lunes, 14 de mayo de 2007

El Detective Panóptico. Criosis (relato multimedia en tres posts)

Fue durante la ola de frío que abatía la ciudad cuando su cuerpo apareció flotando en el río que dividía el casco viejo en dos zigzagueantes mitades.
El primero en verlo fue un juerguista aturdido aún por el estruendo de la discoteca zumbándole en los oídos y con el resabio amargo del último gin tónic pegado al paladar. Aseguró que el cadáver era arrastrado suavemente por la corriente, bocarriba, adaptándose su cuerpo a las ondulaciones del agua camino del mar.
El siguiente testigo, una mujer que iniciaba su ronda cotidiana de limpieza de portales, tuvo que interrumpir el chacoloteo de sus pasos sobre el piso de metal del puente (que llaman de los alemanes) cuando un extraño “bulto” llamó su atención. Se deslizaba sobre las aguas con la cara hundida en las profundidades, que en ese río no eran tantas, y los brazos extendidos como un crucificado sumiso al devenir de la corriente. Afirmaría más tarde a los agentes que le recordó a cuando su Antonio, en la playa (“angelito mío, no está bien ¿saben?”), se pasaba horas con la cabeza hundida bajo el agua, con sus gafas de buzo y su tubo de respiración, ensimismado contemplándose los pies sobre el lecho marino.
Pero para ambos testigos de su cuerpo sin vida Agus era fundamentalmente la cara de un muerto. Un muerto desvalido. Les resultaría imposible atribuirle a las facciones armoniosas y masculinas de Agus una risa fuerte y saludable, y unos ojos brillantes e inteligentes. Para ellos sería indeleblemente un muerto; un cuerpo sin pasado vital.
Pero no para mí.
Volví a escuchar su turbia risa de fumador de Ducados cuando hacia las once de la mañana el inspector García y su inseperable Sánchez (que no daban abasto con la ola de crímenes y desapariciones de mujeres jóvenes de los últimos días), me informaron del hallazgo de su cuerpo dando tumbos contra las rocas del espigón en la bocana del puerto.
Agus antes de detective privado lo había sido público, es decir, inspector de la policía de la ciudad de Málaga, y yo sabía que él y García seguían siendo amigos, o lo habían sido hasta hoy mismo.
Fue el inspector quien, con voz sorda, empezó el interrogatorio rutinario. Afuera, el ruido bronco de la lluvia y el viento barría las calles.
-Hemos comprobado el registro de llamadas del teléfono de Agus y hay una saliente a este despacho de hace cuatro días –dijo sentado delante de mí con aspecto cansado y ojeroso.
-Justo después de que se nos echara encima esta maldita ola de frío –remachó con fastidio el gordo Sánchez, sentado a su lado, con voz gangosa y una gota de moco transparente descolgándosele por la nariz.
Arrugó los carnosos pliegues de la cara cuando no pude evitar sonreir malévolo ante su dicción de pato de dibujos animados y su aire ofuscado y gotoso. El gordo Sánchez, por la vesania de su mirada, hubiera deseado tenerme en un oscuro calabozo, sin leyes de por medio, para hacerme borrar mi estúpida sonrisa. O puede que solo quisiera retorcerme el cuello como hacía, según solía contar, a los pollos de su pueblo en los días de fiesta. Era un hecho que no le caía bien.
Encendí la pequeña e íntima luz de escritorio que tenía sobre la mesa en parte porque a pesar de ser las once de la mañana la ciudad estaba sumida en una penumbra gris y sucia, y en parte para hacer un gesto de distracción que disminuyera la intensidad de la mirada del subinspector.
-Sí, me llamó. Quería verme para hablar conmigo. -Hice una pausa de las que llaman dramática. García, conociéndome, esperó paciente el resto del relato. Sánchez se impacientó ante quién consideraba un insufrible cretino.
-Cuándo se vieron y de qué hablaron, si es que lo hicieron. –Ladró.
Le sonreí afectuoso.
-Vino ayer. Nos encontramos aquí y se sentó justo donde está usted, subinspector. Dijo que creía que le seguían; que cuando me llamó tres días antes era solo una vaga sospecha pero que desde entonces hasta ayer ya no tenía dudas.
-¿Le dijo quién era? –dijo García.
-No, solo contó que le parecía que eran varios, que nunca llegó a verles las caras…que eran como sombras. En fin, un poco raro.
- ¿Estaba preocupado?
-No, bueno ya sabe como era Agus, inspector, hubiera reído mientras le extirpaban el bazo. Sin embargo, creí notar un fondo de miedo tras su aparente despreocupación. Estaba convencido de que era acechado por alguien.
-¿Le contó en qué estaba trabajando últimamente y si pudiera tener relación con los seguimientos?
-No.
-¿Entonces para qué vino a verle, solo para hablar? –preguntó con desabrimiento Sánchez.
-Oiga inspector, debería haberle puesto un bozal al chucho esta mañana. Está que muerde.
Sánchez alargó los brazos por encima de la mesa para acariciarme el cuello. García se las bajó con su mano izquierda. Yo ya me había levantado de mi viejo sillón giratorio. No me hubiese importado pasar un día de picnic en los cómodos calabozos de la comisaría.
-Eh, ya vale. Conteste detective, ¿qué quería Agus de usted?
-Quería que yo espiara a los que le seguían. Averiguar quiénes eran y dónde vivían o para quién trabajaban. Acepté y quedamos en que hoy a mediodía, cuando él saliese, actuaría de sombra de sus sombras.
-¿Dónde pensaba ir hoy Agus a mediodía?
-Al dentista.
El inspector García suspiró al tiempo que se levantaba de la silla. De pronto pareció impaciente por marcharse. Sánchez seguía enfurruñado con el puño cerrado sobre un klinex que maquinalmente se había estado llevando a la nariz enrojecida.
García habló.
- Debería poner calefacción. Esto parece una nevera, ¡Mierda de frío!
Como si estuviera ensayado Sánchez estornudó ruidosamente:
-¡Joder!
-Estoy sin blanca.
-¿Pero cómo es eso? Dicen que no hace mucho trabajó para unos isleños del caribe y que le pagaron bien. Parece que fue un caso sonado.
-Pues ya ve, es mi sino. Pero le puedo ofrecer una copita de anisete si quiere. Para la siberia que padecemos estos días no hay nada mejor para confortar el espíritu.
-Dirá el cuerpo.
-Ambas cosas; desgraciadamente están conectados.
García entorna los ojos.
- Agus siempre decía de usted que estaba un poco loco.
-Él también lo estaba, y no un poco. Por cierto ¿de qué murió?
-Desangrado. Recibió un brutal corte en el cuello que le segó la arteria.
-¿Cree que tiene relación con los crímenes de estos días?
-Todo indica que así es.
-Mal asunto. -Levanté la copa-. Salud.
-Salud.
Sánchez estornudó.

2.
Una vez se hubieron marchado decidí ahogar en el fuego aguardentoso del anís los millones de bichitos infecciosos que había dejado en mi despacho el gordo Sánchez y que yo, en esos momentos, estaba incorporando a mi organismo. Así pues me escancié otra copita que fui tomando a sorbos quedos mientras pensaba en el infausto Agus. ¿Qué estaba pasando en la ciudad con todas esas chicas desaparecidas y esos crímenes? El aire helado contestó desquiciado por cada rendija de la descolorida ventana. La calle estaba del color de la ceniza y los caminantes iban encorvados en sus abrigos, la cabeza gacha, ofreciendo los cuellos a algún degollador, divino o humano. Entonces mi imaginación se tiñó de rojo. Fantaseé con la imagen de Agus y su gañote abierto, desangrándose; en la mirada, el terror; sus manos, impotentes para atrapar del cuello la vida que se escapa a chorros. “Me cago en la leche, quién demonios…”
Acabada la copa obedecí al impulso de salir a la calle. Puede que necesitara caminar un rato para digerir la violenta muerte de alguien a quién habías visto apenas el día anterior pero que no volverás a ver jamás.
El viejo portero, melancólico y lívido en su butaca, escuchaba la radio enrollado en una frazada de grandes cuadros rojos y azules.
-Voy a salir. ¿Si viene alguien preguntando podría indicarle que no volveré hasta después de comer?
-brrrrgrrr…
Lo tomé como un sí.
En la calle había parado de lloviznar pero por contra el viento se hizo más frío y cortante. Los coches aparecían con una nube blanca permanente pegada a los tubos de escape, excrecencias producidas por el combustible que quemaban incesantes los motores rugientes que ensordecían el ambiente. Pero aquel ruido, mezclado con las bocinas impacientes de los vehículos, me pareció estimulante en medio de aquel frío glacial que todo lo suspendía. Me zambullí en la riada humana que discurría rápida y me dejé llevar por ella con ánimo decaído y pensativo.
Meditaba acerca de la fragilidad humana y todo eso cuando un empellón me sacudió con violencia. Era un muchacho, creo, pues vestía unas enormes gafas oscuras y una sudadera con capucha que le ocultaba la cabeza. Había hecho chocar su hombro (estaba seguro de la intencionalidad del acto) con el mío. Se volvió y dirigió su cabeza de mosca hacia mí al tiempo que sonreía con dientes de rata. Entonces me percaté del perro grande que llevaba a su lado atado extrañamente con una gruesa soga de ahorcado. Por sus ladridos furiosos inferí que no le caí bien... como al gordo Sánchez. Unos metros atrás, y por encima de su negro hocico vociferante bordeado de dientes espumosos, algo captó mi atención. Fue solo un momento, pero creí ver a alguien que se ocultaba tras la jamba adornada de un portal de una casa antigua. No sabría decir si era hombre o mujer, o si llevaba gafas o no las llevaba… en realidad no sabría decir nada porque nada vi. Solo una silueta oscura de contorno humano moviéndose rápida como una ráfaga . Una especie de… sombra…
El del perro se volvió y se encaminó al mismo edificio con el animal ensogado junto a su muslo derecho.
Fiel a mi estilo no lo pensé dos veces y fui tras la espalda de monje siniestro que ya era engullida por el marco de la portada de la casa. Lo último que vi antes de que desapareciera en el interior fueron las ancas del animal y su rabo largo y peludo balanceándose con gracejo.
La casa era uno de esos antiguos palacetes tan queridos a la burguesía industrial del XIX, de tres plantas, enorme portada enmarcada en dintel y jambas con esculturas adosadas de titanes soportando el peso de todo el edificio sobre sus espaldas, o eso pretendía el artista que pensáramos.
Nada más entrar, a la izquierda, al pie de las escaleras del zaguán apestosas a humedad y desinfectante, se hallaba una garita acristalada en la que una figura hierática de pie en toda su delgadez de calvo espigado, montaba guardia. El sonido reverberado de unos pasos gruesos y otros más quedos y afilados hizo que empezara a subir las escaleras sin esperar permiso del tipo de la garita cuya mirada sin embargo sentí fría como la pez sobre la nuca. Las escaleras que subían a los pisos, después de un corto vestíbulo, arrancaban del lado derecho y ascendían flanqueadas a la izquierda por una balaustrada alta de madera carcomida y herrajes de motivos arabescos. Empecé la ascensión con brío, subiendo de dos en dos los escalones. En el segundo piso cambié de piñón y continué la marcha a la manera convencional, de uno en uno. Pasado un rato me detuve agarrado a la baranda, asfixiado y sorprendido de que todavía no hubiese alcanzado el último piso. Recordé los tres balcones que viera desde la acera y sin embargo me parecía que ya llevaba más de seis pisos subidos. El aire me pareció más espeso, y el frío más intenso. Arriba, el sonido del encapuchado y su perro seguía llenando el espacio en penumbra. Cada vez más en penumbra, lo cual no dejaba de ser extraño. Hasta ese día siempre había asociado altura con luz. “¿Pero qué coño está pasando aquí?” Hume (no sé porqué me vino a la conciencia) no lo hubiese expresado así, pero al fin y al cabo yo era detective (aunque panóptico), no filósofo. En vista de mi mermada forma física decidí recurrir a mis artes de persuasión para convencer al chico:
-¡Eh, tú, niñato! Para ya joder. Baja aquí que quiero hablar contigo. No tengas miedo. Venga hombre, que te doy diez euritos para que te compres algo de costo.
Se hizo el silencio.
-Baja coño, solo quiero hablar contigo.- La voz sonó sorda. Una voz que moría apenas exhalada. ¿Y el eco de antes?
En realidad no tenía idea cabal de qué decirle una vez lo tuviera delante. ¿Le espetaría a quemarropa “has matado a Agus, gusano”? Quizá lo hiciera si la inspiracion del momento me lo dictara. Pero a tenor del silencio absoluto, espeso como manteca negra, parecía que no iba a tener la oportunidad de hablar con la mosca encapuchada.
-¡Eh, muchacho, ¿sigues ahí?!- por un instante un nubecilla de aliento cálido flotó en el aire.
-¿Hola!?
Entonces el chillido agudo de las uñas arañando el mármol se hizo frenético de pronto. Un miedo fulgurante me empaló las tripas. Sin embargo no fue la cagaditis, tampoco el bullicio de garras metálicas aproximándose amenazadoras, sino la constatación auditiva de que el perrazo venía de “abajo” y no de arriba lo que me mantenía paralizado. La incertidumbre se tornó angustiosa porque ¿y si era una ilusión acústica? ¿Acaso la lógica (que sería mi perdición, siempre lo supe) no obligaba inexorablemente a pensar que el sonido DEBÍA proceder de arriba y no de abajo? ¿Y si fatalmente aconsejado por mis sentidos en vez de alejarme del animal lo que hago es echarme en sus cortantes brazos? ¿Y si…? ¡Mierda, mierda de ‘ysis’, me va a despedazar, a triturar, a devorar…! A la mierda la lógica.
Una vez la lógica en el fango, subí y subí con premura, pero no lograba alejar a las cuchillas chirriantes que se cernían sobre mí. El ritmo era bueno pero insuficiente. Las piernas me iban a estallar, los pulmones los sentía doloridos. Mantenía la boca abierta intentando tragar el máximo de aire posible, pero o este era escaso o mi respiración desacompasada, o las dos cosas a la vez. Llegó un momento en que la oscuridad era total; el frío, crudo y ofensivo; el aire, espeso. Me detuve al borde del colapso agarrado a la baranda. Intenté discernir ruidos más allá de mis estertores adoptando como pude una postura de defensa, que presumí grotesca en la oscuridad, preparándome para el encontronazo inevitable, pero nada oí. Entonces me senté inclinándome sobre el hombro derecho esperando encontrar el apoyo de la pared, aunque de nada ya estuviera seguro.

3.
Estaba mareado y con ganas de vomitar los churros de aquella mañana y el chorizo frito de la noche anterior. Creía que tenía los ojos abiertos pero la oscuridad era tal que muy bien pudieran estar cerrados. Levanté la mano y me toqué la punta de la nariz (no la sentí de puro helada), después la separé un poco y la situé a la altura de donde me figuré que debían estar los ojos. No la veía. Me toqué los párpados y comprobé que estaban abiertos. Quizás me había quedado ciego. No me hubiese extrañado si así fuese.
Lo siguiente que me llamó la atención, una vez que la sangre dejó de aporrear el badajo del tímpano, fue el silencio. Era un silencio opresivo, acorazado, como si estuviera bajo tierra. Estaba aturdido y en una confusión completa, ¿y el perro, o lo que fuera que me seguía? Estuviera donde estuviese no lo echaba en falta, pero el alivio no servía para dar una explicación racional a todo lo que estaba ocurriendo: el ancapuchado, la sombra, la huida hacia arriba, la persecucuón del perro subiendo hacia mí y no bajando (quizá no fuese el mismo animal), el frío…. Entonces la oscuridad se desgarró justo delante como una tela cortada por un cuchillo de luz muy preciso.
-Pero ¿qué hace ahí? Se va a helar, querido –dijo una sombra al trasluz -. Pase, pase, ya verá qué bien se está dentro. Es usted afortunado.
La luz salía tenue pero suficiente para distinguir el descansillo en donde estaba sentado (más pequeño y estrecho que los de los primeros pisos) y las puertas, tres más, labradas con intrincados motivos florales y geométricos, que a él daban. El tipo dio un paso adelante y pude observar su complexión fuerte, su altura considerable, sus pómulos prominentes y sonrosadas mejillas, además de su pelo rojo caído por los hombros. No obstante su porte distinguido vestía un mono de trabajo azul impoluto que desentonaba ostentosamente.
-¿Quién coño es usted?
-Un colega, ¿no lo llaman así ahora? ¿quiere usted ser mi colega? –preguntó el aristocrático curriqui.
-No, lo siento, creo que no es usted de mi gremio. Lo que quiero es salir de aquí.- Dije un tanto desconsideradmente.
- Yo no hablaría muy alto. Están a punto de despertarse los vecinos después de un largo estío –señaló con la cabeza las puertas cerradas-, que en esta ciudad son eternos, y, créame, no le conviene encontrarse con ellos…tienen muy mal despertar. En realidad todos lo tenemos, pero algunos llevamos ya levantados unos días, y eso atempera. Por ello es usted afortunado…o no, depende de sus decisiones. Bien, si no acepta mi invitación tendré que cerrar.
El currante pelirrojo me pareció un extravagante, pero prefería estar con un tarado antes que en aquella fría oscuridad con un perrazo, o dos, por ahí subiendo y bajando escaleras ávido de carne panóptica. La insinuación al mal despertar de los vecinos también resultó determinante.
Me incorporé con dificultad, aún mareado por el desafuero del tute dado a mi cuerpo sin precalentamiento adecuado, y pasé delante del sonriente y alto pelirrojo al interior del piso.

4.
El ambiente era cálido aunque no sofocante, por lo que no vi necesario desprenderme del abrigo. Además prefería no ponerme demasiado cómodo por si tenía que salir huyendo de allí. Un pasillo largo y estrecho alumbrado por una débil luz cenital, paredes forradas de tapices en color rojo oscuro con cuadros y espejos a todo lo largo de la mismas, y muebles antiguos pero suntuosos fue lo que fui registrando hasta el final del vestíbulo en donde el piso se abría, después de empujar una puerta, a un salón de grandes proporciones lleno de gente y ruido. Sin duda estaban celebrando una fiesta.
-Bienvenido al Lumpen Blues Bar –dijo ceremonioso mi anfitrión- . Así lo hemos llamado en esta ocasión. Siempre que despertamos, y después de algunas travesuras para sentirnos de nuevo vivos, damos una fiesta. Cada vez son mejores. ¡Ah, amigo! Los tiempos nos son más propicios con cada despertar. Hoy día la gente quiere divertirse, despreocuparse y vivir para el placer más que nunca antes. Pero aún les quedan muchas barreras por saltar. ¡Si experimentaran el placer puro sin ningún prejuicio que lo estorbe!
La estancia era rectangular pero, a pesar de sus aparentes dimensiones definidas (de aproximadamente ocho por quince a veinte metros), daba la impresión de contener más mobiliario y personas de las que podrían caber, de un contenido desbordante para el continente, como si el espacio que acotaban las paredes fuese un espejismo en un desierto sombrío y profundo.
En efecto había personas, muchas personas, entre las que destacaban mujeres jóvenes desnudas o semidesnudas, hombres altos y siniestros que las cernían (algunos con monos azules) y algo que tenía que haberme producido mayor impacto del que me produjo: cuerpos descabezados sentados en sillones con todo el entramado de huesos, nervios y tejidos rebosando del cuello como cables de robots averiados. También había animales, desde aves revoloteando de lámpara en lámpara de luces débiles como fuegos fatuos, hasta perros grandes echados sobre el suelo observando indolentes, aunque atentos; mobiliario de diferentes épocas y diferentes países, y un escenario junto a la fantasmal pared de la derecha en donde alguien con capucha, quién sabe si el mismo que vi en la calle, se disponía a cantar acompañándose de una guitarra. Estaba sentado en un sillón negro, y la luz ocre que le venía de su izquierda daba contra los pliegues de la capucha ocultándole parcialmente el rostro. Con las primeras notas la algarabía cesó casi de una vez:

Criosis.




Hubo muchos aplausos que resonaron como procedentes de miles de espectadores. De hecho hubiera jurado que una multitud de sombras se extendía más allá de las paredes si no fuera porque aparecían sin embargo del lado de "acá"... En cualquier caso era evidente que la canción provocó un gran efecto entre los concurrentes. Algunos seguían coreando lo de “¡Podría, matarte...!” con los rostros transfigurados por la emoción.
-¡Qué profundo!
Sin poder sufrir más al cínico pelirrojo me aparté de él y deambulé por entre los corros, los sillones y las mesas. Por más que andaba nunca llegaba a la pared del fondo, y sin embargo la tenía delante, a pocos metros. Alguien me puso una copa en la mano que bebí de un trago. Mi paladar detectó un wisqui de buena calidad. Cada una de mis células agradeció el efecto. Sin saber cómo me sorprendí asiendo otra copa. Es verdad que había camareras repartiendo bebidas pero me resultaba imposible establecer el momento exacto en que había sido servido por alguna de ellas. Las caras con que me cruzaba eran grandes y viscosas, y me sonreían.
-Hermosa fiesta, ¿no le parece? Tome, úselo.
Era un cuchillo. Alguien de rasgos imprecisos me lo puso en la mano. Tenía la hoja ancha y una longitud suficiente… Unos ojos grandes se aproximaron y me señalaron exactos el cuello terso y desnudo de una de las camareras. Una boca húmeda se frunció en una mueca de la que brotó una carcajada. Yo me sentía flotar en una extraña sensación de irrealidad creciente…

5.
Abrí los ojos pero un brutal puñetazo de luz me los cerró.
Medio inconsciente me levanté del sofá y bajé la persiana de mi despacho. Después seguí durmiendo profundamente, soñando con bellos paisajes invernales, oscuros pasadizos y cuellos blancos…