Y es que las altas fiebres hacía mi cuerpo sudar copiosamente por cada poro de él; el fuerte ladeo de la nave con su tajamar hendiendo las olas, deshaciéndolas en espumas, me zarandeaba a izquierda y derecha golpeándome la cabeza en las más de las veces con el nogal con la que estaba hecha; la sed me atormentaba siendo mi boca un secarral de desierto y mis dientes unas tristes montañas amarillentas, que aunque sin llegar a ser como las del viejo que la pasada noche entregaba su alma, que lejos de formar una línea montañosa de perfecta serranía se quedaba en montes aislados los unos de los otros por profundos y

Sigue Cronos su devenir inapelable sin distinguir yo el segundo del minuto y éste de la hora. Lengüeteo la barba áspera, ansioso, sabiendome a sudor salado; escupo sin escupir nada. De arriba viene gran alboroto: pasos rápidos haciendo crujir las maderas y una voz que proclama a gritos la tan esperada noticia: "¡los turcos, los turcos!". Por fin ha llegado el momento. Me incorporo con trabajo sentándome en el camastro. Llega el capitán con prisas:
- ¡Soldado! Vamos levántese. Ya ha llegado la barcaza que ha de llevarse a los no aptos.
Ya subía de vuelta las escaleras cuando puesto en pie le digo:
-¡Sólo ataviado de negra muerte o de laureles victoriosos coronado me sacarán de este barco!
D. Diego, deteniendo su ascenso a cubierta, me mira reconcentrado, asombrado por tan fino parlamento:
-No está usted en condiciones, soldado.
-Siempre estoy en condiciones de morir por mi religión y mi rey, señor.
-Muy bien, hombres como usted necesito, decididos y valientes que lejos de huir de los peligros se enfrentan a ellos con olvido de si mismos. Suba pues y mande a los hombres del esquife, ¡y que Dios le proteja!
Debía de ser mediodía cuando las dos flotas se encontraron aquel siete de octubre azul y luminoso. La mucha luz escocía mis ojos, acostumbrados a la espelunca en sombras de la bodega. Los galeotes, la chusma entre los cuales sin embargo muchos lucharon valientemente ganando su libertad, habían dejado de bogar a la espera de nuevas órdenes. Nuestra galera se encontraba en el ala izquierda de la gran flota de la Liga Santa, que había auspiciado el Santo Padre

Entonces empezaron con sus chanzas y bailes mientras con fuerte griterío, que nos traía la suave brisa, nos venían a decir muchas cosas las cuales eran todas ofensas a nuestra cristiana religión y menoscabo de la natural grandeza de Cristo como Hijo de Dios, todo ello entre el alboroto de timbales y címbalos, flautas y castañuelas con claras intenciones de amedrentamiento de nuestro valor y vigor guerreros. Los más bisoños de entre los nuestros, sin embargo, sintieron en sus almas el miedo perseguido por los turcos, pero no así los experimentados soldados de los tercios que gritaban a voz en cuello la hispánica advocación "Santiago y cierra España", conocida en toda la cristiandad. Pero también nuestro generalísimo, el insigne don Juan, demostró, aparte del valor ya conocido, gran sagacidad cuando nos llegó el rumor traído de nave en nave, de que estaba bailando en la proa de La Real, en el centro de la formación, una danza cortesana y gentil, que provocó la alegría entre la soldadesca y reavivó los corazones con la llama del optimismo. Todo ello era observado por Febo, que allá arriba, en los puros cielos, calentaba sobre nuestras cabezas, haciendo de la mía, ya recalentada de altas fiebres, un infierno, y de mis ojos, que me picaban cuando el sudor salado que bañaba mi cuerpo rodaba siguiendo los surcos de mi cara viniendo a morir a ellos, víctimas de sus rayos hirientes. Pero si bien mi cuerpo estaba débil mi alma estaba fuerte y tiraba de aquel, segura como estaba de la crucial importancia de aquel momento.
Entonces se escuchó el rugido del cañón que daba comienzo a la batalla: los galeotes bogaban con ferocidad alentados por los gritos de los cómitres, haciendo restallar los látigos cuando los brazos se relajaban un tanto mientras que en el esquife yo no paraba de arengar a los hombres en él apostados para que su ardor no menguara o su miedo no creciera al menos. Cuando las flotas estuvieron lo suficientemente cerca los cañones de proa escupieron su fuego como dragones broncos y enfurecidos, dejando en derredor una noche de humo negro la cual ni siquiera los rayos del sol pudieron rasgar. Los cañones contrarios también hicieron sus descargas: a veces oíamos sus silbidos, otras los notábamos, a falta de visión, como caían al mar cerca, levantando una ola que venía a empaparnos de espumosa agua. Entonces, de entre la niebla de pólvora, vimos aparecer a la galera turca, con todos sus arcabuceros preparados para descargar: un impacto vino a dar en mi pecho, arrojándome con violencia hacia atrás: sentí el olor de mi carne quemada así como el dolor ardiente intensísimo que me había provocado aquella diabólica máquina logrando atravesar el peto que vestía. Varios brazos me asieron y pretendieron llevarme a donde los heridos, yo, sin embargo, no me dejé y resistí, mandándolos a sus puestos y que dispararan sus armas. Se escucharon nuevas descargas: un muchacho, natural de Córdoba, cayó sobre mí con toda su cara maltrecha en donde los rasgos habían quedado desfigurados ahogados en sangre negra. Mandé que lo llevaran de allí. Me incorporé y haciendo uso de mi espada mandé a mis hombres al abordaje de la nave turca que ya estaba enganchada con la nuestra. Sin embargo, antes de que pudiera atravesar de parte a parte con la noble espada a un salvaje infiel, quiso la mala fortuna que mis ojos se encontraran con los de un armero contrario que, dándose cuenta de que era yo quién mandaba a los hombres de aquel sitio del esquife me descargó un nuevo arcabuzazo que vino a dar esta vez en mi antebrazo izquierdo, el cual, al no estar protegido de malla alguna, me hizo gran destrozo en ella y un dolor tan intenso que perdí el conocimiento. Y ahí se acabó la batalla para mí.
No sería hasta más tarde, recuperándome de mis heridas, cuando fue que me enteré de la gran victoria conseguida en aquella jornada memorable, de la cual me quedaría de por vida aquella manquez de la que me siento tan orgulloso, aunque faltaría a la verdad si no dijese que hubiese preferido una herida de espada, en donde el auténtico valor se prueba, y no aquella producida por tan vil máquina que del demonio tengo para mí que fue inventada, que posibilita al más cobarde de los hombres matar al más valiente.


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