martes, 24 de mayo de 2011

Yo estuve en la batalla de las Ardenas

La primera vez que mató a alguien directamente con sus manos mientras miraba sus ojos fue en el invierno de 1945 en Colonia. No era un soldado. Ni siquiera un hombre. Era una mujer, y lo hizo por inercia, por cobardía y, por qué no decirlo, por desquite y odio, un odio placentero.
Aunque exactamente no fue aquella la primera vez. En una aldea de Ucrania, mientras sus camaradas violaban a unas campesinas escondidas en una arboleda cercana tuvo que defenderse del ataque de un aldeano enloquecido salido de una trampilla oculta en el suelo del pajar. Después de un forcejeo angustioso logró desnucarlo golpéndole repetidas veces contra el suelo pinzándole las sienes con las manos ante las risas histéricas de sus compañeros. Pero para él aquello fue una acción de guerra, un episodio más que pronto quedó acallado entre tiros, obuses, tableteos de ametralladoras, sibilantes lanzallamas y avances victoriosos por la estepa y retiradas infernales por el frío invierno rusos.

Entre los efectos personales incautados por las autoridades militares de ocupación aliadas bajo administración británica encontradas en el numero 12 de la calle Liebenstrasse se encontraba un cuaderno con tapas de piel, ajado y descolorido pero intacto en su integridad. En él, el teniente William Foster, de un pueblecito del condado de Warwickshire, en el centro de Inglaterra, sobreviviente al fuego cruzado de los nidos de ametralladoras y de los búnkeres alemanes durante el desembarco en la playa de Omaha (milagro, como solía calificarlo cuando le confesaba a Inger, la chica alemana que tomó como protegida y amante a cambio de latas de comida y de cigarrillos americanos, que nunca antes en su vida pasó tanto miedo como en aquella ocasión) pudo leer, más bien escuchar con la ayuda del traductor alemán adscrito a su servicio, lo que parecía el diario del soldado Gottfried Reese, en busca y captura como principal sospechoso de los asesinatos de tres mujeres y dos hombres, uno de ellos soldado canadiense, cometidos en los últimos dos meses en la ciudad de Colonia:
"Yo estuve en la batalla de las Ardenas. Fui uno de los que avanzó por los bosques sombríos, a veces con sigilo tras los árboles , a veces arrastrándome por la nieve o el barro, a veces corriendo y gritando mientras disparaba a ciegas contra fantasmas en la niebla. Uno de los que creyó en que la victoria todavía era posible, uno que fue punta orgullosa de una lanza que recuperaría el terreno perdido para el tercer Reich.
Maté a muchos hombres durante aquella campaña aunque menos de los que matara en Rusia, donde serví con honor a las órdenes del general Köhller. Maté con convicción, con absoluta obediencia y fe en mis obligaciones como soldado de la Wehrmacht de la misma manera en que lo hicieron mis enemigos, resistiéndome a que el sueño de volver junto a mi mujer y mi hijo en una Alemania victoriosa se hiciera añicos.
Pero eso fue antes de que desertara. Antes de degollar uno a uno a los miembros de mi escuadra de reconocimiento mientras dormían y deambulara por aquellos bosques, oculto en grutas y hondonadas como un animal. Solo en las noches con luna releía la carta y escribía. La carta llegué a memorizarla. Era escueta. Como si mi cuñado diera salida a una nota informativa más de las muchas que tramitaba como funcionario del estado. Pero en mi interior la carta crecía como una marea, como un océano entero cubriendo continentes, y veía con toda nitidez noches luminosas y calles que se alargaban hasta el infinito, y veía el edificio de nuestra casa crecer y otras menguarse hasta caber en los bolsillos del pantalón, y veía formas negras, siluetas humanas sin rostro, hombres de la Gestapo haciendo saltar la cerradura de la puerta a patadas o a veces desgajarla de sus goznes y tumbarla, los veía entrar derribando todo, con perros y linternas, o sin perros pero con soldados más feroces que perros, y llevárselos a todos entre insultos y empujones, a todos, a mi mujer, a mi hijo, a los judíos...
Sí, eso fue antes de que me volviera loco, supongo."
Mientras escuchaba el relato del traductor con fuerte acento alemán el teniente Foster permanecía de pie frente a la ventana ante el horizonte aserrado de edificios en ruina. Solo la torre de la Catedral se recortaba intacta contra el cielo del ataredecer. La castigamos duro, pensó sin remordimientos. Fumaba uno de los cigarrillos americanos que tanto gustaba a Inger y meditó en el informe que escribiría a su superior sobre el tipo de asesino que tenían entre manos. Básicamente fue designado para averiguar si se trataba de un foco de resistencia nazi a raíz de la investigación suscitada por la muerte del soldado canadiense o si por el contrario era un criminal sin motivación política. A él le paracía esto último. Si bien se trataba de un excombatiente actuaba de manera aislada, matando cualquiera sabía por qué.
-¿Hace mención de algún asesinato? -interrunpió el oficial británico lo que parecía una crónica extensa y alucinada de la vida errática del soldado Reese por los bosques belgas.
-No señor, excepto a sus compañeros en las Ardenas, señor -contestó el adjunto después de un rato de pasar páginas leyendo con rapidez el diario.
-¿Está seguro?
-Sí señor
-¿Qué fecha tiene la última anotación?
-De hace dos semanas señor
-Y qué dice. Literalmente.
-"14 de diciembre. Arrecia el frío. El frío es bueno. Purifica el aire y el agua y hace que vea las estrellas tan cerca que puedo tocarlas en esta ciudad sin techos..tan cercas y tan claras, tan puras las estrellas..."
-¿Nada más?
-Eso es todo señor.
El teniente Foster, en el informe que escribiría aquella noche a su superior, después de señalar su parecer de que no se trataba de acciones de la Werwolf ni de ningún otro grupúsculo pronazi, recomendaba batidas nocturnas por edificios destruídos (que eran casi todos en Colonia) y detenciones de todos aquellos que se ajustaran al perfil del sospechoso Gottfried Reese, al que calificaba de desequilibrado y un peligro no solo para la población civil sino para los soldados de las fuerzas de ocupación aliadas por su carácter de asesino incontrolado.

Cinco días después, encallado contra un pilar de uno de los puentes sobre el Rin, apareció el cuerpo de otra chica con signos de haber sido asesinada de la misma manera que las otras víctimas: eran visibles los hematomas en el cuello causados por estrangulamiento y en su vientre apareció el mismo tajo a cuchillo. Se llamaba Berta Jurgel y ejercía la prostitución (como casi todas las chicas de Alemania) en los alrededores de la estación de ferrocarril. La última en verla con vida fue su amiga y compañera Maria Gerke, la cual aportó al teniente Foster una descripción del hombre con el que la vio alejarse cuyos rasgos concidía con los datos que se tenían del soldado Reese.
A juicio de los forenses militares que examinaron el cuerpo Berta no llevaría más de 24 horas muerta. Pero el descubrimiento más importante se halló en el abrigo de la chica. Entre los soldados era bien conocida la costumbre de muchas de aquellas mujeres de hurgar en los bolsillos de sus clientes aprovechándose del aturdimiento que sus servicios les provocaban.

Encendió el útimo cigarrillo del paquete que despojara al cadáver del soldado aquel exhalando el humo al aire gélido que lo envolvía. Pero el frío no era problema para él. Después de sobrevivir a Rusia, a su invierno y al cerco que sometieron a la región de Kursk con todos aquellos stukas y los miles de blindados que a la postre no sirvieron de nada (ni él ni los mandos alemanes podían saber que los soviéticos estaban advertidos de sus planes de ataque), ya nada era un problema para él. Ni siquiera los soldados que registraron la noche pasada el edificio con las prisas y el tedio justos para que no descubrieran su cubil eran un problema para él. Lo que lo mantenía en vilo, sin embargo, desde hacía horas o desda hacía eternos minutos -era difícil de precisar- con la mirada fija en las estrellas, cuando las nubes lo permitían, era la pregunta de por qué su mujer había decidido esconder a los Grossmann en su casa y por qué no le había dicho nada. Se apiadaría de ellos. La conocía. A pesar de la propaganda insistente durante años contra los judíos para ella los Grossmann seguirían siendo los vecinos amables y educados de siempre. Ella era así, de buen corazón aunque irresponsable. Si él lo hubiera sabido no lo habría permitido, no por odio a los judíos, que no lo sentía, sino por pragmatismo...en Kursk había estado a punto de morir, aunque quizá sea más ajustado a la verdad expresarlo como que había estado a punto de vivir y que por inmensa fortuna había vivido. En aquella ocasión la suerte consistió en encontrar una hendidura en la tierra en donde estrujó su cuerpo mientras el T-34 le pasaba por encima...pero no debió de haberlo hecho, debió pensar en nuestro hijo, en mí, en nosotros. En los primeros años luchó por la grandeza de Alemania, borracho como todos de las promesas del Führer. Al final solo luchaba para que los enemigos no entraran en las ciudades a sangre y fuego y violaran a sus mujeres y a sus hijas como represalia...sin embargo su camarada no tuvo tanta suerte, vio estallar su cabeza bajo la oruga del tanque y notó pedazos de cerebro impactando en su cara y no pudo evitar la sangre sobre su boca, y aunque escupió no pudo evitar tragarla...pero al final no serían los enemigos los que se llevarían a Elsa y a Heinrich...

Para cuando oyó la pisada y el corrimiento del cascote de piedra ya fue tarde. Solo le dio tiempo a incorporarse y a gritar blandiendo su machete antes de recibir el tiro en la frente del teniente William Foster.

3 comentarios:

Emma dijo...

David, me has dejado sin aliento. Tienes un estilo duro, pulido, cortante como el frío del invierno en las Ardenas, y a la vez clavas a los personajes, les das forma suavemente, y los conviertes en seres reales magistralmente. Supongo que escribes desde hace mucho tiempo- mucho más tiempo que yo- ya has publicado algo? Creo que hasta ahora no te había leído con tanta atención.

David dijo...

Emma muchas gracias por opinar y por hacerlo de manera tan elogiosa..la verdad es que este relato quise que tuviera el estilo frío y preciso de los informes policiales..excepto cuando habla, por medio del diario y los pensamientos del final el soldado Reese...también a Foster intento darle presencia con algunos trazos como cuando dice que sintio mucho miedo en Normandía, piensa lo duro que castigaron la ciudad de Colonia ,o recuerda que a su amante alemana le gustaban los cigarrillos americanos, al fin y al cabo iba a ser el ejecutor del otro. Tenía más escrito sobre Foster y su relaicón con Inger, pero tanto podar se quedó así.
Hacía tres años que no escribía nada Emma que se corresponden con los tres años de inactividad del blog, y en marzo tuve un nuevo arranque de escritura, el tsunami de Japón y nuevos estímulos me decidieron. Escribía poesías en el trabajo, ahora me quedé en el paro y con algunas preocupaciones..pero esperemos seguir escribiendo y quién sabe si publicar algún día..así pues, sigamos Emma, tú también y gracias de nuevo por pasarte por aquí...y a ver si localizo en tu tierra el famoso parterre del Retiro y su árbol centenario!!!

Emma dijo...

Mucho ánimo David, encontrarás algo pronto - no me refiero a la literatura que ya has encontrado- y sera mucho mejor. Seguro.