domingo, 30 de abril de 2006

El verano en que calló el mar.

Una vez tuvo dos hijas a las que no veía desde hacía años de una mujer que lo abandonó por otro. Tuvo casa, trabajo y familia. Ahora nada más que un perro negro y chillón y los crepúsculos rosados, a veces rojizos como la sangre, con que teñía sus recuerdos de cuando era un hombre.
Después del naufragio de su vida vino a quedar varado en aquella playa, como un robinsón expulsado de la cotidianeidad. Allí fue acogido por la alegre compañía de un grupo de amigos que se reunían en un antiguo chiringuito que todavía conservaba ristras de banderitas de papel como enjambres de argentinas, bolívias, canadás....colgadas del techo, que se movían suaves con la brisa nocturna de los veranos de parranda, y con ferocidad en las solitarias noches de invierno como presas de convulsas revoluciones. O esto se imaginaba él ayudado por el vino de los parias que le hacía sentir la cabeza inestable sobre los hombros, los hombros sobre las piernas y las piernas sobre la gravedad que según dicen nos ata a esta áspera roca. Pero a pesar del frío y del delirante chillido del viento entrando por rendijas, huecos y recovecos, tenía un techo sobre su cabeza que lo protegía de la lluvia de las primaveras y los otoños y del sol despiadado del verano, pero, por encima de todo, tenía las mil voces del mar cuyo oleaje escarbaba cada noche en sus recuerdos, dejándolo al amanecer exhausto por las orgías de melancolía a las que había terminado por acostumbrarse y que necesitaba como testimonio de que una vez existió y perteneció a la comunidad de los hombres.

Ahora, en este último verano, esa comunidad de los hombres a la que yo pertenecía, llegamos con nuestras máquinas y nuestros papeles firmados y sellados por alguna autoridad poderosa para acabar con aquella simbiosis de años entre el viejo, el viento, las olas y las ratas.
Creo que nunca podré olvidar el ladrido como de protesta del perro negro con la primera embestida de la excavadora a los frágiles muros. No esperó el viejo la llegada del segundo golpe. Cogió sus escasas pertenencias que cabían en una mochila ennegrecida y grasienta, y se alejó con una mezcla de pasos y arrastre de pies. En silencio. Con resignación.

No hay comentarios: