este mundo y que me obligaba a tener paciencia para la satisfacción de mis deseos.
Ya en la calle me dirigí a la parada del autobús, a la espalda del bloque de pisos que tenía enfrente, mientras pensaba qué diablos quería decirme la niña italiana de ojos zarcos en aquella última frase. Doce o trece personas esperaban cuando llegué. Ocupé mi lugar en la cola, detrás de una señora de unos sesenta años enlutada, que dejaba ver de rodillas para abajo unas piernas venosas y túmidas y unos pies deformados de hinchazón....(Te equivocas, la última de la cola no era la señora de luto sino un hombre alto con abrigo azul oscuro de tweed largo hasta las corvas, que te miró de reojo cuando llegaste; pero tú mirabas al suelo ensimismado posándose tus ojos sobre los pies tumefactos de la señora que seguía al del abrigo en la cola. Fue allí cuando dirigiste la mirada al cielo por primera vez y te diste cuenta del tiempo nublado, húmedo y frío y de que tú apenas habías salido a la calle con una camisa de algodón a cuadros. Te rebuscaste en los bolsillos del pantalón y tras constatar que el dinero no daba más que para un viaje en autobús decidiste echar a andar hasta el centro pensando que así entrarías en calor y que mejor sería dejar la comodidad del asiento para el camino de vuelta, rumiando el significado de la frase ya desvelada).....Me eché a andar feliz por la decisión que había tomado (que a él le pareció de una sagacidad extraordinaria) y con las manos metidas en los bolsillos y los brazos pegados a las costillas para retener el máximo de calor posible, dirigí mis pasos dirección este, a la biblioteca en el centro histórico. Dejando atrás barrios y calles mi mente seguía fija en lo mismo sin llegar a ninguna conclusión ya que la frase podía significar una cosa como su contraria, añadiendo matices muy dispares según las tres palabras desconocidas tuvieran un significado u otro... (Mientras se devanaba los sesos en tales cábalas, empezaron a caer leves y frágiles gotas del cielo plomizo; pero él no se daría cuenta hasta minutos después en que recordó como ya en la radio aquella mañana habían avisado a los ciudadanos sobre la conveniencia de salir de casa pertrechado de paraguas, conveniencia que él pasaría por alto en sus prisas por llegar cuanto antes a la biblioteca. Incluso recordó el alborozo que sintió al oir el parte meteorológico ante la oportunidad de quedarse en casa leyendo la novela de Hesse, Bajo las Ruedas, junto a la ventana, con el repiqueteo de las gotas golpeando los tejados como sonido relajante de fondo). Cuando levanté la mirada del suelo me sorprendió ver a mi alrededor el baile de paraguas, negros la mayoría aunque también de flores estampadas otros, que inundaban la acera. La ciudad se había oscurecido hasta parecer sus calles y avenidas decorados de una película en blanco y negro con luz tamizada por la cortina de agua oblicua que rayaba todo el paisaje urbano a mi alrededor. La lluvia arreciaba ya. Me apretujé contra la mole de cemento a mi derecha para que sus altas cornisas o sus bajos balcones me resguardaran en lo posible. Pero era inútil. Por mucho que reptase encogido por la pared la lluvia empapaba mi camisa de algodón, que ya empezaba a filtrar la humedad rezumante hacia mi piel, al ser escupida por el viento hacia mí. Hice lo único que podía hacer que era seguir adelante sin muchas esperanzas hasta que divisé a cien metros de distancia la generosa marquesina del cine Avenida que se ofrecía a la vista como un oasis deseado de sequedad y descanso, siempre que no te importe sentarte en sus escalones. El oasis era un rectángulo de acera de siete metros de largo por tres de ancho, sin contar los escalones (tres, que corrían paralelos a la marquesina) que llevaban a la entrada del establecimiento.
Cuando llegué al refugio tenía el pelo pegado a la cabeza de la que bajaba regueros de agua que se despeñaban por la nariz, despertando la curiosidad de los otros naúfragos...(Cuando llegaste había cuatro personas más a cubierto de las procelosas aguas que formaban torvas en los desagües anegados: una chica pelirroja y atractiva de pelo largo ondulado y buena alzada de pechos; un pimpollo entrajetado, que miró divertido tu aspecto lamentable y que portaba un maletín de piel marrón en su mano derecha; otra chica bajita y algo regordeta y un cartero de unos cuarenta, cuarenta y cinco años de ojos exoftálmicos, perilla puntiaguda cuidadosamente recortada y que con mirada de desolación observaba los grandes charcos ametrallados por ráfagas de gotas mientras hacía descansar sus manos sobre el carrito amarillo de la correspondencia. La presencia del cartero te recordó a ella): acodada en el alto velador de la discoteca con la copa de vaso largo delante de tus pechos generosos. Era verano. Llevabas una camiseta de tirantas de color verde oliva, como después comprobé, y algo en tus ojos me dijo que me acercara, que intentara ligarte que sería bien recibido aunque en realidad el ligado fuese yo. Venciendo mi habitual timidez me acerqué y te hablé al oído. Tú me contestaste echándome tu aliento, ese aliento que más tarde me tragaría, haciéndome cosquillas en la oreja. Fue la primera vez que escuché tu voz cálida y rota -¡tan italiana!- como filtrada por la arena de la playa, esa voz que después de hacer el amor dos veces en el balcón del hotel -en la habitación se quedarían tu amiga y mi amigo- y ya con el alba despuntando me contabas retazos de tu vida en Italia.....fuiste tan dulce...me gustó tanto tener tu cuerpo en mis manos, despojarte del sujetador, comer de tus pezones la savia de la vida, lamer tu sudor salado, sentir tu cabeza en mi pecho mientras te retorcías en mi sexo buscando tu placer...
-Perdone, ¿tiene un cigarro?- quién así interrumpió mis recuerdos de ti era una chica rubia de larga melena, muy hermosa, que debía haber llegado al refugio de la marquesina después de mí.
-No, lo siento- le respondí al mismo tiempo que me sacudía los bolsillos en demostración ostentosa.
El requerimiento de la chica me despertó el deseo por fumar...¡ah, qué placer echarse un pitillo mientras la mirada se perdía en los recovecos de tus recuerdos!, pero el quiosco más cercano estaba como a cincuenta metros al otro lado de la calle, la cual ya era un lago inabordable de aguas amarillentas que subían preocupantemente por encima de la acera. Por eso me sorprendió ser el único que estaba en un plano inferior, con la rubia preguntándome desde arriba, respecto a los demás que ya estaban encaramados al primer escalón del cine. Y es que la lluvia no cesaba, muy al contrario aumentaba su fuerza provocando murmullos de inquietud entre los robinsones del cine Avenida. La pelirroja y el cartero charlaban animadamente sobre lo desusado de aquella lluvia furiosa, a la misma vez que el pimpollo y la rubia hacían lo propio mientras fumaban sus cálidos cigarrillos americanos surtidos por el primero. Sólo la chica regordeta y yo permanecíamos incomunicados. Entonces, por las aguas marrones, que ya habían engullido el mosaico del pavimento, pasó el cadáver de un gato flotando flexible al albur de la corriente abajo- la calle del cine Avenida estaba en ligera pendiente sur- mientras todos nosotros seguíamos con la mirada su terrorífico y dulce dejarse ir. Instintivamente subimos hasta el descansillo del cine en cuya puerta un empleado con pantalón negro, camisa azul y corbata hacía guardia como para evitar que tomáramos al asalto el local. Las conversaciones se desataron nerviosas, dejándose traslucir una sombra de temor en los timbres de las voces, que al cabo de media hora, ya con los tres escalones desaparecidos bajo las aguas, se deslizaban francamente por la pendiente del pánico. Acuciados por ese pánico pasamos al interior del cine desoyendo las quejas del empleado que sin embargo no insistió demasiado, consciente de las circunstancias extraordinarias de aquel día que quedaría como el día del diluvio en la memoria de la ciudad. Una vez dentro todos se dirigieron al bar, nada más entrar a la derecha, en donde un camarero de camisa blanca y pajarita negra esperaba circunspecto las comandas del grupo de náufragos. Por mi parte, en vista de mis escasísimos recursos financieros busqué y hallé a la izquierda, frente al bar, un sillón de cuero tan mullido que cuando me dejé caer en él cedió hasta darme la sensación de descender hasta el suelo....(Desde esa posicion baja observaste el paso de la corriente casi al nivel de tus ojos, recordaste de nuevo al gato inerte, como si fuese de trapo maleable, y pensaste en que quizá había habido más víctimas aquel día: gente atrapada en coches, viejos sin fuerzas para resistirse a la fuerza de la corriente, niños, jóvenes fuertes y sanos sencillamente con mala suerte... la mala suerte de no tener un buen refugio como era el cine Avenida...un buen refugio hasta hace bien poco ya que el agua empezó a entrar por las rendijas del suelo y empezaste a preocuparte en serio por la situación. Pero cuando volviste la mirada alarmado hacia tus compañeros de infortunio, el espectáculo que se ofreció a tus ojos te dejó atónito y petrificado en el sillón.....) En el bar, la fiesta y la alegría eran desbordantes, algo imposible de creer poco antes, en que los rostros manifestaban pánico y miedo por el diluvio. Pero ahora, todos brindaban y bebían como beodos. Levantaban sus copas llenas hasta los bordes, acompañando al movimiento con frases ingeniosas y divertidas que provocaban las carcajadas de todos para a continuación vaciarlas con fanfarronería, entonces entraba en acción el camarero (completamente borracho como todo el mundo) que botella en mano volvía a llenar las copas una y otra vez. El pimpollo, por su parte, estaba matando de la risa a la rubia que no podía contenerse. Parecía una poseída en estado febril. El pimpollo le rodeaba la cintura con una mano, la cual la hacía descender hasta el culo cuando lo encontraba pertinente. La rubia entregada a su delirio parecía no enterarse de nada, o puede que le dejara hacer complacida, lo más probable. A la misma vez, la pelirroja y la gordita eran agasajadas por el resto de los machos. El cartero tenía agarrada a la pelirroja por un brazo, reteniéndola con una mano mientras con la otra la sobaba el culo y la atraía hacia sí para frotarse contra sus tetas de pezones puntiagudos. La gordita y el portero del cine, excitados por sus vecinos, se tocaban mutuamente, abrazados, jugando a obligarse a seguir bebiendo entre risas las copas que el camarero, ya sin pajarita y descamisado, les ponía delante. Yo no sabía que hacer. El espectáculo de la alegre comitiva me dejó aplastado en el sillón sin atreverme a mover un solo músculo por miedo a que me descubrieran allí, mirando. Sin ningún motivo aparente mi mano tanteó el bolsillo trasero de mis vaqueros, buscando el contacto con tu carta, cuya última frase, en la que tres palabras me cerraban el paso hacia ti, estaba envuelta aún en el misterio. Y lo seguiría estando, puede que para siempre, a tenor de cómo entraba el agua en el recinto por las rendijas. Mi estado de ánimo se ennegrecía a la misma vez que el de los beodos se desbocaba en una alegría cada vez más descontrolada. Como era previsible pronto pasaron de los tocamientos y los manoseos a los besos, besos impúdicos, salvajes, donde las lenguas penetraban y los labios luchaban con frenesí, mordisqueándose hasta sangrar. El ambiense se caldeó de tal manera que el calor les tuvo que resultar insoportable: las camisas, los pantalones y las faldas volaban y las chicas no permanecieron mucho tiempo con los sujetadores puestos. Pronto todo derivó hacia la voluptuosidad de la orgía. El pimpollo con su corbata a rayas como única prenda ya se encargaba de perforar por detrás el santuario de Venus de la rubia que al estar en posición inclinada hacia adelante permitía que trabajase con su boca el glande del camarero, el cual, con mirada de enfado placentero la imprecaba en la forma en que se solía hacer en estos casos: "Vamos puta, chúpala zorra, así así, ooohhh sí, continúa....." al mismo tiempo que bebía directamente de la boca de una botella de Whisky: derramó sobre la espalda de la chica parte del contenido, lo que fue celebrado por ella con un sonido ininteligible de su boca al tenerla ocupada de carne venosa e hinchada. La expresión de su rostro expresaba, sin embargo, un profundo deleite. El cartero, al cual la gordita se la mamaba con auténtica pasión, por su parte le comía a la pelirroja las tetas, que ya le sangraban por la voracidad salvaje del perilla ojos de sapo los cuales giraban enloquecidos en sus cuencas , mientras el portero agachado se encargaba del clítoris, que encontró jugosísimo. La pelirroja tenía transfigurado el rostro de gozo. Toda la estancia se inundó de gemidos, ayes, vaídos y expresiones procaces del tipo: "Vamos vamos, dale más a esa puta, todavía no está satisfecha la muy guarra...", o bien por el lado femenino: "Vamos cabrón, mátame de gusto, hijo puta..." que era como espoleaba la rubia al pimpollo que había cedido el puesto al camarero mientras él se tomaba un respiro en la barra y se reanimaba con una copa. La barra era el lugar de descanso en donde los hombres se recuperaban antes de otra sesión con otra chica diferente. Nada parecía importarles en este mundo, se encontraban en otra dimensión. Ni siquiera el agua que ya llegaba por los tobillos pudo sacarlos del histerismo del placer. Incluso gritaban "¡es el fin, es el fin!" cuando experimentaban sus orgasmos. Era como si se hubiesen hecho a la idea de morir, pero en vez de entregarse a los delirios y desórdenes del pánico, eligieran los del placer, que pueden ser aún más enloquecedores.
Pero mi instinto de supervivencia seguía intacto y el sentir el agua en mis talones fue como un latigazo que recibiera para que saliera del pasmo en que estaba sumido. Me levanto y observo el local. No había escaleras a la vista pero sí una puerta hábilmente camuflada y forrada de la misma moqueta azul oscuro de la pared en el ángulo izquierdo. Me lanzo hacia ella con el corazón en un puño. Por suerte no estaba cerrada. Más allá unas escaleras subían a lo que supuse sería la cabina del operador de cine. Mientras subía los escalones los gritos de los suicidas, que habían elegido una muerte rabiosamente placentera, se fueron amortiguando hasta desaparecer por completo cuando penetré en el habitáculo cuadrado en donde un hombre gordo dormitaba felizmente ajeno al fin del mundo. Lo zarandeé.
-Eh, oiga despierte, oiga...
Dando un respingo:
- Eh, qué... ¿Qué pasa?¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
-¿Pero es que no se enterado de que está lloviendo como en los tiempos de Noé, hombre?
-¿Noé? ¿De qué está hablando? Vamos salga de aquí inmediatamente, aquí no puede estar.
-Asómese a la puerta y mire, maldita sea.
El gordo, sin quitarme el ojo de encima se asoma a la puerta de la cabina, mirando escaleras abajo.
-¡¡Hostias!! Por Cristo, está todo inundado, y el agua no para de subir, me cago en mi padre! ¿Pero qué coño ha pasado?
-Pues que no ha parado de llover en tromba desde hace por lo menos tres horas. Joder ¡y a qué velocidad sube el agua!- dije asomándome a mi vez para comprobar con horror como el agua ascendía amenazante por los escalones.
-Shhh, escuche, ¿son gritos eso que viene de abajo?
- Esos no han querido salvarse; pero nosotros tenemos que salir de aquí como sea. Dígame por su padre que eso es una trampilla para subir al tejado.- le requerí señalando al techo, a un cuadrado metálico de color gris.
-Sí, rápido, acérqueme esa silla.
El gordo se subió en la silla que crujió bajo su peso. El techo era bajo por lo que pudo utilizar su hombro para empujar con todo su cuerpo hacia arriba. La trampilla cedió. La sorpresa fue total. En vez de una ráfaga de lluvia nos encontramos con el sol enmarcado en el recuadro metálico, hiriéndonos con sus poderosos rayos burlones. Sin embargo abajo el agua no paraba de ascender.

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