jueves, 17 de agosto de 2006

Mi muerte.

Algunos emborronan hasta quinientas páginas para relatar su vida. No se preocupen, yo no necesito escribir tantas para contarles mi muerte.

Mi vida me pertenece, es mía, de la misma manera que mi muerte. Ésto constituye de por sí un axioma, ¿o no? Porque ¿qué voz tronante del cielo, qué dios frenará mi mano si la dirijo contra mí mismo? Ningún dios, ninguna voz, y si no me creen hagan la prueba, pero un consejo: no apuesten por la suerte de Isaac: perderán, aquí la fe no les servirá. En cualquier noche de desesperación, que como seres humanos experimentarán, prueben a levantar un cuchillo homicida con su punta mirando hacia el interior, hacia sus vientres, a ver que pasa. Nada. No pasará nada. Nada ni nadie en el Universo se preocupará por usted, ninguna fuerza divina lo embargará de calor, reconfortándolo por dentro como el fuego de una chimenea que fuera encendido en la morada de su alma, sencillamente porque a ningún dios le importa que usted muera o viva. Si quiere calor en su alma tendrá que procurárselo por su cuenta en el fuego de la fe. Aquí sí les servirá. Pero no a los espíritus inquisitivos, científicos, no: es pura psicología, pura autosugestión, poderosa y eficaz (la fe realmente puede mover montañas), pero acientífica. Este desamparo existencial a muchos ateos les produce una angustia tan insoportable que corren como locos a entregar sus almas a los estados panópticos salvadores y a sus hipostáticos dirigentes.
Sin embargo, algunos, ante la imposibilidad de luchar contra el axioma que nos ocupa en el terreno de la razón, intentan coartar esa libertad desde la superstición. Al no poder explicar porqué Dios nos abandona en los momentos cruciales (tal es así que hasta al que denominan Su Hijo se quejó amargamente del Padre, cuando clavado en la cruz como un cerdo en el matadero, gritó: "¡Padre, ¿por qué me has abandonado!"), echan mano de maldiciones supraterrenas, de condenaciones y sufrimientos sin fin por los siglos de los siglos si nos atrevemos a tomar las riendas de nuestras vidas y, por lo tanto, de nuestras muertes. Pero ¿tiene algún sentido ésto? Partiendo del hecho de la anacronía de las religiones tradicionales con respecto a los tiempos actuales (resulta sangrante comprobar cómo el espíritu antiguo es imposible de ligar con el moderno, cortándose la mayonesa siempre) intentaremos no obstante dar alguna explicación. Se nos dice que nuestra vida no nos pertenece sino que es de Dios, para al mismo tiempo afirmar tajantemente que el hombre posee libre albedrío (supongo que para que Satanás no deje de tener su clientela en el Infierno ya que sólo un hombre que peca contumaz y conscientemente puede ir de cabeza al Averno, puesto que si no fuera así, entonces, ¿con qué derecho Satanás reclamaría nuestras almas protervas? Con ninguno), bien, pero si tenemos libre albedrio entonces nuestras vidas nos pertenecen, no son de Dios, son nuestras. Ahora bien, un sacerdote avispado replicaría rápidamente, "pero nuestras vidas es un préstamo que Dios nos hace. El dueño es él, en cuanto Creador. Nosotros somos sólo arrendatarios, no propietarios". Ante esto, lo que espera el sacerdote avispado que yo conteste sería: "entonces la vida de mi hijo, que ha salido de mí, me pertenecería de igual modo, ¿también él vive una vida de alquiler, una vida cuyo propietario soy yo?" Aquí el sacerdote exhibiría la mejor de sus sonrisas bonachonas, y contestaría: "no, porque usted no ha Creado, en mayúsculas, a su hijo. Usted se ha limitado a poner en marcha un engranaje, un mecanismo que ni ha diseñado ni construido ni aun comprende como funciona, simplemente ha pulsado el botón, y el mecanismo se ha puesto en marcha. Pero ese mecanismo, esa obra está construido por, y pertenece a, Dios. La vida Le pertenece". Menudo sacerdote, ¿eh? Es un tipo de talento, no hay duda. Pero yo no le hubiese atacado por ahí sino por este otro lado: "desde mi punto de vista, en el mismo momento en que Dios nos abandona en esta vida sin asumir ningún tipo de responsabilidad sobre nosotros, ya nos parta un rayo o muramos entre dolores más allá de cualquier límite, desde ese momento yo me hago acreedor absoluto de mi vida, me convierto en el amo y señor, el único que debe luchar por ella si quiere preservarla. Porque en el mismo instante que he luchado por poseerla, entonces ya, una vez mía, puedo perderla cuando quiera". Ante estas consideraciones lógicas, que tienen que ver incluso con el derecho, no sé lo que contestaría mi sacerdote sagaz. Puede que abandonara la senda de la razón en la que tiene todo que perder para adentrarse en la del misterio, la superstición y el amedrantamiento. Quizá así me contestara: "sólo Dios te arrebatará la vida cuando llegue el momento, abstente de cualquier iniciativa propia en este sentido si no quieres sufrir las consecuencias de la maldición eterna". Y yo pregunto: ¿con qué derecho alguien o algo que demuestra tan poco interés en mi vida después pretende decidir sobre mi muerte? Es como aquel padre que abandona el hogar familiar y que, volviendo al cabo de muchos años, pretendiera dictar normas y leyes a unos niños que ya son adultos y que no le reconocen la más mínima autoridad sobre ellos.
No, mi vida y mi muerte me pertenecen. Lo que haya después sólo Dios lo sabe, que, de existir, estoy seguro no es un ser supersticioso ni un loco absurdo sino todo lo contrario: el Ser más lógico del Universo en cuanto que conoce todos los secretos, misterios para nosotros mientras sigamos sin poder comprender más que la realidad imperfecta y fragmentaria debido a nuestras limitaciones intelectuales, lo cual hará que sigamos amando el Enigma hasta el último suspiro.
Por ello, el tabú al suicidio hay que interpretarlo como una más de las manifestaciones ancestrales de la religión natural (que nos llega ahora en forma de cristianismo) que emana de la propia naturaleza, una naturaleza cuyo férreo instinto de supervivencia nos marca prohibiciones en lo más profundo de nuestro ser con el objeto de preservar la vida. De la misma forma que estableció la atracción natural entre los sexos haciendo que el macho anhelara a la hembra y la hembra al macho para la propagación de la especie, así también estableció el instinto de la lucha por la propia vida hasta límites absurdos. Más tarde este instinto se institucionalizaría en dogma. Sólo por esta razón afirmo que toda la civilización grecorromana es superior a la judeocristiana. La primera es una superación del estado natural, la segunda es una línea de continuidad desde los tiempos primitivos del Edén hasta nuestros días. La primera es fruto de la razón humana, la segunda del instinto dogmatizado. La primera es la constructora de Babel, la segunda su destructora.
Pero yo no deseo seguir viviendo. No deseo seguir luchando. Quiero darle al instinto una patada en el trasero y despreciar miles de años de un comportamiento grabado a fuego en nuestros genes. Mi conciencia ha vencido al impulso atávico ciego, y mi voluntad también. Soy más fuerte y ahora lo voy a demostrar.

Después de este preliminar filosófico, que he creído indispensable como afirmación de mi voluntad y lucidez, voy a pasar a continuación a relataros mi muerte propiamente dicha, esto es, a abordar los aspectos técnicos de ella, lo que no me llevará más que unas pocas líneas, tras las cuales todo habrá terminado:

Estoy sentado en una silla de comedor con respaldo blanco. Delante de mí tengo el ordenador portátil en el que escribo y seguiré escribiendo hasta que el veneno me paralice por completo la mano o el pensamiento. A mi derecha, junto al ordenador, un vaso de vidrio transparente de unos veinte o veinticinco centilitros, lleno de agua en tres de sus cuartas partes. Muy cerca de él, quizá a la anchura de mi dedo índice, la cápsula que me ha de matar. Blanca. Ovalada. De un centímetro de largo, puede que algo más, pero no mucho. La mesa está justo debajo de la ventana, abierta de par en par. Estoy sentado frente a ella. La persiana subida y enrrollada toda en su cajón. El encuadre de un metro diez de largo por setenta centímetros de ancho es todo de mar. Ahora que miro no hay más que mar. Sólo mar. Ningún barco sobre la última línea del horizonte. Mejor así. Sólo quiero mar azul verdoso o verde azulado en mi retina cuando ésta se ciegue.
Tomo la píldora por sus vértices entre mis dedos índice y pulgar en forma de tenazas. La llevo a la boca y la dejo allí. Juego con ella con mi lengua: la pongo debajo, después encima...tiene textura áspera y sabe a plástico. Cojo el vaso con la mano derecha mientras os sigo escribiendo con la izquierda. Estoy tranquilo, el pulso es firme y no tengo miedo. Bebo agua. La píldora se introduce en mi cuerpo. La siento descender por el esófago. Tengo la extraña sensación de que se ha atascado. Bebo más agua. La apuro toda. La sensación persiste, pero estoy seguro de que la píldora ya está en el estómago. Espero. Ahora, en el horizonte azul y cristalino de mil reflejos irisados cruza un barco, es largo, con su cabina de mando sobre un alto castillo de popa: parece un carguero, o un petrolero. Recuerdo que de pequeño veía los barcos desde la playa y los imaginaba despeñarse por un precipicio cuando llegaban a la última línea, allí donde se unían el cielo y el mar. No sabía adonde se despeñaban, sólo sabía que caían al vacío cuando llegaban al borde, como arrastrados por una catarata enorme, inconcebible, inconmensurable en mi mente infantil, aterradora....ya ha empezado...siento ahogos....mi respiracion se agita...me falta aire.. el corazón se havuelto loco....mareos... miedo...aire... me falta...va mças rápido de lo que pensabe... espasmos cadcavezmeesma difícil escribr npo puedoirespitae...lavistamenubl,a...noconntrlo osd eespasmos....lavbgbiisftta,l mmme nublkA,,n o pu

2 comentarios:

Emmaskarada dijo...

No entiendo como alguien que cuenta y explica tan bien su muerte quiera matarse.
Si yo pudiera usar las palabras como las usa el, ay, no me mataria nunca!
Un saludo,
Emma

David dijo...

Hola Emma. Lo primero perdón por el retraso en contestar. Nadie suele comentar por aquí así que cuando alguien lo hace me pregunto receloso, ¿qué intenciones se traerá?...jajaja es broma, en fin, gracias por leer y por dar señales de vida. A veces no sé si hay alguien al otro lado. En la próxima sesión de ouija que haga le transmitiré al suicida, que anda depre, que al menos de una persona tenemos la prueba irrefutable (este comentario que guardaremos como oro en paño) de su "heróico" acto. Se alegrará.

Un saludo y un beso.