miércoles, 26 de julio de 2006

Relato tragiporno gore: El Emperador y la campesina.

El Emperador yacía laxo sobre los cojines de brocado con motivos florales, envuelto en finas y acariciadoras sedas volátiles traídas desde las tierras más allá de las montañas y el Gran Río, al norte brumoso, cuando, después de mucho escrutar la madera colorista del artesonado cuadriculado del techo de la Gran Sala Imperial, mandó callar con un gesto lánguido de su mano derecha a los músicos y, con voz asténica, informó a la Corte, siempre expectante de sus palabras, sobre cuán grande era su aburrimiento y hastío, y que quizá le apeteciera dar un paseo en palanquín por las tierras de su reino, ahora que con la primavera las tardes se tornaban agradables y los campos hermosos de contemplar.
Rápidamente todo estuvo listo para la excursion del Emperador: la guardia formada y los palanquineros junto al bello habitáculo dorado, mullido de cojines y almohadones, a la espera de su señor, ante el cual, al cruzar el umbral del palacio seguido de un enjambre de cortesanos, agacharon la cabeza como muestra de sumisión y respeto.
La marcha de la comitiva del Hijo del Cielo por los caminos levantaba una nube pulverulenta dorada en el crepúsculo de la tarde, dajando atrás miserables casas grises como islas en mitad de campos de cultivo, en los que se veían las espaldas encorvadas de los campesinos recogiendo el grano con sus cabezas ocultas bajo los tocados picudos. Uno de éstos observó con preocupación el paso del cortejo. Recordó a su hija que había ido a bañarse al lago cerca de la Pagoda, residencia de verano de Su Majestad. Pero éste miraba displicente el trabajo de sus siervos sin más preocupación que su tedio y vacío. Aun su desgana, sin embargo, ocurrió uno de esos casos misteriosos de sincronización (o coincidencia, dirán los excépticos) ya que, sin tenerlo planeado, le asaltó el capricho repentino de ir a la Pagoda junto al lago. Dio las órdenes pertinentes.
Después de un trecho de camino de tierra, cuyo polvo levantado le obligaba a taparse la boca con un pañuelo suntuoso, y tras un recodo, apareció el inmenso lago tras los árboles puntiagudos, reverberando sus aguas como miles de cristales de ensueño en la tarde que ya declinaba. Entonces, la presión que venía sintiendo en la vejiga le pareció lo suficientemente molesta como para mandar parar, bajarse de su trono portátil, y buscar entre los árboles uno adecuado para aliviarse. Cuando lo hubo hallado se dispuso a desagüar cuando el leve pisar de la hierba lo paralizó. Miró a su derecha y en un principio no ubicó el trazado negro que se movía sigiloso entre el verdor de la floresta. Pero cuando vio el perfil reconcentrado ya no le cupo duda: era un tigre. El miedo que sentía era grande, como nunca antes en su tranquila vida palaciega había tenido oportunidad de sentir. La sangre se le desmandó en las venas y el corazón la lanzaba con violencia por todo su cuerpo electrizado. Sintió pánico de que el tigre lo escuchara golpear contra la caja torácica. Pero éste, encorvado y lento en sus movimientos, parecía estar interesado en otra carne que, por la dirección que tomó el animal, pudiera estar a la orilla del lago. Allí dirigió la mirada y efectivamente la vio, tras unas cañas y matorrales, a una muchacha desnuda recién salida de las aguas como una diosa, de pechos turgentes y temblorosos, de piel rosada al últimpo rubor de la tarde, de cabello largo y negro, como el vello abundante del pubis. Le pareció hermosa como ninguna de sus cortesanas de modales afectados y protocolarios que habían terminado por repugnarle. Le pareció salvaje y apetitosa...como al tigre, que seguía acercándose camuflado entre el abundante follaje y que cuando la tuvo como a seis metros de distancia se abalanzó sin darle más tiempo a la muchacha que para un solitario y único alarido de terror antes de enmudecer su garganta entre las fauces del animal, apretándola, sintiendo la bestia el sabor de la sangre que manaba de la carne desgarrada, hasta que cesó la agitación espasmódica del cuerpo juvenil y perlado de gotas de la mujer. Entonces, después de mirar en derredor con precaución, empezó a devorarla por la cavidad abdominal, metiendo su enorme cabeza de felino entre las vísceras palpitantes de un cuerpo abierto como una flor de sangre. El Emperador, que estaba hipnotizado ante lo que veía, sintió como su miembro, todavía fuera, aunque sin llegar a derramar ni una gota de orina, empezó a recibir la sangre que corría desbocada por su cuerpo, erigiéndoselo, confundiéndose en ese bullicio violento de sensaciones el miedo atroz con el placer sexual: la consumación del éxtasis por medio del poder.
Él era el Emperador, el tigre.
Aquella misma noche, de vuelta en su palacio, mandó ansioso buscar por una campesina bajo pena de muerte si su deseo no era satisfecho, aunque para ello tuviera que ser arrancada del lecho de su marido. No importaba que fuese virgen o no, con tal que fuese joven y hermosa, como la desdichada del lago. De esta manera se abrió una puerta al infierno en aquel país en cuya dirección miraban cada mañana todos los hombres de la Tierra esperando ver salir el sol.

Así empezó su periplo sangriento, asolando aquellas tierras en busca de mujeres jóvenes que satisficieran su sed inagotable de espanto y placer doloroso cada noche de pesadilla en el que los gritos se adherían a las paredes del Palacio, penetrando en cada entraña, maldiciéndolo para las generaciones venideras que no quisieron habitar en él después de que se empezaran a conocer los relatos sobrecogedores de cómo el Emperador rajaba con afilado estilete los tersos cuerpos humedecidos todavía por el baño perfumado a las que obligaba a sus víctimas, e introducía su cabeza en la cavidad cálida y temblorosa de vida aún, y con los dientes desgarraba órganos, venas y tejidos, como el tigre poderoso en el que se transfiguraba, y cómo entonces, en medio del horror, experimentaba la lujuria salvaje y la embestía con la cara embadurnada de rojo espeso carmesí hasta la consumación final.
Después se quedaba dormido entre los despojos del sacrificio.
De esta manera fueron muchas noches, las cuales sin embargo no fueron exactamente iguales ya que en cada una de ellas encontraba modalidades distintas de placer, encontrando infinitas las posibilidades de exploración del cuerpo humano.
Los sacerdotes estaban escandalizados ante el sacrilegio que suponía la trasgresión del antiguo tabú, como así mismo los campesinos ya no sabían donde esconder a sus hijas, hermanas o esposas de la vesania del Emperador, el cual torturaba hasta la muerte al cortesano que no había sabido buscar con diligencia en las chozas malolientes de los siervos la mercancía que tanto ansiaba.
Así fueron las cosas hasta que una noche un soldado enloquecido encontró la discreta trampilla en el suelo que daba a un pequeño refugio en el que el padre de la joven de diecinueve años la había escondido en vano. De nada sirvió que el campesino le rogara e implorara; de sobra sabía el soldado el tormento que le esperaba si desobedecía, por lo que para acallar el gusano de la conciencia que le roía golpeó al padre hasta casi matarlo. Sin embargo no fue la primera vez que la muchacha contemplaba la brutalidad y la crueldad en su vida, no, ya años antes fue testigo de como un grupo de soldados del Emperador violó y golpeó hasta matar a su madre cerca del lago, mientras lavaba, y de cómo sintió deseos de ser como el oso aquel del verano anterior que con sólo un zarpazo poderoso de su brazo había casi arrancado la cabeza del tigre que rondaba sus crías. Cuando el oso se alejó, ella se acercó al tigre inerte cuya cabeza pendía de algunos pocos tendones. Ahora deseó de nuevo ser oso para defender a su padre, pero los brazos fuertes de dos lacayos la sujetaban, procurando sin embargo no lastimarla por no estropear la mercancía y provocar las iras del Emperador.
En tal estado de alteración fue conducida a palacio. Fue bañada y perfumada, y, sin secar y desnuda, se la abandonó en una habitación a la espera del Supremo Señor. Ella sabía lo que a continuación ocurriría. Todo el mundo lo sabía y comentaba entre susurros mientras arrancaban encorvados las espigas de la tierra. Pero no estaba asustada. Tampoco se asustó al ver al Hijo del Cielo aparecer como una sombra tras los cortinajes de gasa transparente, vestido de tibias y coloridas sedas, maquillado y perfumado. Pero ella no vio al Hijo del Cielo, al poderoso Emperador, al dios sobre la tierra, sino a un ser débil, delgado, enfermizo y de mirada extraviada. Él se sintió turbado y paralizado ante la actitud desafiante de ella ante la visión del Tigre. Ni siquiera suplicó cuando alzó el agudo estilete que debía abrirla en canal. La frustración de sus apetitos voluptuosos que se alimentaban del miedo de sus víctimas, como el terror de la campesina del lago ante el ataque del tigre cuya excitación inducida él intentaba revivir cada noche, fue tanta que pronto apareció la rabia, una rabia histérica y descontrolada que estilete en alto lo hizo precipitarse sobre la chica; pero ella se sintió oso que sacando fuerzas de sus brazos delgados aunque fibrosos, moldeados por el trabajo cotidiano y vigorizante, alzó la mano de uñas largas y endurecidas con la resina que los árboles exudan en primavera, y con toda la fuerza de la naturaleza le descargó tal zarpazo que le desgarró la aorta del cuello, saliendo a chorros, roja brillante, la sangre. Cuando lo vio en el suelo retorciéndose, al poderoso Emperador, taponando inútilmente la herida con su mano, con ojos de enorme sorpresa e incomprensión, cogió el fino estilete y lo cosió a puntillazos con rencor mientras pensaba, y sentía con liberación, en su madre, su padre y tantos y tantos otros.....

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