jueves, 6 de julio de 2006

El panóptico carpetovetónico: el poeta en el fragor de la batalla.

Todas las palabras que se puedan escribir para expresar los terribles sucesos de aquella hora señalada por los mismos cielos serían pocas, así como pocos son los adjetivos de nuestra bella lengua para pintarle al lector con exactitud las muchas sensaciones y matices que experimentan los hombres ante semejantes trances de muerte. Muchos buenos caballeros, así como soldados de diversa condición, entregaron sus cuerpos a las fauces indómitas de Neptuno y sus almas a la espera del destino inapelable que el Juez Supremo tenga a cada cual reservado. También aquel día fue en el que los infiernos recibieron en tromba gran multitud de descreídos mahometanos, engrosando los ejércitos de Belcebú, haciéndole creer al barbudo demonio, como prueba de su soberbia y retorcida naturaleza, su vana esperanza de la victoria en la batalla final entre los hijos de la luz y la oscuridad. Yo también participé en aquella alta ocasión aunque con las capacidades del cuerpo mermadas, si bien con las del espíritu fortalecidas por contra.
Y es que las altas fiebres hacía mi cuerpo sudar copiosamente por cada poro de él; el fuerte ladeo de la nave con su tajamar hendiendo las olas, deshaciéndolas en espumas, me zarandeaba a izquierda y derecha golpeándome la cabeza en las más de las veces con el nogal con la que estaba hecha; la sed me atormentaba siendo mi boca un secarral de desierto y mis dientes unas tristes montañas amarillentas, que aunque sin llegar a ser como las del viejo que la pasada noche entregaba su alma, que lejos de formar una línea montañosa de perfecta serranía se quedaba en montes aislados los unos de los otros por profundos y oscuros valles, me dolían y sangraban por sus encías. Al mismo tiempo mi imaginación febril, en el fuego de su fragua, moldeaba imágenes de mi Dios trinfante a cuyos pies yacían mortalmente heridos gran multitud de perros infieles, quedando a su diestra mano la Iglesia de las Santos y Mártires y a su siniestra mi rey Don Felipe II, siempre presto en acudir en auxilio de la fe frente al turco descreído. Pero la sed...la sed que podía enloquecer y el dolor de cabeza con el zumbido como si un enjambre de furiosas abejas tuviera su acomodo en el interior de ella, me mortificaban ensombreciendome el ánimo.
Sigue Cronos su devenir inapelable sin distinguir yo el segundo del minuto y éste de la hora. Lengüeteo la barba áspera, ansioso, sabiendome a sudor salado; escupo sin escupir nada. De arriba viene gran alboroto: pasos rápidos haciendo crujir las maderas y una voz que proclama a gritos la tan esperada noticia: "¡los turcos, los turcos!". Por fin ha llegado el momento. Me incorporo con trabajo sentándome en el camastro. Llega el capitán con prisas:
- ¡Soldado! Vamos levántese. Ya ha llegado la barcaza que ha de llevarse a los no aptos.
Ya subía de vuelta las escaleras cuando puesto en pie le digo:
-¡Sólo ataviado de negra muerte o de laureles victoriosos coronado me sacarán de este barco!
D. Diego, deteniendo su ascenso a cubierta, me mira reconcentrado, asombrado por tan fino parlamento:
-No está usted en condiciones, soldado.
-Siempre estoy en condiciones de morir por mi religión y mi rey, señor.
-Muy bien, hombres como usted necesito, decididos y valientes que lejos de huir de los peligros se enfrentan a ellos con olvido de si mismos. Suba pues y mande a los hombres del esquife, ¡y que Dios le proteja!
Debía de ser mediodía cuando las dos flotas se encontraron aquel siete de octubre azul y luminoso. La mucha luz escocía mis ojos, acostumbrados a la espelunca en sombras de la bodega. Los galeotes, la chusma entre los cuales sin embargo muchos lucharon valientemente ganando su libertad, habían dejado de bogar a la espera de nuevas órdenes. Nuestra galera se encontraba en el ala izquierda de la gran flota de la Liga Santa, que había auspiciado el Santo Padre Pío quinto, a cuyo mando se había designado a don Juan de Austria en calidad de Generalísimo de todo las huestes cristianas, viéndose auxiliado por añadidura por muchos y buenos comandantes como es el caso de Gian Andrea Doria en uno de cuyos barcos estábamos prestando servicio. Sin embargo él, por razones estratégicas, se vio luchando en el ala derecha, al sur, teniendo allí grandes problemas en parar el impulso salvaje del pagano. Y es que la flota que el Gran Turco había enviado al encuentro de la nuestra era impresionante: una inmensa línea de estandartes turquescos que representaban a los muchos pueblos y naciones que luchaban bajo pabellón de la Sublime Puerta, hería el mar de norte a sur, cortando el camino al este. Pero nosotros no íbamos al este ni a parte alguna que no fuera encontrarnos con ellos para derrotarlos.
Entonces empezaron con sus chanzas y bailes mientras con fuerte griterío, que nos traía la suave brisa, nos venían a decir muchas cosas las cuales eran todas ofensas a nuestra cristiana religión y menoscabo de la natural grandeza de Cristo como Hijo de Dios, todo ello entre el alboroto de timbales y címbalos, flautas y castañuelas con claras intenciones de amedrentamiento de nuestro valor y vigor guerreros. Los más bisoños de entre los nuestros, sin embargo, sintieron en sus almas el miedo perseguido por los turcos, pero no así los experimentados soldados de los tercios que gritaban a voz en cuello la hispánica advocación "Santiago y cierra España", conocida en toda la cristiandad. Pero también nuestro generalísimo, el insigne don Juan, demostró, aparte del valor ya conocido, gran sagacidad cuando nos llegó el rumor traído de nave en nave, de que estaba bailando en la proa de La Real, en el centro de la formación, una danza cortesana y gentil, que provocó la alegría entre la soldadesca y reavivó los corazones con la llama del optimismo. Todo ello era observado por Febo, que allá arriba, en los puros cielos, calentaba sobre nuestras cabezas, haciendo de la mía, ya recalentada de altas fiebres, un infierno, y de mis ojos, que me picaban cuando el sudor salado que bañaba mi cuerpo rodaba siguiendo los surcos de mi cara viniendo a morir a ellos, víctimas de sus rayos hirientes. Pero si bien mi cuerpo estaba débil mi alma estaba fuerte y tiraba de aquel, segura como estaba de la crucial importancia de aquel momento.
Entonces se escuchó el rugido del cañón que daba comienzo a la batalla: los galeotes bogaban con ferocidad alentados por los gritos de los cómitres, haciendo restallar los látigos cuando los brazos se relajaban un tanto mientras que en el esquife yo no paraba de arengar a los hombres en él apostados para que su ardor no menguara o su miedo no creciera al menos. Cuando las flotas estuvieron lo suficientemente cerca los cañones de proa escupieron su fuego como dragones broncos y enfurecidos, dejando en derredor una noche de humo negro la cual ni siquiera los rayos del sol pudieron rasgar. Los cañones contrarios también hicieron sus descargas: a veces oíamos sus silbidos, otras los notábamos, a falta de visión, como caían al mar cerca, levantando una ola que venía a empaparnos de espumosa agua. Entonces, de entre la niebla de pólvora, vimos aparecer a la galera turca, con todos sus arcabuceros preparados para descargar: un impacto vino a dar en mi pecho, arrojándome con violencia hacia atrás: sentí el olor de mi carne quemada así como el dolor ardiente intensísimo que me había provocado aquella diabólica máquina logrando atravesar el peto que vestía. Varios brazos me asieron y pretendieron llevarme a donde los heridos, yo, sin embargo, no me dejé y resistí, mandándolos a sus puestos y que dispararan sus armas. Se escucharon nuevas descargas: un muchacho, natural de Córdoba, cayó sobre mí con toda su cara maltrecha en donde los rasgos habían quedado desfigurados ahogados en sangre negra. Mandé que lo llevaran de allí. Me incorporé y haciendo uso de mi espada mandé a mis hombres al abordaje de la nave turca que ya estaba enganchada con la nuestra. Sin embargo, antes de que pudiera atravesar de parte a parte con la noble espada a un salvaje infiel, quiso la mala fortuna que mis ojos se encontraran con los de un armero contrario que, dándose cuenta de que era yo quién mandaba a los hombres de aquel sitio del esquife me descargó un nuevo arcabuzazo que vino a dar esta vez en mi antebrazo izquierdo, el cual, al no estar protegido de malla alguna, me hizo gran destrozo en ella y un dolor tan intenso que perdí el conocimiento. Y ahí se acabó la batalla para mí.

No sería hasta más tarde, recuperándome de mis heridas, cuando fue que me enteré de la gran victoria conseguida en aquella jornada memorable, de la cual me quedaría de por vida aquella manquez de la que me siento tan orgulloso, aunque faltaría a la verdad si no dijese que hubiese preferido una herida de espada, en donde el auténtico valor se prueba, y no aquella producida por tan vil máquina que del demonio tengo para mí que fue inventada, que posibilita al más cobarde de los hombres matar al más valiente.
Lastrado en camastro enrrollado en vendajes llegué a conocer como nuestro general don Juan con espadas en sendas manos se abría camino a mandoblazos bañando su armadura de roja sangre turquesca; o como dicen que fue un malagueño, de Marbella para más señas, el que se hizo con el estandarte de Alí Pachá, dicen que traído desde la misma Meca, y como éste fue muerto a arcabuzazos luchando heróicamente; y como uno de los nuestros aprovechando la postración del noble turco, le cortó la cabeza para mostrársela a don Juan pinchada en pica, el cual reaccionó con disgusto al ver el maltrato innecesario que fue dado a su igual y noble enemigo.
O como la victoria, a fuer de valentía, fue posible también a la astucia de Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, que desde la retaguardia fortalecía allí donde la línea se debilitaba o auxiliaba donde fuese menester, no pudiendo acabar este relato sin hacer mención como gracias a él La Sultana pudo ser apresada y la guerra ganada por el efecto contradictorio que esto produjo en ambos bandos: unos gritaban victoria, mientras que los otros huían sabiéndose derrotados.

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