domingo, 18 de junio de 2006

El detective panóptico, el copazo de anís y el niño de tres años (¡uf, qué mezcla!)

A la mañana siguiente del ataque del volumen sexto de la británica, que me dejó de recuerdo un abultamiento redondo, lustroso, que crecía pegado al hueso del cráneo en la parte alta de la frente, decidí tomarme libre el día que empezaba. Así pues, cerrando con llave la puerta de mi despacho, me dirigí al bar de Juanito para tomarme mi consabido e inexcusable desayuno a base de copazo de dulce anisete acompañado de cinco churros de la mejor masa que Juanito era capaz de producir en su respetable garito. Los churros eran largos y gruesos- a la manera en que se hacen en esta ciudad sureña-, esponjosos, que absorvían el anís cuando los sumergía en el copazo inundando sus huecos internos mezclandose con él, fundiendo sus texturas en el paladar, dando como resultado ese sabor peculiar y único que tenían los churros anisados por mi descubiertos, y que se podía resumir en dos palabras: dulzor violento. El único problema de este energético desayuno eran las flatulencias que se amontonaban en la parte final del recto, o culo, impacientes por salir y que yo, si bien con la discreción requerida por las buenas costumbres y la educación, les abría la puerta con gentileza para que aspiraran los aires de la libertad. Al poco, cuando las cabezas comenzaban a volverse en mi dirección, hacia mutis por el foro no sin antes hacer un breve aspaviento con la mano derecha a Juanito a modo de despedida.
Salí a la calle ruidosa de tráfico espeso y máquinas neumáticas levantando las baldosas del suelo con su repiqueteo ensordecedor que hería los tímpanos. El obrero que la manejaba brillaba de sudor, asiéndola con fuerza con las piernas abiertas para controlar mejor los impulsos violentos del pesado martillo, cimbreándole los músculos de sus brazos morenos de tantas horas bajo el sol. Pero yo tenía un plan para aquella mañana de asueto que no era mirar como trabajan los obreros (esa fascinación irresistible a la que ceden los jubilados) sino entregarme a uno de los pasatiempos que me eran más queridos: la búsqueda y discernimiento de los puntos más panópticos de la ciudad, que por lo general, se solían ofrecer a la vista tras los recodos de las esquinas, en los nudos radiales, en las intersecciones en las que confluían varias calles o avenidas, anudándose entre ellas por hebras-personas que se confrontaban y esquivaban en zig-zag, entrecruzando sus estelas, dejando rastros invisibles que yo veía en mi imaginación, tejiendo así efímeras redes siempre renovadas en forma y color, como cabos de lana que unas manos expertas supieran entrelazar con agujas demiúrgicas: una malla enhebrada de destinos. ¿Serían éstas las imaginaciones de un loco? Quién lo sabe. Pero no solamente eran esquinas, avenidas o intersecciones, sino que también y muy especialmente las elevaciones, las calles de los barrios ubicados sobre antiguas colinas pedregosas e incultas de matorral, que me permitían disfrutar de la contemplación de toda su longitud hasta su terminación y más allá, dando una maravillosa visión de conjunto (en la que descollaba el campanario de la Catedral) y una generosa oportunidad de contemplar parte de la morfología de la ciudad.
Pues hacia una de estas elevaciones había encaminado mis pasos. Éste era uno de los puntos más queridos por mí en tanto que panóptico y también por hallarse en su cumbre un bar con terraza. Alli me senté y pedí el segundo anisete de la mañana, ¡qué coño! ¿acaso no estaba de relax? Pues eso. Me repantigué en el asiento de plástico bajo una sombrilla a juego con la silla y la mesa (con la propaganda de una conocida marca de refrescos), estirando las piernas y sorbiendo del copazo el dulce anís, que me abrazaba con su calor desde el interior, produciéndome el mismo efecto que las mujeres que sabían dislocarme, abrazándome, abrasándome las entrañas, dejándome un rastro de fuego y una muesca (una más) en este castigado cuerpo y en esta castigada alma. Antes me acompañaba de un cigarrillo, rubio o negro, depende de las épocas, pero desde que leí a Céline en su Viaje al Fondo de la Noche donde decía que fumar era poco menos que de idiotas, me dio por pensar tanto que la idea de dejarlo creció hasta convertirse en algo eternamente pendiente por hacer. Sin embargo no lo hice hasta mucho después en que aprovechando el parón forzoso por una amigdalitis decidí dar el salto y alargar la abstinencia más allá de la enfermedad. Tras algunas recaídas al final lo conseguí. Lo extraño del asunto es que ahora que el cuerpo no me reclama su dosis acaricio la idea de volver a fumar. ¿Será que, como una vez me dijo una novia, soy persona apegada a los placeres y a los vicios? No lo creo. En realidad soy bastante contemplativo y espiritualista...no sé. La cuestión es que estaba allí degustando mi copazo contemplando la ciudad en aquella mañana de gloria cuando noto que me tiran de la manga y al mirar me encuentro con un pequeñuelo de no más de 4 años, mirándome fijamente con ojos marrones en expresión de pena. La boca se le torcía hacia abajo y toda la cara era la máscara de lo que se conoce como un puchero a punto de explotar.
-Hola amiguito, ¿qué te pasa?
En lugar de contestar el niño acntúa el puchero de su cara, amenazando con romper a berrear. Decido reaccionar antes de que eso ocurra.
-Mira, ¿sabes lo que tengo aquí? Pues un caramelo que me han dado para ti.
-¿Y quién te lo ha dado?
-Pues tu papá.
-Mi papá no eztá.
-¿Y tu mamá?
-Mi mamá eztá en mi caza, con la "epaita".
El niño cuando habla lo hace de manera muy expresiva: con voz cantarina, simultaneando el movimiento de los brazos con el de la cabeza.
-¿La"epaita"?
-Zí, mi "epaita"....e mu ziquitita y toma teta.
-¡Ah, tu hermanita! Oye, ¿y como se llama tu "epaita"?
- Zara.
-¿Sara?¿Y tú como te llamas?
-Lamón.
-¿Ramón?¡Qué nombre más bonito! Yo siempre quise llamarme Ramón, pero como mi mamá no se acordó de ponerme Ramón pues yo me puse panóptico.
-¿Panóptrico? Qué nombre más laro.
-Sí hijo, ala vamos, ¿quieres que te ayude a encontrar a tu papá?
-Zí.
-Pues has tenido suerte. Porque precisamente yo me dedico a buscar gente. ¡Soy detective panóptico!
-Vale...po yo voy al colegio y jubo con mi amigo Álvaro y tamién con Manuel Olivera y con Marta y....
Después de apurar el copazo cogí al niño de la mano y mientras le dejaba enrrollarse sobre los amiguitos del colegio, comenzamos a descender para ser un actor más de la calle a nuestros pies, dejando mis contemplaciones panópticas para mejor ocasión.
La calle era estrecha, larga y bajaba en zig-zag como si siguiera el antiguo cauce de un riachuelo: cerré los ojos y me concentré por si sentía las fuerzas telúricas emanando del oculto manantial freático. Algo creí sentir, aunque no sabría decir si fue el fruto de auténticas capacidades de zahorí o si por el contrario del segundo copazo de anís que hacía reverberar mi mente. La manita del niño, sin embargo, me agarraba para que no ascendiera como un globo cuando mi naturaleza panóptica se mezclaba con los vapores del licor. Íbamos por la margen derecha dejando atrás coches aparcados de diferentes modelos y colores entrecruzando nuestros destinos con los otros viandantes, siendo hebras de los dioses, con el niño contándome historias que crecían en mi imaginación:
-Y a mí me gusta jubar al pilla-pilla en el colegio...uyyy...pero entonces vino un lobo malo...
-¿Un lobo malo? ¿Y como se llamaba?
-Se llamaba Zispa.
-¿Chispas?,- traduje yo que ya empezaba a quedarme con los mudanzas lingüísticas de su habla- Jajaaaa,qué nombre más feo- dije entusiasmado, metiéndome en el mundo del niño sin darme cuenta.
-Sí, jajaja...pero entonces el lobo se enfada...uuuyyy....y dice: "¿¡Feo!? Mi nombre no es feo, es mu bonito...agggghh, te voy a comer!"
-Pero nosotros le cogemos al lobo Chispas de la cola y lo mandamos a freír espárragos, jajaja...¿a que sí Ramón?
El niño se mostraba encantado de coger al lobo Chispas de la cola.
-Zí zí, jajaaa, es que el lobo es mu tonto.
Entonces se cruzó en nuestro camino un perro grande y negro (¿o era un lobo?) que nos enseñaba los dientes con rabia.
-¡Hostia puta! ¡El lobo Chispas Ramón! - exlamé aterrado, el pulso me galopaba con brío por las estrechas venas -corre que nos da un bocao!
Sin embargo el niño Ramón se quedó parado en actitud de duelo frente al lobo negro, que empezó a hablar enfadado:
-Con que me vais a coger de la cola ¿eh? Auggghh, os voy a comeeerrr tengo mucha haaambre.....
Pero cuando el lobo Chispas se abalanzó sobre Ramón éste, con un movimiento rápido de cintura y dando un salto y una cabriola en el aire se puso detrás de él, aprovechando la nueva situación para cogerlo de la cola y, con extraordinaria fuerza y pericia, como si fuese un lanzador de martillo olímpico, lanzarlo a la estratosfera de la que no descendió.
Yo estaba mudo de asombro:
-¡Bravo Ramón, bravo! Lo has mandado a la luna, jojojo....
-Zí, adió lobito feo, lobito tonto, nana-nana-naaana...-canturreó el niño cuya cara irradiaba una felicidad franca, sin espacio ni lugar para otro sentimiento emboscado -lo he cogío y le ponío una patá en el culo y-y-y lo he mandao a la luna...jajá....
-No Ramón, lo has cogido de la cola y lo has lanzado muuuy lejos...
-Zí pero despié le he ponío una patá en el culo...
-¿Sí? Bueno bueno, no me he dado cuenta pero si tú lo dices....
-Zí, como al etatereste Marcianete.
-¿Marcianete?
-Uuuuyyy...zí, un etatereste que vino un día al cole y nos quiría quitar la pelota, pero yo y Manuel Olivera le dimo doz puñetazoz- aquí estiró sus deditos índice y corazón de su mano derecha para dejar patente que fueron dos y no tres o cuatro-, y despié tinía una cabeza mu grande... Uuuyyy...porque era un zupacabra...
-¿Un chupacabra?...¡ah sí!, hace poco vi un documental sobre los chupacabras, ¡qué feos son, con esos ojos rojos y esos colmillos con los que chupaba la sangre de las cabras!...¡pero también de los perros o las vacas! ¿Tú también viste el documental Ra....?- no pude terminar la pregunta porque sentí como algo, un cuerpo cálido, se encaramaba sobre mis espaldas. Al mirar por encima del hombro, vi la cabeza espantosa del chupacabras sobresaliendo por encima, mirándome a través de dos esferas rojas enormes y con sus dos largos colmillos, finos como agujas, preparados para puntear mis arterias del cuello y saciar su sed con mi sangre.- ¡Aahh, mierda,quítamelo, quítamelo de encima Ramón, quítame al chupacabras, quítamelo....!- Estaba espantado, sintiendo un miedo como nunca antes en toda mi vida. Tener al chupacabras en la chepa, tan cerca, oliendo su aliento fétido y escuchando un bisbiseo salivoso pegado a mi oreja, como si se relamiera al olor de mi sangre o como si el paso alterado de ella por las arterias abultadas de fluido vital le excitara sobremanera, era algo imposible de soportar sin caer en el pánico. El chupacabras pugnaba conmigo intentando reducir mi agitación histérica para así poder atinar con la arteria. Pero el niño Ramón ya se había movilizado en mi ayuda:
-¡Zupacabra Marcianete! Deja a mi amigo.-Le conminó con autoridad.
Marcianete lo mira, paralizado, momento que aproveché para tirarle un codazo con violencia que dio sobre un cuerpo mullido y acuoso (¿lleno de sangre?), arrancándole un aullido agudo de dolor, relajando la presión de sus garras el tiempo justo para huir de su lado. Marcianete, al que pude ver por primera vez en toda su dimensión de metro y medio, levantado sobre dos patas articuladas en sentido contrario a las nuestras, asierradas de saltamontes, viéndose burlado por la que creía su segura presa, sacó una lengua ofídica, larga, al tiempo que emitía una queja chillona y aguda de su redonda cabeza. Pero el niño Ramón no se amilanó:
-Te voy a pegar Marcianete otro puñetazo y-y-y te voy a lompe los colmilloz...
El chupacabras, que ya debía conocer como se las gastaba el niño Ramón y sus amiguitos del colegio, dio un paso atrás con temor cuando el crío dio uno adelante. Gritó de nuevo, erizándome el vello como cuando la tiza araña con su canto la pizarra, antes de impulsarse sobre sus dos patas en un salto poderoso hasta el tejado de la fila continua de casas que bordeaba todo el lado derecho de la calle. Allí chilló, con la silueta terrorífica recortada contra el azul mañanero, antes de desaparecer tras otro brinco alto y combado sobre la ciudad.
-¡Joder Ramón qué susto! Me cago....¿has visto que ojos tenía y qué colmillos?...¡La madre que lo parió!
-Zí...¡una vez Marcianete le quiría zupa la zangre a mi epaita Zara, pero yo le pegué un puñetazo en la narizota! Jo-jó....
El niño me contaba las muchas peleas que ya había tenido con Marcianete, que era un chupacabras muy malo, mientras el sol seguía su carrera por el cielo y nosotros nuestro descenso por la calle canija y flexible buscando al papá de Ramón. A diez metros, unos hombres morenos, huesudos, sin afeitar, tomaban cervezas apoyados en el poyete del ventanal abierto de un bar, disfrutando de la sombra que a esa hora refrescaba aún la acera del margen derecho. La del izquierdo estaba aplastada por la blancura caliente que derretía el pavimento a un palmo como si fuese una lasaña al horno. Delante nuestra andaba un tipo con la camisa abierta y un bañador azul con una franja verde fluorescente. Se dirigía con andares chulescos al grupo cervecero que lo observaba acercarse. Cuando llegó a metro y medio del ventanal se separó de él un hombre bajo con camiseta interior de tirantas, largas patillas negras y una cicatriz en el cuello que encarándose con el recién llegado se sacó de la espalda, prendido de la cintura del pantalón, un enorme cuchillo carnicero al tiempo que le decía con voz amenazante aunque baja, sin gritos, con los labios apretados por la rabia:
-Te voy a matar chivato.- (Ramón se asustó al ver la hoja brillante, apretando su cuerpo contra mi pierna.)
El otro se paró en seco dando un respingo mientras el patillas adelantaba el cuchillo rasgando el aire buscando su vientre. El otro corrió hacia la carretera soleada al tiempo que gritaba lastimero:
- ¡Rafael, estás loco Rafael! ¡Te equivocas conmigo: yo no he dicho ná Rafael, por mis muertos que no, que se muera ahora mismo mi madre si miento, Rafael, te lo juro!
Rafael, con el cuchillo en la mano, no decía nada, sólamente me miraba a los ojos que al apartarse huyendo el chivato habían aparecido ante su vista. Después miró al niño. Yo apreté la manita con fuerza y apartando la vista de los ojos marrones de Rafael seguí camino abajo dando a entender que aquello no era de mi incumbencia.
Ya lejos de Rafael y su cuchillo le pregunto al crío:
-¿Qué, como vas Ramón? ¿Estás bien? Vaya cuchillo que llevaba ése, ¿eh?
-Zí...y quiría matar al oto homme.
-Sí, pero el otro corría mucho ¿eh?
-Colía muzo, zí.
Los efectos del anisete se me estaban pasando y la calle zigzagueante estaba llegando a su fin, al corte transversal de otra calle que llevaba, si cogías al sur, a la plaza donde según dicen está la casa natal de un famoso pintor.
-Bueno Ramón, ya que no hemos encontrado a tu padre, te llevaré a casa por lo menos, a ver, ¿dónde vives?
-Allí-, señaló a una puerta marrón desportillada en el lado soleado de la calle. Cruzamos y llamé con los nudillos en la áspera y basta madera sin barnizar. Adentro se escuchó los lloros de un bebé, la epaita, supuse, y la voz joven de una madre desesperada que ya no sabía que hacer para que dejara de llorar. Al fin la puerta se abrió. Una figura oscura apareció bajo el dintel, más allá del cual, en el interior, todo eran penumbras ante mis ojos acostumbrados a la salvaje luminosidad de la calle. La figura se acercó y se hizo mujer, mujer castaña clara y ojos como la mar, guapa, que me miró con extrañeza hasta que bajando la vista se percató del pequeñajo Ramón.
-Pero y tú ¿dónde estabas? ¿eh? Me tenías preocupada niño, he llamado a la policía y todo...pero como se te ocurre irte así, ¿eh? ¿Cómo se te ocurre? Ya te cogeré después ya...
El niño rompió a llorar:
-¡Pero pero, estaba buscando a papá....!-el niño lloraba achicando los ojos y abriendo mucho la boca enseñando sus blancos dientes de leche.
-No le regañe señora, es un niño muy bueno y listo.... y muy hablador.
-Sí, sí, uy, hablar habla por los codos, bueno gracias por traerlo, aviada estoy si espero a que lo encuentre la policía...¡claro, como no es el hijo del Alcalde! .... a los pobres, como siempre, que nos den morcilla...
-Tiene razón señora, y con la cantidad de peligros que hay en esta calle...¡uf! ¡Vaya calle, entre el lobo Chispas y el chupacabras Marcianete, está uno como para andar sólo por aquí!
-¿Qué?
-Si, sí, pregúntele a su hijo, por cierto es muy valiente, a mí me ha salvado por dos veces...
-Pero... sí, bueno, muchas gracias ¿eh?, muchas gracias, adios, adios, vamos nene, entra, corre...
Y cerró la puerta con premura.
Yo me dirigí a mi despacho para darme una ducha en el minúsculo cuarto de baño y cambiarme de camisa, ya que por la espalda la tenía desgarrada por las pezuñas del chupacabras.
Mientras atravesada la plaza en cuyo centro había un obelisco conmemorativo en honor a ciertos héroes liberales del XIX, iba pensando en como sin quererlo había vivido una de las más peligrosas aventuras de toda mi carrera detectivesca.

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